Esta escalofriante novela, en la que un demonio medieval se dirige directamente al lector con tono mortífero unas veces y seductor otras, es una autobiografía nunca antes publicada que fue escrita en el año 1438. El demonio se ha introducido en las mismísimas palabras de esta historia de terror y ha convertido el libro en un objeto peligroso y lleno de amenazas con la intención de liberarse y ejercer su poder.
El relato del señor B., un brillante y realmente perturbador tour de force de lo sobrenatural, conduce al lector a un íntimo y revelador viaje para descubrir la espeluznante verdad sobre la batalla entre el Bien y el Mal.
Capaz de abordar tanto lo inimaginable como lo indescriptible, Clive Barker revive nuestras pesadillas más profundas y siniestras, creando visiones a la vez estremecedoras, conmovedoras y terroríficas.
«El trabajo de Barker hace que parezca que los demás llevamos dormidos los últimos diez años» —Stephen King
«Barker es a la literatura de terror lo que Borges es a la fantástica: un excepcional subversor de las convenciones del género» —La Guía del Ocio
Clive Barker
Demonio de libro
ePUB v1.0
Creepy26.09.12
Título original:
Mister B. Gone
Clive Barker, 2007.
Traducción: María Sánchez Salvador
Editor original: Creepy
ePub base v2.0
Para Emilian David Armstrong.
Con todo mi amor y agradecimiento a Pamela Robinson
Quema este libro.
Vamos. Rápido, mientras aún quede tiempo. Quémalo. No leas ni una palabra más. ¿Me has oído? Ni una sola palabra más.
¿A qué esperas? No es tan difícil. Simplemente deja de leer y quema el libro. Es por tu propio bien, créeme. No, no puedo explicarte el motivo, no tenemos tiempo para explicaciones. Cada sílaba que permitas que tus ojos recorran te causará más problemas. Y cuando digo problemas, me refiero a cosas tan aterradoras que tu cordura no soportará verlas ni sentirlas. Perderás el juicio. Te convertirás en un vacío viviente, todo lo que alguna vez has sido desaparecerá por no haber hecho algo muy sencillo: quemar este libro.
No importa que te hayas gastado tus últimos ahorros en comprarlo. No, y tampoco importa si fue un regalo de alguien a quien quieres. Créeme, amigo, deberías prender fuego a este libro ahora mismo o te arrepentirás de las consecuencias.
Adelante. ¿A qué estás esperando? ¿No tienes fuego? Pídeselo a alguien. Suplícale. Es una cuestión de fuego o muerte, ¡créeme! ¿Puedes creerme, por favor? No merece la pena arriesgarse a la locura y la condenación eterna por un librejo como este. ¿O acaso la merece? No, por supuesto que no. Así que quémalo. ¡Ahora! No dejes que tus ojos avancen más. Detente aquí.
¡Ay, Dios! ¿Todavía sigues leyendo? ¿Qué ocurre? ¿Crees que te estoy gastando una bromita estúpida? Confía en mí, no es así. Lo sé, lo sé, estás pensando que tan solo se trata de un libro lleno de palabras, como cualquier otro. ¿Y qué son las palabras? Marcas negras sobre papel blanco. ¿Qué puede tener de malo algo tan simple? Si dispusiera de diez siglos para responder a esa pregunta, apenas podría arañar la superficie de los monstruosos hechos que se podrían instigar y exacerbar mediante las palabras de este libro. Pero no tenemos diez siglos. Ni siquiera tenemos diez horas, ni diez minutos. Sencillamente, vas a tener que confiar en mí. Te lo simplificaré todo lo que pueda:
Este libro te hará un daño indescriptible a menos que hagas lo que te estoy pidiendo.
Puedes hacerlo. Simplemente, deja de leer…
¡Ahora!
¿Cuál es el problema? ¿Por qué sigues leyendo? ¿Es porque no sabes quién soy, o qué? Supongo que no puedo culparte. Si yo hubiese cogido un libro y me hubiese encontrado a alguien dentro que me hablase del modo en que yo te estoy hablando ahora mismo, probablemente también me sentiría un poco receloso.
