Luder, escritor ficticio, álter ego del propio Julio Ramón Ribeyro, es un personaje solitario y desencantado. «A Luder lo frecuenté mucho durante los largos años que vivió en París. Ocupaba un viejo departamento en el Barrio Latino sin más compañía que su criada y, por épocas, de una que otra amiga que podía quedarse allí sólo unos días o una larga temporada. En su espaciosa biblioteca, donde pasaba la mayor parte del tiempo leyendo, escribiendo o escuchando música —tan pronto óperas de Verdi como boleros de Agustín Lara— recibía al atardecer muy irregularmente a dos o tres amigos y a los pocos jóvenes autores o estudiantes que habían leído sus raras publicaciones. Estas veladas eran sencillas. Se bebía sólo vino (tinto y burdeos, sobre esto Luder era inflexible) y se hablaba de todo, sin protocolo ni concierto. Era visible que Luder encontraba un vivo placer en estas visitas, pues le permitían salir de su aislamiento y asomarse, aunque fuera por momentos, a una realidad que le era cada vez más extraña y, en muchos aspectos, insoportable».
Julio Ramón Ribeyro
Dichos de Luder
ePUB v2.1
jugaor07.07.12
Título original:
Dichos de Luder
Julio Ramón Ribeyro, 1989.
Diseño de portada: Herman Braun-Vega
Editor original: jugaor
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A Luder lo frecuenté mucho durante los largos años que vivió en París. Ocupaba un viejo departamento en el Barrio Latino sin más compañía que su criada y, por épocas, de una que otra amiga que podía quedarse allí sólo unos días o una larga temporada. En su espaciosa biblioteca, donde pasaba la mayor parte del tiempo leyendo, escribiendo o escuchando música —tan pronto óperas de Verdi como boleros de Agustín Lara— recibía al atardecer muy irregularmente a dos o tres amigos y a los pocos jóvenes autores o estudiantes que habían leído sus raras publicaciones. Estas veladas eran sencillas. Se bebía sólo vino (tinto y burdeos, sobre esto Luder era inflexible) y se hablaba de todo, sin protocolo ni concierto. Era visible que Luder encontraba un vivo placer en estas visitas, pues le permitían salir de su aislamiento y asomarse, aunque fuera por momentos, a una realidad que le era cada vez más extraña y, en muchos aspectos, insoportable.
Con el tiempo estas veladas se fueron espaciando y llegó un momento en que Luder dejó de recibir y de salir. En parte por razones de salud y en parte porque su tendencia a la soledad se había ido exacerbando y lo conducía necesariamente a someterla a pruebas más rigurosas y, diría yo, irrevocables. Fue así que un día convocó a sus amigos más cercanos para anunciarnos que abandonaba París para instalarse en algún lugar del Perú. Poco después liquidó todos sus bienes —que aparte de su biblioteca no tenían mayor valor— y se fue sin despedirse de nadie.
Desde entonces, hace casi dos años, no hemos tenido noticias de él. Que se encuentre —como dicen algunos— en el valle del Urubamba, cerca del Cusco, amancebado con una campesina jovencísima y analfabeta o que haya elegido como refugio —según otros— una caleta pesquera abandonada, es secundario y no viene al caso, pues no es mi propósito fomentar una pesquisa que atentaría contra su voluntad de apartamiento. Sólo quiero recalcar que la partida de Lude nos dejó una inquietud y, para ser sincero, una decepción. A pesar de la forma irónica como siempre se refirió a sus escritos y a la tarea literaria en general, sus amigos confiábamos que, llegado a la madurez, nos dejaría antes de partir algo más importante y sólido que los pocos libros que publicó en editoras marginales o a cuenta de autor. Quizás esa obra la esté escribiendo en su retiro ignorado, pero también es posible que su retiro sea una dimisión —una abdicación, como él diría— de toda responsabilidad literaria.
Este pequeño libro es una recopilación de algunos de sus dichos que anoté cuando conversamos en París o durante sus esporádicas visitas al Perú. Al publicarlos —por amistad, por simpatía u con la esperanza de despertar interés por un autor casi ignorado— he tenido que vencer un escrúpulo: ¿Qué pensaría Luder de esta publicación? ¿La hubiera aprobado? Su viaje intempestivo no me permitió tratar en forma explícita el asunto, pero me acuerdo que en una ocasión le dije que había tomado nota de sus conceptos y que alguna vez los publicaría. “Los conceptos pertenecen al dominio público —me dijo secamente—. Sólo las formas son privadas”. Frase poco clara y discutible, que interpreto a mi favor, si bien comprendo que en sus dichos los conceptos y las formas son inseparables.
París, 1984
J
ULIO
R
AMÓN
R
IBEYRO
—No te desesperes —le dicen a Luder cuando se lamenta por no haber encontrado la compañera ideal a causa de sus achaques y sus manías—. Siempre hay un roto para un descosido.
—Sí, pero yo no soy roto ni descosido: soy un remendado.
—¿Has leído su última novela? —le preguntan, refiriéndose a un autor famoso—. ¡Qué musicalidad, qué ritmo, qué riqueza de voces! ¡Es un verdadero oratorio!
—Que lo cante —responde Luder.
Envidian a Luder porque una o dos veces al mes se amanece conversando con un amigo muy inteligente.
—¡Debe ser una conversación apasionante!
—Ni crean. Como ignoramos más de lo que sabemos, lo único que hacemos es canjear fragmentos de nuestra propia tiniebla interior.
—Ven con nosotros —le dicen sus amigos—. La noche está espléndida, las calles tranquilas. Tenemos entradas el cine y hasta hemos reservado mesa en un restaurante.
