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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (11 page)

—¿Oskar? ¿Estás dormido?

—Mmm.

—Sólo quería decirte que… vaya vecinos que nos han tocado. ¿Has oído?

—No.

—Hombre, tienes que haberlo oído. Pero si él estaba gritando y dio un portazo como un loco. Dios mío. A veces se alegra una de no tener ningún hombre. Pobre mujer. ¿La has visto?

—No.

—Ni yo. Bueno, ni a él tampoco si vamos a eso. Las persianas están todo el día bajadas. Probablemente alcohólicos.

—Mamá.

—¿Sí?

—Ahora quiero dormir.

—Sí, perdona, hijo. Sólo que me he puesto tan… Buenas noches. Que duermas bien.

—Mmm.

Su madre se fue y cerró la puerta con cuidado. ¿Alcohólicos? Era muy probable.

El padre de Oskar era alcohólico crónico; era por eso por lo que su padre y su madre ya no estaban juntos. Su padre también podía sufrir esos arrebatos de furia cuando estaba borracho. Eso sí, no pegaba nunca, pero podía gritar hasta quedarse afónico, dar portazos y romper cosas.

Aquel pensamiento alegró de alguna manera a Oskar. Feo, pero era la verdad. Si el padre de Eli era bebedor tenían algo en común, algo que compartir.

Oskar puso otra vez la frente y las manos en la pared.

Eli, Eli. Yo sé cómo lo estás pasando. Te voy a ayudar. Te voy a salvar. Eli…

Los ojos desorbitados miraban ciegos el techo del túnel. Håkan apartó unas cuantas hojas secas y apareció el jersey rosa que Eli solía llevar puesto, tirado sobre el pecho del hombre. Håkan lo recogió, pensó llevárselo a la nariz para olerlo, pero se contuvo cuando advirtió que el jersey estaba mojado.

Volvió a soltar el jersey sobre el pecho del hombre, sacó la petaca y dio tres tragos. El aguardiente se deslizó como una lengua de fuego por su garganta, lamiéndole hasta las paredes del estómago. Las hojas crujieron bajo su culo cuando se sentó en el frío empedrado y miró al muerto.

Había algo raro en la cabeza.

Rebuscó en su bolsa, encontró la linterna. Se aseguró de que no venía nadie por el camino del parque, encendió la linterna y alumbró al muerto. El rostro parecía de un color amarillo pálido a la luz de la linterna, la boca colgaba entreabierta, como si fuera a decir algo.

Håkan tragó saliva. Sólo pensar que aquel hombre había estado más cerca de su amada de lo que él había llegado a estar nunca le daba náuseas. Echó de nuevo mano a la petaca, como si quisiera quemar la súbita angustia, pero se detuvo.

El cuello.

Alrededor del cuello tenía como una gargantilla ancha y roja. Håkan se inclinó sobre él y vio la herida que Eli había abierto para llegar a la sangre,

Los labios contra la piel.

pero eso no explicaba la gargan… tilla…

Håkan apagó la linterna y al ir a tomar aire se fue involuntariamente hacia atrás en aquel espacio tan reducido, raspándose en la mancha rala de su coronilla. Apretó los dientes para contener el dolor.

La piel del hombre había reventado porque… porque le habían retorcido el cuello. Una vuelta completa. La nuca estaba rota.

Håkan cerró los ojos, hizo unas respiraciones rítmicas para calmarse y frenar el impulso de salir corriendo de allí, lejos… de aquello. El techo del puente le rozaba la cabeza; debajo, el empedrado. A derecha e izquierda el camino del parque por el que podía llegar gente que llamara a la policía. Y delante de él…

No es más que una persona muerta.

Sí. Pero… la cabeza.

No le gustaba saber que la cabeza estaba suelta. Iba a caer hacia atrás, tal vez desprenderse si levantaba el cuerpo. Se puso en cuclillas y apoyó la frente en las rodillas. Aquello lo había hecho su amada. Sólo con las manos.

Sintió un cosquilleo de malestar en la garganta al imaginarse el sonido. El crujido cuando retorció la cabeza. No quería tocar aquel cuerpo otra vez. Se quedaría allí sentado. Como Belaqua al pie de la montaña del purgatorio, esperando el amanecer, esperando…

Dos personas venían andando desde el metro. Se echó entre las hojas, al lado del muerto, con la frente contra las piedras heladas.

¿Por qué? ¿Por qué aquello… de la cabeza?

El contagio. No debía alcanzar al sistema nervioso. Había que cerrar el cuerpo. Era todo lo que había conseguido saber. No lo había entendido. Ahora sí.

Los pasos se volvieron más rápidos, las voces más bajas. Subieron por las escaleras. Håkan se sentó de nuevo, observó los rasgos de la cara muerta y con la boca abierta. ¿Habría sido posible que aquel cuerpo se levantara y se sacudiera las hojas si no hubiera sido… cerrado?

Soltó una carcajada estrepitosa que revoloteó como un gorjeo de pájaros bajo el techo del puente. Se llevó la mano a la boca y apretó con tanta fuerza que se hizo daño. La imagen del cadáver levantándose de entre el montón de hojas y con movimientos somnolientos quitándose las hojas muertas de la chaqueta.