¿Qué puedo decir para que me creas? Nunca he sido de esos tipos con un pico de oro. Ya sabes, de esos que siempre tienen las palabras perfectas para cada situación. Solía escucharlos cuando no era más que un demonio pequeñito y…
¡Infiernos y demonios! Se me ha escapado sin querer. Me refiero a lo de que soy un demonio. Bueno, ahora ya está. Acabarías imaginándotelo tarde o temprano.
Sí, soy un demonio. Mi nombre completo es Jakabok Botch. Sabía lo que significaba, pero lo he olvidado. Antes lo sabía. He estado preso en estas páginas, atrapado en las palabras que estás leyendo ahora mismo y abandonado en la oscuridad la mayor parte del tiempo, amontonado durante muchos siglos en una pila de libros que nunca abría nadie. Ya ves, esta es mi biografía. O, si lo prefieres, mi confesión: un retrato de Jakabok Botch.
No me refiero a un retrato literalmente. No hay ninguna fotografía en estas páginas, lo cual probablemente sea lo mejor, porque no soy demasiado agradable a la vista. Al menos no lo era la última vez que me vi.
De eso hace mucho, pero que mucho tiempo. Cuando era joven y tenía miedo. ¿De qué?, te preguntarás. De mi padre, papá Gatmuss. Trabajaba en las calderas del Infierno y cuando llegaba a casa después del turno de noche estaba de tan mal humor que mi hermana Charyat y yo nos escondíamos de él. Mi hermana era un año y dos meses más joven que yo y, por alguna razón, cuando mi padre la atrapaba, la golpeaba sin cesar y no se quedaba satisfecho hasta que ella lloraba a moco tendido y le suplicaba que parase. Así que empecé a esperarlo. Más o menos a la hora a la que él emprendía el camino de vuelta a casa, yo trepaba por la bajante hasta el tejado y lo esperaba. Reconocía su paso (o su tambaleo, cuando había estado bebiendo) en cuanto doblaba la esquina de nuestra calle. Eso me proporcionaba tiempo para bajar por la tubería, buscar a Charyat y encontrar un lugar seguro adonde ir hasta que él hubiera acabado de hacer lo que siempre hacía cuando, borracho o sobrio, llegaba a casa: pegar a nuestra madre. A veces con las manos desnudas, pero a medida que se iba haciendo viejo empezó a hacerlo con una de sus herramientas de trabajo que siempre traía a casa con él. Ella nunca gritaba ni lloraba, lo cual ponía aún más furioso a mi padre.
Una vez le pregunté a mi madre muy bajito por qué nunca hacía ruido cuando él le pegaba. Alzó la cabeza y me miró. Estaba de rodillas tratando de desatascar el retrete; el hedor era insoportable y las moscas volaban frenéticas por la pequeña estancia.
—Nunca le concedería la satisfacción de saber que me ha hecho daño —respondió.
Doce palabras. Eso era todo lo que tenía que decir al respecto. Pero puso tanto odio y tanta furia en aquellas palabras que fue un milagro que las paredes no se agrietasen y la casa no se derrumbase sobre nuestras cabezas. Sin embargo, ocurrió algo peor: mi padre se enteró.
Aún no he conseguido averiguar cómo se enteró de lo que estábamos diciendo, aunque sospecho que tenía chivatos zumbones entre las moscas. No recuerdo demasiado de lo que nos hizo, excepto que me metió la cabeza en el retrete atascado… Eso sí lo recuerdo. La expresión de su rostro también está grabada en mi memoria.
¡Demonios, qué feo era! En la mejor de sus épocas bastaba con verlo para que los niños salieran corriendo y chillando y los viejos diablos se agarraran el corazón y cayeran al suelo fulminados. Era como si cada uno de los pecados que había cometido hubiera dejado una marca en su rostro. Tenía los ojos pequeños y la carne que los rodeaba estaba hinchada y llena de magulladuras. Su boca era grande como la de un sapo, con los dientes de un tono amarillento tirando a marrón y puntiagudos, como los de un animal salvaje. También apestaba como un animal, como un animal muy viejo y muy muerto.
