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Authors: Ignacio Manuel Altamirano

Cuentos de invierno (11 page)

Aquel día, el pueblo, el lago, las llanuras, los trabajadores que en grupos veía entre las sementeras, los ganados que pastaban en los ejidos y que estaban divididos de aquéllos por una gran cerca de piedra, que se extendía serpenteando entre los arroyos, todo me parecía iluminado con una nueva luz. Había alma en ese cuadro antes mudo. Si alzaba la cabeza para contemplar el cielo, lo veía azul, radiante y risueño, con sus nubecillas blancas y transparentes que se tendían en el espacio formando figuras caprichosas.

Yo sentía que se elevaba por todas partes un himno melodioso y solemne, que despertaba en mí sensaciones desconocidas.

¡Ay! El himno se elevaba dentro de mi propio corazón. El amor es un sol que anima con sus rayos todo lo que se halla en derredor nuestro, y a cuyo contacto todos los objetos, semejantes a la antigua estatua de Memnon, producen un sonido armonioso.

Yo amaba, y eso era todo.

Después de mi primer arrobamiento en aquella soledad, mis ojos se dirigieron, como es de suponerse, hacia el lugar en que aún estaba Antonia, hacia aquellas dos pequeñas colinas que apenas se distinguían entre el mar de esmeralda del llano.

Apenas las había distinguido, cuando me acometió el irresistible deseo de volar a aquella parte, y sentí no tener alas para hacerlo con la rapidez del pensamiento, y aun envidié a las águilas, que levantándose en enormes espirales, dominaban majestuosamente el espacio que cubría aquel lado del valle.

Sin embargo, y a pesar de la distancia y de la hora, bajé de prisa de mi peñasco, y con la ligereza de mi edad y de mi organización de montañés, me puse en el instante en la llanura y tomé una vereda que debía conducirme en la dirección de las deseadas colinas.

El sol declinaba ya, cuando llegué al gran camino que conducía de aquellos lugares al pueblo, y fui encontrando a numerosos trabajadores, que con sus instrumentos de labranza se dirigían a sus hogares, aunque no era muy tarde.

Avancé, no sé si con temor de encontrar a la familia de Antonia, pero sí arrastrado de un frenético deseo de volver a verla, como si aún dudara de que existía, y necesitara contemplarla de nuevo para convencerme de que la entrevista de la mañana no había sido un sueño de mi fantasía juvenil y ansiosa.

De repente, y al dar vuelta a un recodo, oí voces y me detuve, porque el corazón me palpitó de una manera terrible. Tuve necesidad de apoyarme en el débil tronco de un arbusto para no caer desplomado.

No tardó en aparecer un grupo. Por delante, y montado en una gran mula venía el viejo padre de Antonia, labrador robusto y frescote que a pesar de sus sesenta años presentaba un aspecto bastante vigoroso. Estaba vestido como los labradores y rancheros riquillos; con su zamarra de cuero rojo adornada con agujetas de plata, calzón corto de panilla azul, botas de campana, también de cuero rojo, y mangas de paño azul cruzadas en la silla y forradas de indiana de grandes flores. Detrás de él venía la madre de Antonia, gruesa matrona de cincuenta años, pero que montaba muy lista una yegua de pasito. Y al último apareció Antonia, que montaba una jaquita muy ligera, trayendo en las ancas a un hermano pequeño. A pie y a los lados caminaban dos mancebos, trabajadores en el maizal.

Antonia estaba vestida como en la mañana, sólo que venía calzada con zapatos bajos de mahon verde, lo que hacía encantador el piececito que pude ver posado en el estribo. Traía la cabeza descubierta y flotando sobre sus hombros sus cabellos ensortijados y negros. Platicaba con sus padres y reía alegremente.

Al distinguirme medio cubierto por el arbusto, la mula del viejo, pajarera como lo son la mayor parte, se detuvo, y aun se hizo atrás con cierta brusquedad; el viejo arrugó las cejas, clavó sus grandes espuelas de rodaja con campanillas en el vientre del estúpido animal, y siguió adelante, no sin echarme una mirada de curiosidad.

