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Authors: Ángeles Caso

Tags: #Histórico, Intriga

Donde se alzan los tronos (23 page)

Mientras cada uno de los soberanos de Europa seguía a lo suyo, mirando el ombligo de su propio trono y tratando de decidir qué debían hacer en aquella situación inesperada, la guerra continuó, con su asoladora tormenta de dolor y miserias. Ninguno de ellos estaba dispuesto a retirarse del todo de los campos de batalla, tratando de conseguir los máximos beneficios para el momento en que no quedase otro remedio que darla por terminada. Pero ahora empezaba a ser claramente una guerra disminuida, con pocos soldados y escasa brillantez. De hecho, el Rey Luis y la Reina Ana se apresuraron a firmar por su cuenta un preacuerdo de paz, sin avisar a nadie. De esta manera, lograron enfadar a todo el mundo: a los Estatúder de la República de las Provincias Unidas de Holanda, a Víctor Amadeo de Saboya y a Juan V de Portugal, porque Gran Bretaña no contó con ellos. A Felipe de España, porque su abuelo no le avisó de las negociaciones. Y, sobre todo, al nuevo Emperador Carlos VI, que, como bien había previsto, se quedó solo en los campos de batalla frente a los franceses y los españoles de Felipe. Solo pero muy fiero, obligando a sus soldados a seguir disparando cañones y mosquetes bajo el eterno grito de matar o morir.

Sí, la Muerte siguió pegándose un buen banquete de cabezas segadas durante aquellos meses gracias a la guerra. Pero, de pronto, decidió que echaba de menos el lujo de los palacios reales. Así que, el 12 de febrero de 1712, entró en Marly y se llevó con ella a María Adelaida de Saboya, esposa del nuevo Delfín y hermana de la Reina de España. Aunque su hambre principesca debía de ser enorme, porque sólo seis días después se coló en el lecho del propio Delfín y también lo decapitó, sin ningún respeto por sus ganas de llegar a ser Rey de Francia. Luego se quedó allí sentada, tranquila, observando con placer el trabajo minucioso de los jardineros podando los árboles. Y un mes más tarde, cuando se cansó de tanta inactividad, se puso de nuevo en marcha y fue a caer sobre el hijo mayor del matrimonio fallecido, el recién proclamado Delfín Luis, que aún no había cumplido los seis años. Rápidamente, los tres fueron a reunirse con la multitud de muertos anónimos que llamaban a las puertas del Cielo.

Esta vez, Luis el Grande, el viejo Sol, sí que se quedó realmente desolado. En menos de un año se le habían muerto tres herederos —además de la niña de sus ojos, María Adelaida—, y si la desaparición de su hijo había sido un alivio, la de su nieto y su bisnieto eran en cambio un disgusto y un rompedero de cabeza. Según el orden natural de las cosas, el nuevo Delfín debía ser el hijo pequeño de los difuntos Luis y María Adelaida, pero este último Luis —aquel nombre empezaba a parecer maldito— era un niño de dos años, tan debilucho y enfermizo que nadie creía que fuese a llegar a los tres. También estaba su nieto menor, el Duque de Berry, pero todos sabían que él era un botarate y su esposa una auténtica cabeza hueca, que había estado a punto de huir con su amante a Holanda nada más contraer matrimonio. Esos dos se descartaban por sí solos.

Únicamente quedaba Felipe. Pero esa opción era muy peligrosa: sus enemigos nunca aceptarían la unión de las coronas de Francia y España, y la guerra volvería a recrudecerse. El viejo Rey no paraba de preguntarse por qué razón su descendencia legítima era tan poco deseable para heredarle. O tan mortal. Le parecía que tenía delante una montaña enorme y, por primera vez en su vida, pensaba que nunca conseguiría escalarla. Estaba demasiado cansado, y también un poco triste de tanto luto, y por más que meditaba, por más que rezaba y pasaba noches en vela y acudía a la habitación de su esposa en busca de un poco de calma, no acababa de encontrar la respuesta adecuada a todo aquel embrollo.