¿Qué iba a hacer con el cuerpo?

Unos ochenta kilos de músculos, grasa y huesos que había que ocultar. Moler. Picar. Enterrar. Quemar.

El crematorio.

Claro. Llevar el cuerpo hasta allí, meterse dentro y quemarlo a escondidas. O simplemente dejarlo a las puertas como un bebé abandonado, esperar a que tuvieran tantas ganas de hacer fuego que pasaran de llamar a la policía.

No. No había más que una alternativa. El camino del parque, a la derecha, bajaba por el bosque hasta el hospital. Hasta el agua.

Embutió el jersey ensangrentado en la cazadora del cadáver, se echó la bolsa al hombro y colocó las manos bajo la cabeza y la espalda del muerto. Se levantó haciendo equilibrios. La cabeza del cadáver cayó hacia atrás en un ángulo imposible y las mandíbulas se le cerraron con un chasquido.

¿Cuánto habría hasta el agua? Algunos cientos de metros, quizá. ¿Y si llegaba alguien? Que fuera lo que tuviera que ser. En ese caso, se acabó. En cierto modo estaría bien.

Pero no llegó nadie y ya abajo, en la orilla, trepó sudando la gota gorda por el tronco de uno de los sauces llorones que se inclinaban sobre el agua, casi paralelo a la superficie. Con dos trozos de cuerda había atado dos piedras grandes a los pies del cadáver.

Con otro más largo hizo una lazada alrededor del pecho del muerto, lo arrastró sobre el agua todo lo lejos que pudo y soltó la cuerda.

Se quedó un rato en el tronco del árbol con los pies colgando a un palmo del agua, mirando la negra superficie rota por las burbujas, cada vez más escasas.

Lo había hecho.

A pesar del frío, el sudor le escocía en los ojos y le dolían todos los músculos del cuerpo tras el esfuerzo, pero lo había hecho. Justo bajo sus pies estaba el cuerpo muerto, oculto para el mundo. Había dejado de existir. Las burbujas ya no subían y no había nada… nada que indicara que el cadáver estaba allí abajo.

En la superficie del agua se reflejaban algunas estrellas.

Segunda Parte - Ultraje

… y se dirigieron hacia tierras donde Martin

nunca había estado,

lejos de Tyska Botten

y de Blackeberg, donde estaba el límite del mundo conocido.

Hjalmar Söderberg
,
La infancia de Martin Bircks

Pero aquel cuyo corazón una ninfa del bosque robó

nunca jamás lo recuperará.

Sueños a la luz de la luna su alma hilvanará,

amar a una esposa él no podrá…

Viktor Rydberg
,
La ninfa del bosque

El domingo, los periódicos publicaron información más detallada sobre el asesinato de Vällingby. El titular decía: «¿FUE VÍCTIMA DE UNA MUERTE RITUAL?». Fotos del chico, de la hondonada del bosque. El árbol. El asesino de Vällingby no era YA el tema de conversación en boca de todos. En la hondonada del bosque las flores se habían marchitado y las velas se habían apagado. La cinta rojiblanca de la policía había desaparecido, y las huellas que hubieran podido encontrar estaban a salvo.

El artículo del domingo puso de nuevo en marcha la discusión. El epíteto «ritual» llevaba implícito que estaba llamado a ocurrir de nuevo, ¿o no? Un ritual es precisamente algo que se repite.

Todos los que alguna vez habían pasado por ese camino, o cerca, tenían algo que contar: lo desagradable que era esa zona del bosque. O lo tranquila y bonita que resultaba. Nadie habría podido imaginar algo así.

Todos los que habían conocido al chico, aunque fuera de lejos, contaban lo bueno que parecía y lo malvado que debía ser el asesino. Se utilizaba de buena gana el caso como ejemplo de otros en que estaría justificada la pena de muerte, aunque uno, en principio, estaba en contra de ella.

Faltaba una cosa. Una foto del asesino. Uno se quedaba mirando la hondonada vacía, la cara sonriente del muchacho. A falta de una imagen de la persona que había hecho aquello, era como si hubiera ocurrido… solo.

No era suficiente.

El lunes 26 de Octubre la policía filtró a la radio y a los periódicos de la mañana que habían descubierto el que era el mayor alijo de drogas hallado en Suecia. Habían cogido a cinco libaneses.

Libaneses.

Eso al menos era algo que se podía entender. Cinco kilos de heroína. Y cinco libaneses. Un kilo por libanés.

Para colmo, los libaneses vivían de los seguros sociales suecos mientras introducían la droga. Es cierto que tampoco había ninguna foto de los libaneses, pero no hacía falta. Ya sabe uno cómo parecen los libaneses. Árabes. No digas más.

Se especuló con la idea de que el asesino fuera también un extranjero. Era muy posible. ¿No tenían alguna especie de rituales de sangre en esos países árabes? El islam. Mandaban a sus hijos con una cruz de plástico, o lo que fuera, al cuello. Para desactivar las minas, según decían. Gente cruel. Irán, Irak. Los libaneses.