—Parece loco ese muchacho —dijo a su mujer que me contempló a su vez.

Yo no veía sino a Antonia. Esta, sin embargo, pasó delante de mí en su jaquita ruborizándose imperceptiblemente, pero sin dirigirme siquiera una mirada. El muchacho, su hermanito, me arrojó una fruta silvestre, y se cogió riendo de la cintura de Antonia.

Yo no pude caminar más; y ¿para qué? Quedéme triste otra vez y más aún que en la mañana, porque ni había tenido el consuelo de ser gratificado con una sonrisa por mi amada. Ella se había visto obligada a disimular, evidentemente, pero a mí me pareció desprecio el disimulo. ¡Necio de mí! Desde entonces, y a pesar de mi conocimiento del mundo y de las mujeres, y de la necesidad en que se ven las pobrecillas de cubrir sus sentimientos bajo la impasible máscara de la serenidad, yo no he podido acostumbrarme a su disimulo, y siempre me hace mal. Figúraseme que tienen el deber de publicar por todas partes su amor, y que deben anteponer mi satisfacción a todas las consideraciones sociales. ¡Impertinencia del orgullo! El caso es que a todos los hombres nos sucede lo mismo, y que amamos siempre más a la mujer que, atropellando todo, nos hace dondequiera que nos encuentra una distinción, aunque la comprometa. No es sino en circunstancias muy especiales cuando preferimos el más profundo misterio, y nosotros mismos, menos aptos para disimular, las ayudamos con todo nuestro esfuerzo a enmascarar su semblante.

Aquella mañana había tenido mi primer goce amoroso; aquella tarde también tuve mi primera contrariedad, y cuando el sol acabó de trasponer las montañas y me vi obligado a volver al pueblo, ya inclinaba yo con inquietud la frente y sentía en mi corazón la primera gota de amargura. Veía acercarse la noche con impaciencia, pero abrigaba ya el mal pensamiento de hacer sufrir un poco a Antonia por aquel disimulo que, a pesar mío, no podía perdonarle.

IV

En efecto, sonó el toque de oración en el campanario del pueblo, en una de aquellas torres que parecían orejas de asno. Yo acompañé a rezar hipócritamente a las personas de mi casa; después comí de mala gana la colación de la noche, y al oír la queda fingí recogerme, pero me salí calladito de mi casa y me dirigí por el camino más corto, a la de Antonia, a tiempo en que el pueblo entero dormía y el silencio no era turbado mas que por el ladrillo de los perros. Ya se sabe que en los pueblos del campo, la gente se acuesta a la misma hora que las gallinas.

De puntillas, y conteniendo la respiración por miedo de los perros y del viejo de la mula, que se me figuró formidable para dar una paliza, me arrimé junto a la cerca de la casa patriarcal donde vivía Antonia, allí esperé acurrucado que ella saliera a buscarme.

Tenía yo un miedo atroz; ese miedo hace siempre muy voluptuosas las entrevistas; es la mostaza del manjar que se devora ansiosamente después. En tales momentos, el hombre es el débil, la mujer es la que tiene la fuerza protectora de su parte. No se tranquiliza uno hasta que no la ve.

Yo esperé una hora, lo menos. La noche estaba oscura; en la casa no se veía ya una sola luz. Aquella gran cabaña, con sus anchos camarines, sus trancas y sus árboles y flores, me causaba terror. Dentro de ella dormía el viejo de la mula que me causaba el efecto de un ogro.

Cuatro perros, que me parecían una legión entera de diablos, dormían acurrucados por allí cerca, y cada gruñido que se les escapaba en su sueño o al menor ruido de las bestias que había en la cuadra, me hacía saltar el corazón.

