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Authors: Clemente Palma

Tags: #Clásico, Cuento, Fantástico

Cuentos malévolos (7 page)

ENVÍO

Quería usted que yo escribiera un cuento con
moraleja
, pues opina usted que la mayoría de lo que he escrito carecen de ella o tienen lo que usted, con mucho
esprit
, llama
inmoraleja
. Creo haberla complacido con el cuento de marionetes que acaba de leer. La moraleja es fácil de desentrañar: en amor no debe llegarse a la posesión, a la apreciación exacta del objeto amado. Poseer o conocer es matar la ilusión; es odiar, es encontrar ridículo el objeto amado, es hacerle perder todo el prestigio y encanto que tenía para nuestra imaginación. Una insigne amadora, Liane de Pougy, termina un libro delicioso con esta frase:
Rien ici bas ne vaut qu’un baiser
. En amor no debe pasarse del beso, so pena de que nuestra alma se ponga a mirar por el anteojo del duque de Egipto. Y ¡adiós la ilusión! —¡Pero el amor así es una horchata idealista!— pensará usted sin decirlo, como lo pienso yo y lo digo, como lo piensan todos los que son jóvenes de cuerpo y alma y ven en el matrimonio, o en lo que lo valga, la coronación razonable del amor. —¡Es cierto!— la respondo desconcertado, y confieso a usted con toda ingenuidad que la moraleja idealista de mi cuento… no resulta. ¿Sabe usted por qué, amiga mía? Porque la vida y, por consiguiente, el amor no tienen moraleja.

El quinto evangelio

A don Juan Valera

Era de noche. Jesús, enclavado en el madero, no había muerto aún; de rato en rato los músculos de sus piernas se retorcían con los calambres de un dolor intenso, y su hermoso rostro, hermoso aun en las convulsiones de su prolongada agonía, hacía una mueca de agudo sufrimiento… ¿Por qué su Padre no le enviaba, como un consuelo, la caricia paralizadora de la muerte?… Le parecía que el horizonte iluminado por rojiza luz se dilataba inmensamente. Poco a poco fue saliendo la luna e iluminó con sarcástica magnificencia sus carnes enflaquecidas, las oquedades espasmódicas que se formaban en su vientre y en sus flancos, sus llagas y sus heridas, su rostro desencajado y angustioso…

—Padre mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué esta burla cruel de la Naturaleza?

Los otros dos crucificados habían muerto hacía ya tiempo, y estaban rígidos y helados, expresando en sus rostros la última sensación de la vida; el uno tenía congelada en los labios una mueca horrorosa de maldición; el otro una sonrisa de esperanza. ¿Por qué habían muerto ellos, y él, el Hijo de Dios, no? ¿Se le reservaba una nueva expiación? ¿Quedaba aún un resto de amargura en el cáliz del sacrificio?…

En aquel momento oyó Jesús una carcajada espantosa que venía de detrás del madero. ¡Oh! Esa risa, que parecía el aullido de una hiena hambrienta, la había él oído durante cuarenta noches en el desierto. Ya sabia quién era el que se burlaba de su dolorosa agonía: Satán, Satán que infructuosamente le había tentado durante cuarenta días, estaba allí a sus espaldas, encaramado a la cruz; sentía que su aliento corrosivo le quemaba el hombro martirizando las desolladuras con la acción dolorosa de un ácido. Oyó su voz burlona que le decía al oído:

—¡Pobre visionario! Has sacrificado tu vida a la realización de un ideal estúpido e irrealizable. ¡Salvar a la Humanidad! ¿Cómo has podido creer, infeliz joven, que la arrancarías de mis garras, si desde que surgió el primer hombre, la Humanidad está muy a gusto entre ellas? Sabe, ¡oh, desventurado mártir!, que yo soy la Carne, que yo soy el Deseo, que yo soy la Ciencia, que yo soy la Pasión, que yo soy la Curiosidad, que yo soy todas las energías y estímulo de la naturaleza viva, que yo soy todo lo que invita al hombre a vivir… ¡Loco empeño y necia vanidad es el querer aniquilar en el futuro lo que yo sabiamente he labrado en un pasado eterno!…

La lengua de Jesús estaba ya paralizándose, y el frío de la muerte le invadía como una marea… Hizo un poderoso esfuerzo para hablar:

—El que oyere mis palabras y creyere en el que me envió, tendrá vida eterna y no vendrá a juicio y pasará de muerte a vida.

