Cuentos de mi tía Panchita (6 page)

Y Juan puso la boca del saco en dirección del hombre y gritó:

—Escomponete, perinola.

La perinola que parecía un garrote, salió del saco disparada y comenzó a arriarle al hombre sin misericordia y le dio tal garroteada que lo dejó negrito de cardenales. El hombre gritaba pidiendo socorro, pero como había advertido a la familia que oyeran lo que oyeran, no se asomaran, nadie acudió a su auxilio.

Juan Cacho le preguntó:

— ¿Sabés ahora de cuál servilleta y de cuál burro te hablo?

— ¡Sí sé! ¡Sí sé! –Gritaba el hombre–, y ahoritica mismo te los devuelvo, pero ve que ese garrote no me pegue más.

—Cuando me devolvás mis cosas, entonces...

La servilleta y el burro le fueron devueltos. Cuando Juan Cacho se convenció de que eran los legítimos, se montó en su burro y con la servilleta entre la bolsa y el saco de la perinola al hombro cogió camino para su casa. El hombre del sesteo se quedó en un quejido y su cuerpo parecía el de un crucificado.

Juan llegó a su casa. Apenas lo divisó su mujer, le gritó:

— ¿Ya venís, poca pena? Vení acá y te contaré un cuento, gran atenido, que solo servís para echar hijos al mundo y después no sabés mantenerlos. Y no te basta venir solo, sino que también traés al burro. De las costillas te voy a sacar mi cobija, gran tal por cual...

¡Ave María! La mujer parecía un toro guaco. Y los chiquillos malcriados, haciéndole segunda.

Juan Cacho no hizo caso y, tun tun, se metió en la casa, como si no fuera con él. La mujer y los chiquillos se metieron también insultándolo. Juan abrió el saco y cuando su mujer le iba a zampar ya la mano, gritó:

—Escomponete, perinola.

Y salió esa perinola a cumplir con su deber y a darle a aquella alacrana. Hasta que sonaban los golpes: pan, pan... Y la mujer gritaba y gritaba pidiendo auxilio.

De cuando en cuando la perinola les daba a probar también a los güilas que se habían metido debajo de la cama. Los vecinos acudieron, y como no les abrían echaron la puerta abajo y también salieron rascando.

A la mujer, a punta de garrote, se le había bajado la cresta y muy humildita se puso a pedirle perdón a Juan y a decirle que no lo volvería a hacer, que en adelante iba a ser otra cosa.

Juan se compadeció y gritó:

—Componete, perinola.

Y la perinola que parecía un garrote se metió muy docilita en el saco. Había que ver las chichotas y cardenales que tenían en el cuerpo la madre y los hijos. Juan se paseaba muy gallo por entre aquellas palomitas y corderitos, que le miraban con toda humildad.

—Ahora, a comer –ordenó Juan, y extendió sobre la mesa renca la servilletica.

—Servilletica, por la virtú que Dios te dio, danos de comer.

Y la servilletica, se volvió mantel y se cubrió de viandas exquisitas. Todos comieron y se chupaban los dedos. Juan mandó a repartir entre la vecindad y todavía quedó.

Enseguida cogió la cobija, la tendió en el suelo y dijo:

—Burriquito, por la virtú que Dios te dio, reparanos plata.

Y la bestia echó por el trasero, no cagajones, como la vez pasada, sino monedas de oro.

Después de eso la mujer tuvo que coger cama ocho días, tan mal parada había quedado con la garroteada; pero allí en la cama, mi señora parecía una madejita de seda.

Juan compró una casa grande, hermosísima y los pobres se acabaron en ese pueblo, porque Juan no dejaba que hubiera gente con necesidad.

A los chiquillos les sacaron las lombrices; se pusieron gordos y colorados; además se volvieron muy educados, porque Juan puso colgando en el gran salón y medio a medio, el saco de la perinola, con la pizquita de fuera, para que todo el mundo viera que allí estaba quien todo lo arreglaba.

Pero de eso hace ya muchos años, y quién sabe qué se hicieron la servilletica, el burriquito y la perinola.

Y me meto por un huequito, y me salgo por otro, para que ustedes me cuenten otro.

V

La mica

H
abía una vez un rey que tenía tres hijos. Y el rey estaba desconsolado con sus hijos, porque los encontraba algo mamitas y él deseaba que fueran atrevidos y valientes. Se puso a idear cómo haría para sacarlos de entre las enaguas de la reina, quien los tenía consentidos como a criaturas recién nacidas y no deseaba ni que les diera el viento.

Un día los llamó y les dijo: —Muchachos, ¿por qué no se van a rodar tierras? Le ofrezco el trono a aquel que venga casado con la princesa más hábil y bonita. Y lo mejor será que no digan nada a su mamá, porque ¿quién la quiere ver, si ustedes chistan algo de lo que les ha propuesto?