¡Qué difícil se me figuró aquella entrevista! ¡Cómo me pareció blando y tranquilo el lecho que había abandonado en mi casa por andarme arriesgando en aquellas aventuras peligrosísimas! Sentí que el amor era una cosa muy mala, puesto que tenía uno que esconderse así de las gentes.

Pero un rumorcillo, que apenas distinguió mi oído alerta, hizo circular mi sangre apresuradamente; el corazón me ahogaba.

Me pareció escuchar que se abría quedito una puerta y que se volvía a cerrar lo mismo. Luego distinguí entre las sombras un bulto que andaba cautelosamente, después los perros gruñeron, pero volvieron a callarse, el bulto se dirigió por el lado en que yo estaba, y se detuvo y percibí que me hacían con los labios:

—¡Pst! iPst!

Yo respondí de la misma manera y entonces el bultito corrió apresuradamente hacia mí.

—¿Jorge?

—¿Antonia?

—No hagas ruido; mi padre ha estado malo de la cabeza y no ha podido dormir bien. Creí que no vendrías.

—¡Cómo no! —contesté—; y mira, pensaba yo no venir porque estaba yo sentido. Ni siquiera me viste hoy en la tarde.

—¡Ah! ¿Cómo querías que te viese? ¿No iban allí mi padre y mi madre? ¡Dios me libre de verte y de hablarte delante de ellos! ¿Y por eso te enojaste?

—Por eso.

—¡Tonto!

Y diciendo esto, la muchacha me abrazó con ternura. Yo me desenojé, la enlacé al cuello los brazos y le di muchos besos. Volví a insistir en mi deseo de besarle la boca. Pero ella se apartó bruscamente y me dijo:

—No; todavía no, todavía no.

—¿Pues hasta cuándo?

—Hasta que seas mi marido. Mi madre dice que no se debe uno besar la boca hasta que sea casada, porque si no, peca uno.

—¿Y por qué?

—Yo no sé, pero peca uno.

—Pues mira, será pecado, pero yo tengo muchas ganas de hacerlo.

—¡Jesús! ¿Quieres condenarte? ¿No ves que es el diablo el que te da esas ganas?

Antonia se puso seria. Yo callé: a esa edad, en ese pueblo, con aquella educación y a semejante hora, tal argumento me parecía poderoso. Pero debo decir en descargo de mi conciencia, que se me figuraban más terribles los perros, y sobre todo, el viejo de la mula, que el diablo. Así es que aguardé un poco. Mientras, abrazaba a la joven que se había sentado sobre la cerca y junto a mí. Tal aproximación me incendiaba, y no sabía yo, lo digo candorosamente, lo que deseaba y lo que quería hablar.

—Oyes —me preguntó Antonia—, y qué ¿quieres mucho a doña Dolores? —Así se llamaba mi amiga la solterona.

—Sí la quiero —respondí—, platica conmigo mucho y me hace regalos.

—Es mi madrina de confirmación —me replicó— y no la voy a ver porque mi padre está enojado con ella; pero si tú quieres iré allá seguido, para que nos veamos con más segundad, y así será mejor.

—¡De veras! —contesté alborozado—, como ella vive sola, podemos vernos en el patio, en la huerta, en la sala, cuando ella vaya a visita o esté rezando, y así estaremos mejor.

—Pues hasta mañana —me dijo, y abrazándome, buscó mis labios con los suyos carnosos y ardientes, y los oprimió de tal modo, que temí desmayarme. ¡Tal fue la sensación que experimenté y que jamás había adivinado! Ella también se puso como temblorosa y se quedó callada y respirando con dificultad. Yo me repuse primero, y le dije:

—¡Qué te pasa!

—Quién sabe —respondió—; déjame.

—Y ¿el diablo?

—¡Ah! —dijo bajándose de la cerca— ¡El diablo! ¡De veras! ¡Jesús! Hasta mañana, hasta mañana.

El acento burlón con que Antonia hizo estas exclamaciones, me hizo comprender desde entonces que las mujeres no convierten sus escrúpulos en fantasmas sino para darse el gusto de reírse de ellos en la primera ocasión.