Hasta que una mañana de mayo, Luis de Francia entró en el gabinete de Madame de Maintenon a una hora desacostumbrada, blandiendo en la mano una carta. Con un gesto, mandó salir a todo el mundo y luego se sentó, torpe y dolorido, en su sillón:

—Mira lo que me ha escrito Ana Estuardo.

—¿Qué os ha escrito, sire?

—Me propone un trueque. Se le ha ocurrido que Saboya se vaya de Rey a Madrid, y que Felipe se traslade a Turín a hacer de Duque.

Madame de Maintenon pareció sorprendida:

—¿Su Majestad el Rey de España debería rebajarse a ser Duque de Saboya…?

—No, no… Es sólo algo provisional. Cuando yo… —a Luis le daba mucha grima hablar de su propia muerte—, bueno, ya sabes, cuando yo ya no esté, Felipe me sucederá. ¿Qué te parece…?

La esposa morganática sabía por su correspondencia con la Princesa de los Ursinos que Felipe se sentía elegido por Dios para gobernar los reinos de España, y no estaba nada segura de que quisiera abandonarlos. Debía avisar a su marido al respecto:

—Es una magnífica solución, por supuesto. Sería una gran tranquilidad para Vuestra Majestad, y yo me alegraría muchísimo de ello. Pero no sé si el Rey Don Felipe estará dispuesto a renunciar a ese trono por el que tanto ha peleado…

La ira se inflamó dentro de Luis, como un árbol gigantesco sobre el que hubiera caído un rayo. Sus voces se oyeron claramente en todas las salas cercanas:

—¿Cómo se te ocurre algo semejante…? ¿Quién va a preferir las coronas de España a la de Francia…? ¿Tú te crees que somos menos que ellos…? ¿Piensas que a mi nieto le gusta más vivir en el Alcázar que en Versalles…? ¡Menuda estupidez! ¡Y además, Felipe se irá a Turín porque yo lo deseo! ¡No hay nada más que hablar!

Se levantó con un gran esfuerzo, la cara enrojecida de furor, una vena de la frente resaltando azul bajo el maquillaje, y se dirigió a la puerta sin despedirse. Pero, en el último momento, volvió a girarse hacia Madame de Maintenon, que estaba hundida en una reverencia amedrentada:

—Y cuando se crucen los dos cortejos en algún lugar de Castilla, ¿tú te imaginas la fiesta que podemos organizar…? Una de esas que dan la vuelta al mundo en versos y en cantos de ciegos… ¡Algo realmente majestuoso, que deje boquiabiertos a nuestros súbditos! Dirás que no es una buena idea…

Pese a los gritos de Luis, Madame de Maintenon no se equivocaba: cuando llegó al Alcázar el mensajero de Versalles con la propuesta de la Reina Ana, Felipe se enfadó seriamente. Estaba empezando a sentirse harto de que su abuelo quisiera organizarle siempre la vida, y le parecía que esta vez se había pasado de la raya. Ya tenía treinta años, y había demostrado de sobra que sabía reinar y batallar por sus territorios. Había construido su poder sobre las tumbas de muchos hombres. Había soportado infinitas horas de sufrimiento, de miedo y de tedio. Había reconquistado España palmo a palmo, y en cuanto sus ejércitos tomaran Barcelona pensaba ensombrecer con su autoridad la vida de todos los que en Cataluña se habían rebelado contra él, enseñándoles de una vez por todas que debían plegarse a sus decisiones. Ahora llevaba el poder pegado a él como su propia sombra. Formaba parte de su cuerpo, igual que un corazón refulgente y copioso. Y ese poder merecía ser respetado. Por muy Sol que fuese, su abuelo no podía seguir dándole órdenes de aquella manera. Los tiempos de la obediencia se habían terminado. De ahora en adelante, cada uno debía jugar su propio juego. Y además, además, la voluntad divina había dejado bien claro que lo quería en Madrid, y no en Versalles.