Y dicho y hecho: a escondidas de la reina los príncipes alistaron su viaje. Para no dar malicia, no salieron todos el mismo día: primero salió el mayor, un lunes; después el de en medio, el miércoles; y el menor, el sábado.

El mayor cogió la carretera y anda y anda, llegó al anochecer a pedir posada a una casita aislada entre un potrero.

Cuando se acercó, oyó unos gritos dolorosos, se asomó por una hendija y vio a una vieja que estaba dando de latigazos a una pobre miquita que lloraba y se quejaba como un cristiano, encaramada en un palo suspendido por mecates de la solera. El príncipe llamó: "¡Upe!, ña María...".

La vieja se asomó alumbrando con la candela.

Era una vieja más fea que un susto en ayunas: tuerta, con un solo diente abajo, que se le movía al hablar, hecha la cara un arruguero y con un lunar de pelos en la barba.

El joven pidió posada y la vieja le contestó de mal modo que su casa no era hotel, que si quería se quedara en el corredor y se acostara en la banca.

El príncipe aceptó, porque estaba muy rendido. Desensilló la bestia, la amarró de un horcón y él se echó en la banca y se privó.

Allá muy a deshoras de la noche, se levantó asustado porque alguien le tiraba de una manga. Sobre él, colgando del rabo, estaba la mica, que se había salido quién sabe por dónde. Iba a gritar el príncipe, pero ella le puso su manecita peluda en la boca y le dijo: "No grités, porque entonces va y me pillan aquí y me dan otra cuereada. Mirá, vengo a proponerte matrimonio y me sacás de esta casa".

Al muchacho le cogieron grandes ganas de reír, y no fue cuento, sino que reventó en una carcajada.

—Vos sos tonta –le contestó–. ¿Cómo me voy yo a casar con una mica? Si querés te llevo conmigo, pero para divertirme.

La pobre animalita se echó a llorar. —Así no, entonces no; yo solo casada puedo salir de aquí –y se puso a contar los malos tratos que le daba la vieja y a querer que le tocara su cuerpo y viera cómo lo tenía de llagado de los golpes. Pero el príncipe no la veía, porque se había vuelto a dejar caer y estaba dormido. Otro día muy de mañana se levantó y oyó otra vez a la vieja dando de escobazos a la mica. No tuvo lástima y siguió su camino.

Eso mismo le pasó al hijo segundo, quien siguió por la misma carretera. Este tampoco quiso cargar con la mica.

El tercero tomó también la carretera y al anochecer llegó a la casita del potrero. Y la misma cosa: la vieja dando de palos a la mica. Pero este tenía el corazón derretido y no podía con la crueldad. Abrió la puerta, le quitó el palo a la vieja y la amenazó con darle con él si no dejaba a aquel pobre animal.

La vieja se puso como un toro guaco de brava y no quería dar posada al príncipe, pero él dijo que se quedaría en la banca del corredor y que allí pasaría la noche, aunque se enojara el Padre Eterno.

Y de veras, allí pasó la noche.

Allá en la madrugada lo despertaron unos jalonazos que le daban. Despertó azorado, restregándose los ojos. Una manita peluda le tapó la boca. Como ya comenzaban las claras del día, distinguió a la mica que se mecía sobre él, agarrada del techo por el rabo. Y la miquita se puso a llorar y a contarle su martirio. Luego le propuso matrimonio. Al principio el joven le llevó la corriente y quiso tomarlo a broma: le ofreció llevarla consigo y tratarla con mucho cariño, pero la mica comenzó a sollozar con una gran tristeza y por su carita peluda corrían las lágrimas.

—Así no –contestó–, es imposible. Esta mujer es bruja y solo si hallo quién se case conmigo podré salir de entre sus manos.

Este príncipe, que siempre había sido de ímpetus, se decidió de repente a casarse con la mica. Donde dijo que sí, retumbó la casa y entre un humarasco apareció la bruja que gritaba: — ¡Y ahora cargá con tu mica para toda tu vida!

Él sintió de veras como si una cadena atara a su vida la de aquel animal. El príncipe montó a caballo y se puso la mica en el hombro. Conforme caminaba, reflexionaba en su acción, y comprendía que había hecho una gran tontería.

A cada rato inclinaba más la cabeza. ¿Qué iba a decir su padre cuando le fuera a salir con que se había casado con una mona? ¡Y su madre que no encontraba buena para sus hijos ni a la Virgen María! ¡Cómo se iban a burlar sus hermanos y toda la gente! La mica, que parecía que le iba leyendo el pensamiento, le dijo:

—Mire, esposo mío. No vayamos a ninguna ciudad. Metámonos entre esa montaña que se ve a su derecha y en ella encontraremos una casita que será nuestra vivienda.

