Read Dafnis y Cloe Online

Authors: Longo

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Dafnis y Cloe (11 page)

BOOK: Dafnis y Cloe
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Muy confiado estaba Dafnis en que alcanzaría grandes elogios por las cabras. Las tenía en doble número de las que le habían entregado; el lobo no se había llevado ninguna, y todas estaban más lucias y medradas que las ovejas. Deseoso, no obstante, de hacerse propicio al amo para que consintiese en la boda, ponía el mayor cuidado y solicitud en llevar a pacer las cabras apenas amanecía, y en volver al aprisco tarde. Dos veces al día las llevaba a beber, y siempre buscaba para ellas los mejores pastos. Se procuró barreños y tarros nuevos, muchas colodras y zarzos más capaces. Y llegó a tal punto su esmero, que barnizó con aceite los cuernos a las cabras, y al pelo le sacó lustre. Al ver cabras tan compuestas, las hubiera tomado cualquiera por el propio sagrado rebaño del dios Pan. Compartía Cloe estos afanes con Dafnis, y, descuidadas sus ovejas, sólo a las cabras atendía, de suerte que imaginaba Dafnis que, por emplearse en ellas Cloe, se ponían tan hermosas.

Atareados andaban en esto, cuando llegó de la ciudad segundo mensajero con orden de vendimiar cuanto antes. Él debía quedarse allí hasta que las uvas se hicieran mosto, y entonces volver a la ciudad para acompañar al amo, que no vendría hasta el fin del otoño. A este mensajero, que se llamaba Eudromo, porque su oficio era correr, le trataban todos con la mayor consideración. Entretanto, cogieron las uvas, las acarrearon al lagar, y echaron el mosto en las tinajas, no sin dejar en las cepas los racimos más gruesos, a fin de que los que iban a venir disfrutasen algo y tuviesen cierta idea de la vendimia.

Cuando Eudromo preparaba su regreso a la ciudad, Dafnis le hizo cuantos regalitos podían esperarse de un cabrero: le dio quesos bien cuajados, un cabrito recién nacido y una blanca piel de cabra, de pelo largo, para que se abrigase durante el invierno en sus caminatas. Eudromo quedó harto pagado del obsequio, y prometió a Dafnis decir de él al amo mil cosas buenas. Se fue, pues, a la ciudad muy amigo de Dafnis.

Se quedó éste receloso y asustado. Y no era menor el miedo de Cloe, porque él era un muchachuelo, sólo acostumbrado a ver cabras y riscos, y a tratar con gente rústica y con Cloe, y ahora tenía que ver al señor, de quien ignoraba antes hasta el nombre. Todo se le volvía cavilar cómo se acercaría al señor y le hablaría; y su corazón se azoraba al pensar en que la boda pudiera desvanecerse como un sueño. De aquí que los besos fuesen más frecuentes, y los abrazos más largos y apretados; pero se besaban con timidez y se abrazaban con tristeza y a hurtadillas, como si el amo estuviera allí y pudiera verlos.

En medio de estas desazones tuvieron un disgusto más grave. Un vaquero de aviesa condición, llamado Lampis, había pedido a Dryas la mano de Cloe, y le había hecho muchos regalos a fin de que conviniese en el casamiento. Sabedor Lampis de que Dafnis la tendría por mujer, si no se oponía el amo, buscó trazas de enemistarle con él, y como lo que más le agradaba era el huerto, resolvió afearle y destrozarle. Si se ponía a talar el arbolado, podrían oír el ruido y sorprenderle, y así prefirió arrancar las flores. Guarecido, pues, por la obscuridad de la noche, saltó por cima de la cerca, arrancó unas plantas y quebró otras, y holló y pisoteó las demás, como los cerdos. Después se fugó con cautela y sin que le viesen.