—Sí, pasará a la vida estéril y fría de la Nada… La vida es hermosa, y tu doctrina es de muerte, Nazareno. Tu recuerdo perdurará entre los hombres; los hombres te adorarán y ensalzarán tu doctrina; pero tú habrás muerto, y yo, que siempre vivo, que soy la Vida misma, malograré tu divina urdimbre deslizando en ella astutamente uno solo de mis cabellos… ¡Oh, maestro!, no es eso lo que tú querías, por cierto; tú querías salvar a la Humanidad y no la salvarás; porque la salvación que tú ofreces es la muerte y la Humanidad quiere vivir, y la vida es mi aliento. La vida es hermosa, iluso profeta… ¿Quieres vivir para velar tú mismo por la integridad y pureza de tu Buena Nueva? Yo te daré la vida con todas sus glorias, venturas y placeres: yo te la daré de mis manos…

El pecho de Jesús se convulsionaba en los últimos estertores de la agonía, sus párpados se cerraban como si los pecados de todos los hombres gravitaran sobre ellos con el peso de gigantescos bloques de piedra; quiso responder con una enérgica negativa, no pudo; su garganta se había helado.

—Todo ha concluido —murmuró Satán con rabia sorda—. ¡Ah, no! Aún tienes un segundo de vida para que contemples tu obra a través de los siglos. Mira, Nazareno, mira…

En el espasmo supremo del último instante, Jesús abrió desmesuradamente los ojos y vio, y vio a ambos lados de su cabeza los brazos extendidos de Satán evocando sobre el cielo gris una visión desconsoladora. Vio en el cielo, hacia el Oriente, su propia persona orando en el huerto de Gethsemaní; copioso sudor bañaba su rostro y su cuerpo; de pronto, una aparición súbita y luminosa le llenó de congoja y de placer, un ángel enviado por su Padre le ofreció un cáliz de oro lleno de acíbar hasta los bordes: «¡Padre Mío, lo beberé hasta las heces!», y lo bebió, sellando así el compromiso de redimir a la Humanidad. Y la viva luz que despedía el enviado de su Padre le arrancaba del cuerpo una sombra inmensa, una larga y obscura cauda que llegaba hasta el cielo de Occidente, a través de muchos siglos, de muchas razas, de muchas ciudades. Y lo primero que aparecía bajo esa enorme sombra que cubría el tiempo y el espacio, fue la cumbre de un monte en donde él, Jesús, moría crucificado entre dos ladrones. Y seguían después infinidad de perfidias, de luchas, de cismas, persecuciones y controversias entre los que creían entender su hermosa doctrina y los que no la entendían. Y vio transportarse a Roma, la Eterna Ciudad, el núcleo de los adeptos a la Buena Nueva. Y vio un larga serie de ciudades irredentas, la que, a pesar de que ostentaban elevadas al cielo las agujas de mil catedrales, eran hervidero de los vicios más infames y de las pasiones más bajas. Y en todas partes veía pulular, no ya como símbolos, sino como seres reales, reproducidos hasta el infinito, pero con rostros distintos, a esas dos mujeres de Ezequiel: Oolla y Oolliba. Las veía en los conventos, en las cortes, en las calles, en los templos. Y todas llevaban al cuello collares, cintas o hilos que sostenían una cruz. Y vio abadías que parecían colonias de Gomorra, y vio fiestas religiosas que parecían saturnales. Y guerras, matanzas y asesinatos que se hacían en su nombre, en nombre de la paz, del amor al prójimo, de la piedad, de esa piedad infinita que le llevó al sacrificio. Y así como sus compatriotas se burlaban de él, cuando Anán le condenó a ser azotado y cuando el Procónsul le envió a la muerte, así también las nuevas ciudades se burlaban de su doctrina, sólo que lo hacían en unos idiomas extraños, en los que las palabras tenían cuerpo de plegaria y alma de ironía. En los confines últimos del horizonte vio levantarse una ciudad llena de cúpulas, de chimeneas fumantes, de alambres, de torres altas, como la de Babel, y de construcciones extrañas: esa ciudad era Lutecia; de allí salía un murmullo de hervidero. Un sumo sacerdote, que era el mismo Satán disfrazado, subió a una torre cristiana y dirigiéndose a él dijo: «Nazareno, has sido un sublime visionario, creíste redimirnos y no nos has redimido. S.M. el Pecado reina hoy tan omnipotente como antes y más que antes. El pecado original, de cuya mancha quisiste lavarnos, es nuestro más deleitoso y adorado pecado. Ya no eres sino un nombre convencional, Nazareno…» Y un inmenso rumor de risas de placer y de locura extinguió la voz del orador. Más allá había otra ciudad: Londres; un sacerdote semejante al anterior repitió las mismas palabras; y la Ciudad Eterna, Berlín, San Petersburgo, Madrid, Washington y mil ciudades más le repitieron lo mismo en mil lenguas distintas. De pronto, las ciudades se iluminaron como incendiadas; se oyó el estampido de los cañonazos y el ruido ensordecedor de un jolgorio loco. Era que la Humanidad despedía al siglo XX y saludaba la venida del siglo XXI. Jesús no quiso o le faltaron las fuerzas para ver el futuro afrentoso de las razas. Levantó la mirada al cielo, y en vez de ver allí proyectada la silueta de su cuerpo orando en el momento en que bebía el cáliz del sacrificio, vio la silueta extraña de un individuo escuálido, armado de lanza y escudo y cabalgando en macilento cabalo… ¿Era el ángel de la Muerte que describía después Juan en el Apocalipsis?…