Y esa era mi familia: mamá, papá Gatmuss, Charyat y yo. No tenía amigos; los demonios de mi edad no querían que los vieran conmigo. Como procedía de una familia tan desastrosa, se avergonzaban de mí: me tiraban piedras para que me alejara de ellos, o excrementos. Así que, para no convertirme en un lunático, escribía todas mis frustraciones sobre cualquier cosa en la que pudiera hacerlo (papel, madera, incluso trozos de ropa) que luego escondía bajo una tabla suelta del suelo de mi cuarto. Me volcaba completamente en aquellas páginas. Fue la primera vez que comprendí el poder de lo que tú estás mirando ahora mismo: las palabras. Con el tiempo, me di cuenta de que si escribía en mis páginas todas las cosas que deseaba hacer a los niños que me humillaban, o a papá Gatmuss (tenía algunas buenas ideas sobre cómo hacer que se arrepintiera de sus brutalidades), entonces la ira no dolía tanto. A medida que iba creciendo y las chicas que me gustaban me arrojaban piedras del mismo modo que sus hermanos habían hecho unos años atrás, regresaba a casa y me pasaba media noche escribiendo sobre cómo me vengaría algún día. Llené páginas y páginas con todos mis planes y conspiraciones, hasta que acumulé tantas que apenas tenía espacio para acomodarlas en mi escondrijo bajo la tabla.
Debería haber pensado en otro lugar, uno más grande, para mantenerlas a salvo, pero había usado aquel hueco durante tanto tiempo que no me preocupé. ¡Estúpido, estúpido! Un día llegué a casa del colegio, corrí escaleras arriba y descubrí que todos mis secretos, mis
Páginas de Venganza
, habían sido desenterradas y estaban amontonadas en medio del cuarto. Yo nunca me había arriesgado a sacarlas de su escondite todas a un tiempo, así que fue la primera vez que las veía todas juntas. Había muchísimas; cientos. Por un minuto me sorprendí, incluso me enorgullecí de haber escrito tanto.
Entonces entró mi madre, con un aspecto tan furioso que supe que iba a recibir la paliza de mi vida por aquello.
—Eres una criatura egoísta, malvada y horrible —me dijo—. Ojalá no hubieras nacido.
Traté de mentirle:
—Es solo una historia que estoy escribiendo —le contesté—. Sé que ahora mismo hay nombres reales ahí, pero era solamente hasta que encontrase otros mejores.
—Lo retiro —respondió mi madre y, por un momento, creí que mi excusa había surtido efecto; pero no—. Eres una criatura mentirosa, egoísta, malvada y horrible. —Sacó un cucharón de madera que llevaba oculto a la espalda—. ¡Te voy a pegar tan fuerte que nunca más, nunca más, ¿me oyes?, volverás a perder el tiempo inventando crueldades!
Sus palabras me trajeron a la mente otra mentira. Pensé:
Voy a intentarlo, ¿por qué no? Me pegará de todos modos, así que ¿qué puedo perder
? Y le dije:
—Sé lo que soy, mamá. Soy parte de la demonidad. Tal vez solo sea uno pequeño, pero soy un demonio después de todo. ¿Acaso no es verdad?
Ella no respondió, así que continué:
—Y pensé que se suponía que tenía que ser egoísta y malvado y todo lo demás que has dicho que soy. Escucho a los demás niños hablar de ello todo el rato, de las cosas terribles que van a hacer cuando terminen el colegio: de las armas que van a inventar y a vender a la especie humana, y de las máquinas de ejecución. Eso es lo que de verdad me gustaría hacer: me gustaría crear la mejor máquina de ejecución que nunca se haya…
Me detuve. Mamá tenía un aspecto desconcertado.
—¿Qué ocurre?
—Solo me preguntaba cuánto tiempo te voy a dejar seguir diciendo tonterías antes de darte una bofetada que te devuelva el juicio. ¡Máquinas de ejecución! ¡No tienes cerebro suficiente para semejante cosa! Y sácate las puntas de tus colas de la boca, te vas a pinchar en la lengua.