No bien vino el día, entró Lamón en el huerto para regar las flores con el agua de la fuente, y al ver aquella desolación, que no la hubiera hecho más cruel un ladrón forajido, se desgarró el sayo y puso el grito en el cielo, con tal furor, que Mirtale, soltando la hacienda que traía entre manos, y Dafnis, abandonando las cabras que llevaba a pacer, acudieron a saber lo que pasaba. Al saberlo, gritaron también y se echaron a llorar. Y no era maravilla que, temerosos del enojo del señor, hiciesen aquel duelo por las flores. Un extraño, si hubiera pasado por allí, hubiera llorado como ellos. Aquel sitio había perdido su gracia y su adorno. No quedaba sino fango y broza. Si alguna flor se había salvado de la injuria, resplandecía aún y estaba hermosa, aunque mustia y tronchada. Las abejas revolaban en torno, y sonaba a lamentación su incesante susurro.

Lamón decía, lleno de angustia: «¡Ay de mis rosales, que me los han roto! ¡Ay de mis violetas pisoteadas! ¡Ay de mis jacintos y narcisos, arrancados de raíz por algún mal hombre! Vendrá la primavera y no renacerán mis flores; vendrá el verano y no desplegarán su pompa y lozanía; vendrá el otoño, y nadie hará con ellas guirnaldas y ramilletes. Y tú, señor Baco, ¿por qué no tuviste piedad de las infelices, entre las que habitabas, a las que veías, y con las que te coroné tantas veces? ¿Con qué cara enseñaré ahora el huerto al amo? ¿Qué dirá al verle? Sin duda mandará ahorcar de un pino a este viejo sin ventura, como ahorcaron a Marsyas. ¿Y quién sabe si no ahorcarán conmigo a Dafnis, creyendo que por descuido suyo hicieron el destrozo las cabras?».

Con tales lamentaciones se acongojaban más y más, y no lloraban por las flores, sino por ellos mismos. Cloe sollozaba y gemía como si Dafnis hubiese de ser ahorcado; pedía al cielo que el señor ya no viniese, y pasaba días amargos imaginando que por lo menos azotarían a su amigo.

Aquella noche llegó Eudromo con la noticia de que el señor mayor sólo tardaría ya tres días en venir, y de que su hijo estaría allí al día siguiente. Se pusieron entonces a discurrir cómo salir de aquel apuro, y pidieron consejo a Eudromo, el cual tenía buena voluntad a Dafnis, y fue de parecer que declarasen primero al señor mozo lo que había pasado, pues él prometía interceder en favor de ellos, ya que dicho señor le quería y estimaba por ser su hermano de leche. Ellos convinieron en hacerlo así.

Al día siguiente el señor mozo, que se llamaba Astilo, llegó a caballo, en compañía de su parásito Gnatón. Este afeitaba sus barbas hacía no pocos años. Astilo era un mancebo barbiponiente. Lamón, seguido de Mirtale y de Dafnis, se prosternó a los pies del amo mozo, y le rogó se compadeciese de un viejo infortunado y le salvase de la ira de su padre, pues él de nada tenía culpa. Luego le contó el caso sin rodeos. Astilo tuvo piedad del suplicante; fue al huerto; vio el estrago causado en las flores, y prometió que para disculpar a Lamón y a Dafnis supondría que sus caballos se habían desatado del pesebre, pisoteándolo todo, desgajándolo y arrancándolo. Lamón y Mirtale, consolados con esto, colmaron al joven de bendiciones, y Dafnis, además, le hizo varios presentes: chivos, quesos, racimos con pámpanos aún, nidos de pájaros y manzanas con rama y hojas. Sobresalía entre estos presentes el vino de Lesbos, que huele a flores y es el más grato al paladar de cuantos se beben. Astilo encareció la bondad de todo, y se fue a cazar liebres, como mancebo rico, que sólo pensaba en divertirse, y que había venido al campo a disfrutar de nuevos placeres.