Pronto lo supo. Satán, con burlona sonrisa e irónico acento, le dijo inclinándose a su oído:

—He aquí, Maestro, que además de los Evangelios que escribirán Mateo, Marcos, Lucas y Juan, se escribirá dentro de diez y seis siglos otro que comenzará así: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en artillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor…»

Pero Jesús ya había muerto y no oyó la inicua burla del genio del mal; sus hermosos ojos claros quedaron desmesuradamente abiertos, y en sus pupilas se reflejaba duplicado aquel vasto panorama de la ironía de su sacrificio a través del tiempo y del espacio. Bajó Satán del madero y todo ello desapareció; pero en las azules pupilas del Salvador permaneció estereotipado el cuadro cruel.

¿Fue piedad o impiedad? Satán volvió a encaramarse en el madero, y con su oprobiosa mano cerró los párpados de la divina víctima.

Y luego huyó dejándose rodar sobre las peñas del Calvario en las que rebotaba como una pelota de goma.

La última rubia

Cuento futuro

A don Antonio Rubió y Lluch

El oro se había agotado absolutamente en las entrañas y en la superficie de la tierra. Era tal la escasez de este precioso metal que sólo uno que otro erudito tenía noticias de que hubiera existido. En un museo de Chicago había dos monedas de diez dólares, guardadas en una urna de cristal, que se consideraban como una de las más valiosas curiosidades. En otro museo de Papeete (Tahití), se conservaba un idolillo primitivo, tallado en la extinguida substancia; en París, Tombuctú, Río de Janeiro, Estocolmo, guardaban los museos, con extrema vigilancia, dos luises, una moneda de 50 paras, una de 10.000 reis y una de 20 kroners respectivamente. Si no hubiera sido por todos estos museos la antigua palabra
oro
, auro, en esperanto, habría sido una palabra inútil, aún para expresar el recuerdo de una substancia que, repito, sólo conocían unos cuantos eruditos. En cambio, la elaboración del diamante se había perfeccionado tanto, que por cincuenta francos se conseguía en el año 3025 uno del tamaño de una naranja.