Con la carta en la mano, rabioso como un animal acorralado, se fue corriendo al cuarto de María Luisa. La Reina estaba a punto de dar a luz y guardaba cama desde hacía meses. Los médicos habían considerado que el disgusto por la muerte de su hermana, su cuñado y su sobrino podía provocarle un aborto, así que la habían recluido en su habitación. Enferma y triste, no había vuelto a salir de allí salvo para ir a misa. La Camarera Mayor pasaba mucho tiempo con ella, tratando de animarla un poco con la información de los asuntos de gobierno y los últimos cotilleos de la corte. Claro que también se había hecho fuerte en el aposento para impedir que el Rey se acercase cada dos por tres a reclamarle sexo sin el menor respeto por su estado. Aunque a veces no podía impedirlo: Felipe la echaba sin contemplaciones, y se veía obligada a dejar a la pobre soberana macilenta en los brazos ardorosos e infatigables de su marido.

En esta ocasión, sin embargo, cuando lo vio llegar todo alborotado y agitando en el aire la carta de su abuelo, la Princesa supo que su estado de nerviosismo no se debía al deseo, sino a la indignación. De hecho, apenas podía hablar cuando se dirigió a ella:

—Mi… mira lo que… lo que me man… me manda Su Majestad.

Mariana leyó en voz alta, para que la Reina pudiese oír las órdenes de Luis. Por un momento, se permitió el capricho de pensar que no era una mala idea. Sí, no estaría nada mal abandonar aquella ciudad tan sucia, con sus calles polvorientas llenas de excrementos, con su sol torturador y sus feas casas, alejarse del Alcázar triste y aburrido y perder de vista a todos aquellos Grandes severos como frailes dominicos y a sus damas antipáticas y virtuosas, que parecían doncellas guardando recatadamente su virginidad.

También ella estaba triste, igual que el palacio. Jean d’Aubigny se había ido a Versalles. Para siempre. El tiempo del amor se había acabado. Era lo razonable. Ya había cumplido los setenta años, y el ardor se había vuelto raro. Y además, Jean necesitaba establecerse para cuando ella ya no estuviera. Así que le había animado a marcharse. De hecho, había conseguido que Luis le nombrara Gran Maestro de Aguas y Bosques de su parque, y le había buscado una buena esposa, una joven burguesa, de familia comerciante, que aportaba al matrimonio una dote magnífica y una casa lujosa en el barrio del Marais. Hacía años que había ido planificando todo aquello, pero ahora que había sucedido le había entrado nostalgia. Nostalgia de Jean, por supuesto, de su compañía y sus consejos, pero sobre todo nostalgia de sí misma, de aquella mujer de pronto lejana para quien el encuentro con un hombre deseado había sido durante tantos años algo sagrado, como una lluvia bendita que cayera del cielo para hacerla sentirse fuerte y afortunada y llena de vida. Qué lástima que el tiempo pasara por encima de los seres aplastándolos y les arrebatara tantas cosas hermosas. Siempre añoraría aquello, el deseo, la seducción, y la ternura, la violencia y el ansia de los encuentros amorosos, el despertar feliz sintiendo un aliento cálido en la nuca, el brazo descansando pesadamente sobre sus pechos, el calor prometedor del sexo del hombre cerca de su propio sexo.

Sabía que debía resignarse a la pérdida de esa parte esplendorosa de sí misma. Y estaba dispuesta a hacerlo. Su razón iluminaba lúcidamente ese camino de renuncia y de penosa dignidad que debía seguir una mujer ya casi anciana. Pero no podía evitar que la tristeza se le hubiera pegado a la piel, como una sucia capa de barro de la que no lograba desprenderse. Y aquel maldito Alcázar, con su maldito tedio y su negrura, no era precisamente el mejor lugar del mundo para sacudirse el fango. Sería bueno dejar de languidecer junto a los fúnebres españoles, irse a Versalles, caminar en medio de espejos contra los que chocaría la luz multiplicándose, sentirse obligada a arreglarse cada día para ser la vieja más distinguida de los salones, entre gente hermosa y dispuesta a celebrar la vida. Ya no tendría amor, pero al menos quería músicas y risas y fiestas y teatros, y no más rosarios, ni reliquias, ni ropas negras.