Pero el lunes la policía dio a conocer un retrato robot del asesino que alcanzó a salir en los periódicos de la tarde. Una niña lo había visto. Se habían tomado su tiempo, habían sido prudentes al reproducir la imagen.

Un sueco normal y corriente. Con un aspecto parecido al de un fantasma. La mirada vacía. Todos estuvieron de acuerdo en que ése era exactamente el aspecto de un asesino. Ningún problema para imaginarse aquella cara tipo máscara llegando sigilosamente a la hondonada y…

Todos los de Västerort que se parecían al retrato robot tuvieron que soportar largas y escrutadoras miradas. Se iban a casa a mirarse en el espejo, pero no encontraban ni el más mínimo parecido. Por la noche, en la cama, pensaban si no deberían cambiar de aspecto al día siguiente, claro que a lo mejor eso podría parecer sospechoso.

No habían tenido ninguna necesidad de estar preocupados. La gente iba a tener otra cosa en qué pensar. Suecia iba a convertirse en otro país. Una nación
ultrajada. É
sa era la palabra que se usaba todo el tiempo: ultraje.

Mientras los que se parecen al retrato robot están acostados en sus camas pensando en un nuevo peinado, un submarino soviético ha quedado encallado muy cerca de Karlskrona. Sus motores rugen y retumban en todo el archipiélago intentando salir de allí. Nadie sale para averiguar nada.

Lo van a descubrir por casualidad el miércoles por la mañana.

Miércoles 28 de Octubre

La escuela era un hervidero de comentarios a la hora de la comida. Un profesor lo había oído en la radio durante el recreo, lo había contado en clase y en el recreo de la comida lo sabía todo el mundo. Habían llegado los rusos.

El gran tema de conversación entre los chicos durante la última semana había sido el asesino de Vällingby. Varios lo habían visto, alguno aseguraba incluso que había sido atacado por él.

Habían visto al asesino en cada tipo raro que pasó cerca de la escuela. Cuando en el patio apareció un hombre mayor con la ropa manchada, los chicos corrieron gritando a esconderse dentro. Los más gallitos se armaron con palos de hockey, preparados para cargárselo. Por fortuna, alguien reconoció al hombre como uno de los borrachines de la plaza. Lo dejaron marchar.

Pero ahora eran los rusos. No se sabía mucho de los rusos. Estaban una vez un alemán, un ruso y Bellman. En hockey eran mejores. Se llamaban la Unión Soviética. Ellos y los americanos eran los que hacían viajes al espacio. Los americanos habían fabricado la bomba de neutrones para protegerse de los rusos.

Oskar estaba discutiendo el asunto con Johan en el recreo de la comida.

—¿Crees que los rusos tienen también la bomba de neutrones?

Johan se encogió de hombros.

—Seguro. A lo mejor tienen una en ese submarino.

—¿No hay que tener aviones para tirar bombas?

—No. Las tienen en cohetes que vuelan sin más adonde sea.

Oskar alzó la vista al cielo.

—¿Y se pueden llevar en un submarino?

—Es lo que tiene. Se pueden llevar donde se quiera.

—Las personas mueren y a las casas no les pasa nada.

—Exacto.

—Me pregunto qué pasará con los animales. Johan reflexionó un momento.

—Seguro que se mueren también. Por lo menos los grandes.

Estaban sentados en el borde de la arena donde no jugaba ningún niño pequeño en aquel momento. Johan cogió una buena piedra y la tiró haciendo saltar la arena.

—¡Pum! Todos muertos.

Oskar cogió una piedra más pequeña.

—¡No! ¡Ahí queda un superviviente! ¡Pshiuuu! ¡Misil en la espalda!

Tiraron piedras y chinas, asolaron todas las ciudades de la tierra hasta que oyeron una voz detrás de ellos.

—¿Qué cojones estáis haciendo?

Se dieron la vuelta. Jonny y Micke. Era Jonny el que había hablado. Johan tiró la piedra que tenía en la mano.

—Nada. Sólo estábamos…

—No te he preguntado a ti. ¿Cerdo? ¿Qué estabais haciendo?

—Tirando piedras.

—¿Por qué?

Johan se había echado para atrás, estaba ocupado atándose los cordones.

—Porque… nada.

Jonny miró hacia la arena y extendió el brazo de tal manera que Oskar se estremeció.

—Aquí juegan los niños pequeños. ¿Es que no lo entiendes? Estás estropeando la arena.

Micke meneaba la cabeza apenado.

—Pueden caerse y darse en las piedras.

—Cerdo, ya puedes quitar ahora mismo esas piedras.

Johan estaba todavía ocupado con los zapatos.

—¿Me has oído?
Que quites ahora mismo esas piedras.

Oskar se quedó parado, no sabía qué postura adoptar. Estaba claro que a Jonny la arena le importaba un bledo. No era más que lo de siempre. Tardaría por lo menos diez minutos en quitar todas las piedras que habían tirado, Johan no iba a ayudar. Sonaría la campana de entrada de un momento a otro.

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