Gnatón, por el contrario, no hallaba placer sino en la comida y en beber hasta emborracharse: era como un sumidero, todo gula, y todo lascivia y pereza. Así fue que no quiso ir a cazar con Astilo, y para entretener el tiempo, bajó hacia la playa donde se encontró a Dafnis guardando su ganado. Junto a Dafnis estaba Cloe, hermosa como nunca. La vio Gnatón, y quedó al punto prendado de ella. Pensó que en la ciudad no había visto jamás más linda moza. Dafnis, a quien apenas apuntaba el bozo, y que parecía más niño y más dulce aún de lo que era, no infundió el menor respeto al parásito. Y como la zagala era sencilla y humilde, juzgó fácil empresa deslumbrarla y lograrla. A este fin, empezó por elogiar sus ovejas; luego la elogió a ella; luego trató de alejar a Dafnis, y no pudo conseguirlo; y, por último, movido de una pasión que a los cuerdos roba la prudencia, tomó a Cloe entre sus brazos y la besó repetidas veces, aunque ella se resistía. Dafnis acudió a interponerse, y se interpuso entre ambos cuando Gnatón quería renovar los besos, haciendo poca cuenta de quién se le oponía, y creyéndole débil, o tan respetuoso que el respeto le ataría las manos. Por dicha no fue así: Dafnis rechazó a Gnatón con tremendo brío, y como Gnatón, según su costumbre, estaba borracho y poco firme sobre sus piernas, dio consigo en el suelo cuan largo era, donde Dafnis, ciego de cólera, le pateó a su sabor y con alguna saña. Viendo después que el vencido y pateado no bullía, Dafnis tuvo miedo de su proeza y echó a huir, seguido de Cloe, dejando el hato en abandono.

Con la afrenta y el dolor se le disiparon un poco a Gnatón los vapores del vino; calculó que era muy ridículo quejarse y contar lo que había ocurrido, y determinó callárselo; pero más empeñado que antes en conseguir su propósito, resolvió pedir a Astilo, que nada le negaba, que se llevase a Dafnis a la ciudad, y quedase él luego algún tiempo en aquel campo, donde ya sin estorbo podría lograr a Cloe. Por lo pronto, sin embargo, no pudo Gnatón hallar momento oportuno de hacer su petición. Dionisofanes y su mujer Clearista acababan de llegar, y todo era ruido y alboroto de caballerías y criados, de hombres y mujeres, Gnatón tuvo tiempo de preparar un elegante y prolijo discurso, en que pintaba a Astilo su amor a fin de conmoverle.

Dionisofanes tenía ya entrecanos barba y cabellos; pero era un señor alto y hermoso, y tan robusto, que daría envidia a los mancebos. Era además rico como pocos, y muy digno y respetable. Lo primero que hizo, el día en que llegó, fue sacrificar a los dioses que gobiernan las cosas campestres: a Ceres, a Baco, a Pan y a las Ninfas. Luego dio un banquete a todas las personas que estaban allí. En los días siguientes inspeccionó los trabajos de Lamón. Y habiendo visto en los campos los hondos surcos del arado, la lozanía de pámpanos en las viñas y el huerto tan ameno (pues en lo tocante al estrago de las flores Astilo tomó para sí la culpa), se alegró mucho, alabó a Lamón y le prometió la libertad.

Después de esto, fue a ver las cabras y a ver al cabrero que las cuidaba. Cloe se escondió entre la arboleda, temerosa y avergonzada de aquel gentío. Dafnis quedó solo, y se mostró revestido de una peluda piel de cabra y llevando un zurrón flamante al hombro, en la mano izquierda quesos recién cuajados y en la derecha dos cabritillos de leche. Ni Apolo, cuando estuvo de pastor al servicio de Laomedonte, apareció tal como entonces apareció Dafnis, quien, lleno de rubor, sin hablar palabra y los ojos inclinados al suelo, presentó sus dones. Lantón dijo: «Este ¡oh, señor!, es tu cabrero. Me entregaste cincuenta cabras y dos machos, y él las ha aumentado hasta ciento. ¡Mira qué gordas y lucías están, qué pelo tan largo y espeso, y qué cuernos tan enteros y sanos! Estas cabras, además, han aprendido la música, y al son de la zampoña lo hacen todo».