—¡Ah, no! —protesta Luder—. Yo sólo salgo cuando hay un grado, aunque sea mínimo, de incertidumbre.
—Se sueña sólo en primera persona y en presente del indicativo —dice Luder—. A pesar de ello el soñador rara vez se ve en sus sueños. Es que no se puede ser mirada y al mismo tiempo objeto de mirada.
Le preguntan a Luder por qué no escribe novelas.
—Porque soy un corredor de distancias cortas. Si corro maratón me expongo a llegar al estadio cuando el público se haya ido.
—Me he enterado que tu nombre unido a ciertos sufijos quiere decir en alemán borrico, ocioso, mequetrefe…
—No me extraña —dice Luder—. Siempre he creído en el carácter profético de los nombres.
Caminando con un amigo Luder se ve reflejado en la vitrina de una tienda.
—Ya me fregué —dice, sobreparándose—. Acabo de darme cuenta que no soy un hombre de hoy sino un letrado de ayer. Hasta en mi manera de caminar arrastro los escombros de mi educación literaria.
Sus amigos se sorprenden de encontrarlo a menudo releyendo los libros de Kafka.
—Es mi tarjador —dice Luder—. En él afilo la punta gastada de mi espíritu.
—Una cualidad que te envidiamos es haber logrado siempre evitar las discusiones —le dicen a Luder.
—No veo por qué. Entrar en una discusión es admitir por anticipado que tu contrincante puede tener la razón.
—Nunca he sido insultado, ni perseguido, ni agredido, ni encarcelado, ni desterrado —dice Luder—. Debo en consecuencia ser un miserable.
—Hay autores que fracasan majestuosamente —dice Luder—. Son como un transatlántico que se va a pique en plena tempestad, con todas sus luces encendidas, entre el ulular de las sirenas. Otros, en cambio, son como el tipo que se ahoga en un estanque fangoso, sin que nadie lo vea, agarrado al mango de una escoba podrida.
—Cuando a Balzac le entra la manía de la descripción —observa un amigo— puede pasarse cuarenta páginas detallando cada sofá, cada cuadro, cada cortina, cada lámpara de un salón.
—Ya lo sé —dice Luder—. Por eso no entro al salón. Me voy por el corredor.
—Es curioso —dice Luder—. En el fondo de los ojos de las personas extremadamente bellas hay siempre un remanente de imbecibilidad.
—Así como hay una palabra que ha dado origen a todas las palabras —dice Luder— debe haber una sentencia que contenga todas las enseñanzas y toda la sabiduría del mundo. Cuando la descubramos el tiempo cesará de existir, pues habremos entrado a la era inmóvil de la perfección.
—Por favor —dice Luder a su criada—. Deja entrar a quien sea, menos a sociólogos barbudos que están haciendo una tesis sobre “El Escritor y su tiempo”.
Le reprochan a Luder no separarse de una amiga que lo atormenta.
—No puedo. A fuerza de padecerlo nuestro infierno personal se nos vuelve imprescindible.
—¿A qué te dedicas ahora? —le preguntan a Luder.
—Estoy inventando una nueva lengua.
—¿Puedes darnos algunos ejemplos?
—Sí: dolor, soñar, libre, amistad…
—¡Pero esas palabras ya existen!
—Claro, pero ustedes ignoran su significado.
Le hacen notar a Luder que nunca ha manifestado celo ni envidia por el triunfo de sus colegas.
—Es verdad. Eso les puede dar una idea de la magnitud de mi soberbia.
—¡No te des tanta prisa! —le reprocha Luder a un amigo que tiene la costumbre de andar siempre muy rápido—. De todas maneras vas a llegar puntualmente a la hora de la cita que tienes concertada con la muerte.
—Un libro magistral —dice Luder— puede ser un agregado de frases banales, del mismo modo que con una sucesión de frases geniales no se hace un libro magistral. En el arte literario, curiosamente, el todo no es la suma de las partes.
—Lo que tú dices suena a viejo —le reprochan a Luder—. Esa música ya la hemos escuchado.
—Sí, pero no con el mismo instrumento.
—¡No, por favor! —protesta Luder, cuando vienen a buscarlo una vez más para que firme un manifiesto humanitarista o participe en un mitin a favor del pueblo oprimido—. Amar a la humanidad es fácil, lo difícil es amar al prójimo.
Se tropiezan con Luder que camina velozmente por los malecones del Sena.
—¿Adónde vas?
—A la plaza de la Concordia. A mediodía le cortan la cabeza de Luis XVI.
—¡Pero eso ocurrió hace dos siglos!
—¡Ah, caramba! —dice Luder mirando su reloj—. Veo que llevaba un ligero retraso.
—Hace tiempo que no se lee nada tuyo —le dicen a Luder—. ¿Has dejado de escribir?
—Les responderé con más precisión: he abdicado.
—¡Ah! —suspira Luder, cogiendo los botines de lana que ha tejido una amiga para el hijo que ha dado a luz—. ¡Tan pequeños zapatitos para medir el mundo!
Un amigo viene a visitar a Luder que está muy enfermo y lo encuentra escribiendo febrilmente.
—¡Cómo! —le pregunta en broma—. ¿Estás escribiendo tu canto del cisne?
—¡Ojalá…! Mi gruñido del puerco.
—Estoy preocupado —dice Luder—. He leído que nuestro nuevo presidente no fuma, ni bebe, ni juega, ni enamora.
—¿Y qué?
—Me espantaría ser gobernado por un hombre que haya ganado un premio de virtud.
—Es extraño —dice Luder, deteniéndose para observar al pequeño hijo de una mendiga callejera—. Miren bien sus ojos: ellos contienen todo el sufrimiento que lo espera, pero también la certidumbre de su venganza.