La investigación de la piedra filosofal se hacía con mucho mayor furor que en la remota Edad Media. Un alquimista logró obtener en unas cajas de uranio fosforescente, un depósito de rayos de sol, que sometidos a una presión de 12.000.000.000.000.000.000.000.813 atmósferas, daba una pasta dorada que podía substituir al oro: tenía su consistencia, su peso atómico, sus propiedades químicas y podría tener las mismas aplicaciones industriales si no tuviera la detestable propiedad de liquidarse con el frío y evaporarse; esperaba el químico que, añadiendo tres o cuatro billones de presión, obtendría una substancia más durable. Otro alquimista machacaba en un mortero los estambres de la flor de lis, adicionaba bilis de oso polar, y espolvoreaba la mezcla con granalla de selenio o molibdeno. En seguida envolvía este menjurje en barro de coke, y lo sometía a las descargas eléctricas de una bobina de Rumkffork de 20 metros de largo, y obtenía una substancia amarilla y metálica que decía ser oro, pero que tenía el inconveniente de oxidarse con la sangre, y disolverse en el amoniaco.

Pero yo, que adoraba el arte y la ciencia antiguos, que había leído los libros vetustísimos de Flamel, Paracelso, Cornelio Agrippa y otros muy notables alquimistas, sabía una receta segura para obtener el oro, receta que leí en uno de esos libros en nota marginal manuscrita, que traduzco del latín para que el lector, caso de encontrar el principal ingrediente, la aproveche si quiere hacerse rico: «Tomarás un cabello de mujer rubia
(rubicundae foemine capellae)
y lo pondrás durante cinco lunaciones a remojar en un matraz con una dracma de ácido muriático; cuando se haya disuelto pondrás el matraz al sol, pero sólo en la época en que Venus es estrella matutina
(venere stelle matutinae esse)
para evitar que sus rayos nocivos
(letalium)
toquen el matraz. En seguida echarás en el líquido media dracma de sangre de drago, media dracma del licor que resuda el laurel, y llenarás por fin el matraz con agua marina
(aquae maris)
. El todo lo dejas a evaporar en lo más obscuro de una cueva salitrosa
(cava nitrosa)
y al cabo de un mes encontrarás la mitad del matraz lleno de un polvillo de la color del licopodio, que es oro puro
(aureum vere)
y que fundido en un crisol te podrá dar hasta el peso de cinco ducados».

Figuraos qué enorme fortuna representaba la cabeza de una mujer rubia. Pero es el caso que así como se había acabado el oro, se habían acabado las rubias. En el año 2279 los mongoles y los tártaros, esas malditas razas amarillas, habían inundado el mundo y malogrado las razas europeas y americanas con la mezcla de su sangre impura. No había rinconcillo del mundo a donde esa gente no hubiera llegado y estampado la huella de su maldición étnica: no había un rostro que no condujera un par de ojillos sesgados y una nariz chata; no había cabeza que no estuviera cubierta de cerdosa y negra cabellera. Con verdadera rabia esos salvajes macularon la belleza europea, como para anonadar lo que ellos no podían producir. Quizá para asegurarse así las victorias del porvenir. Esa raza se extendió por el mestizaje, como una hiedra inmensa que hubiera cubierto el mundo, y al cabo de tres siglos apenas había uno que otro ejemplar de raza pura. La belleza germana, el tipo griego, la gentileza italiana, la elegancia francesa, la corrección británica, la gracia española son hoy meras tradiciones de las que sólo en los libros antiguos se encuentran relaciones. Unas que otras familias de montañeses habían conservado los rasgos primitivos de las razas europeas, que el inmundo mestizaje malogró. Así, por ejemplo, mi familia había conservado, hasta hacía cuatro generaciones, la pureza de su raza; pero mi bisabuela se había casado morganáticamente con un acaudalado fabricante de aeroplanos eléctricos, de perfecto origen afgán. Por libros y papeles de familia sabía que mis ascendientes habían sido rubios como el sol, que de las cuatro ramas, tres se habían mezclado: una, la mía, con sangre afgana, otra con las de un mestizo chino y la otra con la de un sastre samoyedo de origen manchú. La cuarta rama se ignoraba qué suerte había corrido. Mi padre me decía, cuando yo le hablaba de la rama perdida:

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