Pero volver a Versalles era una insensatez. Una idea apetecible, pero disparatada. Habían luchado mucho por España como para abandonarlo todo ahora. Y además, estaba lo del Duque de Orleans. En cuanto Felipe llegase a Francia, quedaría bajo su dominio absoluto. Y Orleans era Lucifer en persona. Entre los innumerables hombres y mujeres ambiciosos que Mariana había conocido a lo largo de su vida —empezando por ella misma—, ninguno le llegaba a la altura de los talones a aquel peligrosísimo sobrino del Rey. No sólo deseaba cosas, poder, riquezas, fama inmortal. Además, lo deseaba en cantidades tan enormes que sus anhelos estaban muy por encima de su verdadero lugar en el mundo. Porque, a pesar de ser infinitamente más inteligente y cultivado que los descendientes directos de Luis, en la línea de sucesión a la corona estaba situado muy lejos de ella. Al menos cuando todos estaban aún vivos. Y él jamás se había resignado a ese destino mediocre. Su camino hacia el poder era desaforado y sangriento, como el de un jinete del Apocalipsis. De hecho, Mariana estaba convencida de que había envenenado a los Delfines y a su hijo, moviendo a su antojo el brazo armado de la Muerte.

Tiempo atrás, también había intentado arrebatarle sus reinos a Felipe. Ella misma había descubierto la intriga y había hecho detener a varios agentes que llevaban cartas y mensajes muy comprometedores para él. Luis, sin embargo, había decidido pasar el asunto por alto, tratando de evitar un escándalo que implicaba a su propia familia. Ahora, cuando Felipe ocupase el trono de Francia, el Duque se convertiría en la arpía situada sobre el respaldo. Y ella sería la siguiente en su lista de cadáveres. Salvo que se retirase antes. Pero no estaba dispuesta a huir dejándole libre el camino. Así que tendría que matarla para alejarla de Felipe. Y lo haría, vaya si lo haría. De hecho, debía de estar deseándolo. La envenenaría como a una rata apestosa. Y aunque no le daba miedo morirse, no deseaba en absoluto que fuese de esa manera tan humillante, haciendo de ella una víctima, ella, que tanto había luchado contra la debilidad y tanto se había esforzado en que nadie nunca la compadeciese. Quería ser un cadáver digno y respetable, y no un pobre cuerpo hinchado, muerto antes de tiempo, que hiciera nacer en las gentes la piedad.

Jamás iba a permitir que las garras de Orleans la destrozaran. No, no podían renunciar a Madrid. Lo que tenían que hacer era firmar la paz enseguida y luego quedarse allí, disfrutando del fruto que tantas batallas y tanta resistencia les habían regalado.

El Monarca clamó:

—¡Ahora quieren que me vaya…! ¡Después de todo lo que hemos pasado…! ¡No pienso abandonar mi trono!

María Luisa preguntó con la voz débil:

—¿No te gusta la idea de reinar en Francia…? Estamos unos años en Turín, y luego nos vamos a Versalles. No suena mal…

Felipe la miró con sorpresa:

—¿De veras? ¿Te apetece que nos olvidemos de todo esto…? —E hizo un amplio gesto con la mano que incluía la habitación, pero también medio mundo.

—Vaya, no sé qué decirte… Tu abuelo te dejaría una gran corona. Y todos te apoyarían. Aquí ya sabes lo que ocurre. La guerra, y lo de los Grandes… Cada vez hay más nobles que se pasan al enemigo… ¿Hubieras pensado alguna vez que ibas a verte obligado a encarcelar al Duque de Medinaceli por traicionarte…? Aunque firmemos la paz y el Archiduque se quede en Viena, me temo que nunca estarán del todo de tu parte. Este trono va a tener siempre un terremoto debajo sacudiéndolo…

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