Clearista, que estaba allí presente, deseó ver aquella habilidad de las cabras, y mandó a Dafnis que tañese la zampoña como solía, ofreciendo en premio, si lo hacía bien, regalarle camisas, un sayo y un par de zapatos. Dafnis, al punto, puestos todos en cerco en torno de él, y de pie él bajo la copa del haya, sacó la zampoña del zurrón, y apenas la hizo sonar un poco, las cabras se pararon atentas y levantaron las cabezas. Después tocó el roque del pasto, y las cabras bajaron las cabezas y pacieron. Dio enseguida la zampoña un son blando y suave, y las cabras se echaron. Luego fue agudo el son, y las cabras huyeron al soto como perseguidas por un lobo. Tocó, por último, llamada, y, saliendo del soto, las cabras todas corrieron a echarse a sus pies. Nadie vio jamás siervo alguno que obedeciese más listo a una señal de su amo. De aquí que todos los circunstantes se quedaron pasmados, y sobre todos Clearista, la cual juró que daría más de lo ofrecido a aquel cabrero tan músico y tan guapo. Después todos se fueron a la quinta y comieron, y enviaron a Dafnis de la comida de los señores. Él la compartió con su zagala, muy complacido de probar los manjares de la ciudad, y con grandes esperanzas de lograr el permiso, de los amos para su casamiento.

Gnatón, entretanto, más obstinado aún en su amor, a pesar de la pateadura, y creyendo que su vida sin Cloe sería amarga y sin objeto, se aprovechó de un instante en que Astilo se paseaba en el huerto a sus solas; le llevó al templo de Baco, y le besó las manos y los pies. Astilo le preguntó por qué hacía tales extremos; le mandó que se explicase, y juró darle auxilio en su cuita. «Ya se perdió y pereció Gnatón, mi amo, dijo Gnatón entonces. Yo, que hasta aquí no amaba más que una buena mesa, y nada hallaba más lindo y apetitoso que el vino añejo, y estimaba a tu cocinero más digo o de adoración y de afecto que a todas las muchachas de Mitilene, sólo juzgo ahora digna y amable a la zagala Cloe. Yo me abstendría de comer todos los delicados manjares que de ordinario se sirven en tu casa, carnes, pescados, bollos y confites de miel, y, convertido en corderito, me alimentaría de la hierba, dejándome guiar por la voz de Cloe y por su cayado. Salva a tu Gnatón; vence su amor invencible. De lo contrario, lo juro por el dios de mi mayor devoción, agarro un cuchillo, me lleno bien la panza de comida, me mato a la puerta de Cloe, y no tendrás a quién llamar Gnatoncillo, jugando y burlando, como es tu costumbre».

No pudo aquel magnánimo mancebo, que además conocía lo que son penas de amor, ver sin piedad las lágrimas de Gnatón, que de nuevo le besaba los pies. Prometiole, pues, que pediría a Dafnis a su padre y que se le llevaría a la ciudad como criado, dejando a Cloe sin aquel estorbo, a fin de que Gnatón la tuviese a todo su talante. Deseoso luego Astilo de embromar a Gnatón, le preguntó, riendo, si no le daba vergüenza de amar a una rústica y de acostarse con una zagala que por fuerza había de oler pícaramente. Pero Gnatón, que había aprendido en los banquetes de mozos alegres y enamorados cuanto hay que saber y decir en la materia, contestó defendiéndose: «El que ama, señor mío, no repara en nada de eso. No hay en el mundo objeto que no pueda inspirar una pasión, con tal de que en él resplandezca la hermosura. Ha habido amadores de una planta, de un río y de una fiera. ¿Y quién más digno de lástima que el amador a quien infunde miedo el amado? En cuanto a mí, si la que amo es por la suerte de servil condición, por la belleza es y puede ser señora. Sus cabellos son rubios como las espigas granadas; sus ojos brillan bajo las cejas como piedras preciosas en engaste de oro; su cara está teñida de suave rubor, y en su fresca boca se ven dientes como el marfil de blancos. ¿Quién tan insensible al amor, que no anhele besar tal boca? En esto de amar a las pastoras y gente del campo, ¿qué hago yo más que imitar a las deidades? Vaquero fue Anquises, y Venus le tomó para querido. Pitis, amada de Pan y de Bóreas, y Maya misma, tan amada de Júpiter, ¿eran al cabo más que pastoras? No menospreciemos a Cloe porque lo es, sino demos gracias a los dioses de que, enamorados de ella, no nos la roban y se la llevan al cielo».

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