El otro obedeció y a poco de internarse, dieron con una casa de madera que no tenía más que sala y cocina, con muebles pobres, pero todo que daba gusto de limpio. Al frente estaba una huerta y atrás un maizal y un frijolar, chayotera y matas de ayote que ya no tenían por dónde echar ayotes.

La mica pidió al príncipe que fuera a buscar leña; ella cogió la tinaja y salió a juntar agua a un ojo de agua que asomaba allí no más. Un rato después, por el techo salía una columnita de humo y por la puerta, el olor de la comida que preparaba la mica y que abría el apetito.

Y así fue pasando el tiempo.

Los tres príncipes habían quedado en encontrarse al cabo de un año en cierto lugar.

El marido de la mica siempre estaba muy triste y pensaba no acudir a la cita. Pero ella, cuando se iba acercando el día señalado, le dijo: —Esposo mío, mañana váyase para que el sábado esté en el lugar en que encontrará a sus hermanos.

Él le preguntó: — ¿Cómo sabés vos?

Pero ella guardó silencio.

De veras, otro día partió. La mica tenía los ojos llenos de agua al decirle adiós y a él le dio mucha lástima.

Cuando llegó al lugar, ya estaban allí sus hermanos, muy alegres. Le contaron que se habían casado con unas princesas lindísimas, que tenían unas manos que sabían hacer milagros.

El pobre no masticaba palabra y, al oírlos, sentía ganas de que se lo tragara la tierra.

—Y vos, hombré, contanos cómo es tu mujer –le preguntaron.

No se atrevió a confesar la verdad y les metió una mentira:

—Es una niña tan bella que se para el sol a verla, y sabe convertir los copos de algodón en oro que hila en un hilo más fino que el de una telaraña.

Y sus hermanos, al escucharlo, sintieron envidia. Cuando llegaron donde sus padres, fueron recibidos con gran alegría.

Cada uno se puso a poner a su esposa por las nubes.

—Bueno –les dijo el rey–, quiero antes que nada ver los prodigios que saben hacer. Cada una va a hilar y a tejer una camisa para mí y otra para la reina, tan finamente, que un muchachito de pocos meses las pueda guardar en su mano. A ver cuál queda mejor. Les doy un mes de plazo.

Volvieron los príncipes donde sus mujeres y le explicaron el deseo del rey. Inmediatamente las princesas encargaron seda finísima y se pusieron a hilar. La mica no hizo nada, ni volvió a mentar la camisa. El marido la llamaba al orden, pero se hacía como si no fuera con ella y el príncipe se ponía cada vez más triste. El día de ir al palacio, lo despertó la mica muy de mañana; ya le tenía el caballo ensillado.

— ¿Para qué me has ensillado mi bestia? No pienso ir adonde mis padres, porque no puedo llevarles lo que me pidieron.

Entonces ella le entregó dos semillas de tacaco.

—Aquí están las camisas –le dijo.

El muchacho no quería creer, pero la mica le dijo que si al abrirlas ante su padre no tenía lo que deseaba, él quedaría libre de ella.

Partió el príncipe y en el camino encontró a sus hermanos, que en cajas de oro llevaban las camisas de un tejido de seda muy fino. Las costuras apenas si se veían y los botones eran de oro. Cuando el menor enseñó sus semillas de tacaco, los mayores le hicieron burla. Al llegar ante el rey, se regocijó este del trabajo de las dos nueras y se puso furioso cuando el otro le dio las semillas de tacaco. Como las cogió con cólera, las destripó y entonces de cada una salió una camisa de tela tan fina que una hoja de rosa se veía ordinaria a la par, y de una blancura tal, que parecía tejida con hebras hiladas del copo de la luna. Los botones eran piedras preciosas y las costuras no se podían ver ni buscándolas con lente. El rey y la reina casi se van de bruces y los hermanos salieron avergonzados y envidiosos.

—Bueno –dijo el rey–. Estoy muy satisfecho del trabajo de vuestras esposas. Ahora que cada una me envíe un plato.

Quiero ver cuál cocina mejor. Les doy una quincena de plazo.

El menor volvió muy contento donde su mica y le contó el nuevo capricho de su padre. La mica no volvió a mencionar el asunto, pero el príncipe esta vez esperó pacientemente. Eso sí, se sintió algo intranquilo cuando llegado el día, la vio coger para el cerco y volver con un gran ayote que echó a cocinar en la olla.

—Me le va a llevar esto a su tata –le dijo sacándolo y echándolo en un canasto.

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