La muchacha corrió a meterse en su casa: los perros la conocieron y no hicieron ruido; pero yo, todavía agitado por aquel beso terrible, no puse mucho cuidado al bajarme de la cerca de piedras; rodaron algunas, y los perros que no necesitaban tanto para confirmar sus atroces sospechas, se dirigieron hacia mí como demonios, ladrando furiosamente. El terror me volvió con toda su fuerza; fié a mis piernas mi salvación, y corrí como un desesperado; pero los perros me alcanzaron y tuve que arrojarles mi sombrero para satisfacer su rabia. Llegué a mi casa jadeando y medio loco; pero una vez acostado y después de saborear todavía el dejo punzante y desconocido de aquel beso, me dormí, no sin dar terribles saltos a cada momento soñando que los perros afianzaban mis pantorrillas.

V

Si es verdad que el amor florece muchas veces mejor a la sombra protectora de un confidente, también es cierto, por desgracia, que otras, y son las más, se marchita y muere pronto. Es difícil hallar un amigo desinteresado que no venga con su influencia a envenenar el sentimiento que se nutre con la savia de dos corazones puros.

Antonia y yo pensábamos encontrar en la casa de la solterona, mi amiga, un santuario para nuestro amor naciente. Yo creí encontrar en ella una protectora, puesto que había yo sido el depositario de algunos de sus más caros secretos.

Pues bien, Antonia y yo nos engañábamos.

Al día siguiente de nuestra sabrosa entrevista nocturna, la muchacha fue a visitar a su madrina, y pasó en su compañía la tarde. Yo me hice el aparecido también, con cualquier pretexto, y fingí no conocer a mi amada, a quien contemplé, sin embargo, con mucha atención, entablando con ella una de esas conversaciones de muchachos, que establecen desde luego una gran intimidad.

Antonia estaba más bonita que nunca aquella tarde, pues se había puesto muy maja, y aún su madrina le elogió su belleza creciente y su lindo traje aldeano. Antonia estaba ligeramente pálida, y bien se conocía que había dormido mal. Era claro; debió haber sentido las mismas novedades que yo, después de nuestro coloquio sobre la cerca de su casa.

Ese día, sin embargo, ni la solterona tuvo nada que observar de extraordinario en nosotros, ni le dimos tampoco motivo para alimentar una sospecha, pero Antonia siguió visitándola asiduamente, y daba la casualidad de que yo concurría a la casa a la misma hora, y que me retiraba pocos momentos después de que Antonia había partido.

La joven alegaba como pretexto para sus frecuentes visitas, el cariño que tenía a su madrina; pero ésta era demasiado perspicaz para no ver en aquella ternura inesperada un motivo diverso. Además, estudiaba nuestros ojos, que se buscaban a cada instante; que se inflamaban con la llama del amor, que entablaban entre sí esos diálogos que los amantes inexpertos creen indescifrables, pero que son claros, clarísimos, para quien ha usado de ellos durante veinte años.

Dolores adivinó fácilmente lo que había entre nosotros, y dejándonos solos varias veces a fin de tendernos un lazo, en el que caímos por supuesto, pudo cerciorarse de nuestra intimidad. Nunca quiso sorprendemos, porque eso no le convenía; de modo que nosotros nos avanzamos hasta a creer que nos protegía decididamente, y le tributamos por ello una candorosa y sincera gratitud.

Sin embargo, ella parecía preocupada frecuentemente, y algunos días su mal humor inmotivado me causó una viva impresión. Antonia me confió por su parte, que varias veces la había recibido con extraña frialdad, a la que había seguido luego un arranque de afecto entusiasta. Atribuimos, como era natural, esta variedad de humor, a los cuidados y pesares que debía tener una señora como ella, que se permitía conservar relaciones amistosas con un amante que venía a verla cada mes como un fantasma, y que partía a la media noche galopando en un caballo negro, como lo había yo visto muchas veces.

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