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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (3 page)

Venía con él su hermano, un Labrador. ¡La de cargas de estiércol que había llevado en el carro este buen y fiel trabajador! Vivía en paz y armonía con todos. En primer lugar, amaba a Dios con todo su corazón, tanto en los buenos tiempos como en los malos; luego amaba a su prójimo como a sí Mismo
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. Trillaba, cavaba y abría zanjas y, por amor a Jesucristo, cuando sus caudales se lo permitían, hacía lo mismo para cualquier persona pobre sin percibir emolumento alguno. Pagaba el justo diezmo, tanto por sus cosechas como por el aumento de su ganado, sin escatimar nada. Cabalgaba humildemente sobre una yegua y vestía una holgada camisa de labriego.

Por último, había un Administrador, un Molinero, un Alguacil, un Bulero, un Intendente y, el último de todos, yo. El Molinero era un sujeto alto y fornido, de osamenta grande y poderosos músculos que utilizaba a las mil maravillas en las justas de lucha de un extremo al otro del país, pues se llevaba el premio en cada una de ellas. Era rechoncho, cuadrado y musculoso; no había puerta que no pudiera sacar de sus goznes o derribarla embistiéndola con la cabeza. Su barba era pelirroja como el pelaje de una zorra o las cerdas de una marrana, y por su anchura, semejante a una azada. En el lado derecho de la punta de la nariz tenía una verruga de la que surgía un penacho de pelos rojos parecidos a las cerdas de la oreja de un puerco. Sus fosas nasales eran inmensas y negras. En bandolera ceñía espada y escudo. Tenía una bocaza ancha como la puerta de un horno y su hablar era generalmente obsceno y picante. Contaba chistes irreverentes y era todo un parlanchían goliárdico
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. Y hay que ver lo bien que se sabía todos los trucos de su oficio, como sisar grano y cobrar tres veces el justo valor; sin embargo, era bastante honrado para ser molinero. Vestía una chaqueta blanca y una caperuza azul y nos sacó de la ciudad al son alegre de la gaita.

Otro personaje era Intendente de uno de los Colegios de Abogados, que podía haber servido de modelo a todos los proveedores por su astucia al comprar víveres; pues, tanto si pagaba al contado como si compraba a crédito, vigilaba los precios del momento, por lo que siempre era el primero en entrar y hacer una buena compra. Ahora bien, ¿no es notable ejemplo de la gracia de Dios que el ingenio de un hombre sin educación, como éste, sobrepasase la sabiduría de un grupo de hombres cultos? Sus superiores eran más de treinta, y todos ellos eruditos y expertos en cuestiones legales. Había una docena de ellos en el Colegio capaces de manejar las rentas y las tierras de cualquier par de Inglaterra de modo que, a no ser que éste fuese un loco despilfarrador, podría vivir honorablemente y libre de deudas con sus ingresos, o, al menos, del modo sencillo que le gustase; capaces también de asesorar a todo un condado sobre cualquier pleito que pudiera surgir. A pesar de todo ello, este tal administrador podía engañar a todos ellos juntos.

Era un hombre delgado y colérico. Apuraba el afeitado de su barba al máximo y recortaba los cabellos alrededor de sus orejas dejándolos muy cortos; la parte superior de la cabeza la llevaba tundida por delante como si fuera la de un sacerdote. Sus piernas, largas y escuálidas, parecían estacas; sus pantorrillas no se veían. Cuidaba hábilmente de las arcas y graneros; ningún interventor podía con él. Observando la sequía y las precipitaciones de lluvia podía estimar con bastante precisión el rendimiento de sus semillas y granos. Todo el ganado de su dueño, tanto bovino como vacuno, porcino y caballar, la producción de leche y las aves de corral, estaban a cargo de este hombre, que había tenido que rendir cuentas desde que su amo cumplió los veinte años. Nadie podía demostrar que iba atrasado en los pagos. Estaba al corriente de todos los trucos y timos realizados por los administradores, vaqueros y trabajadores de la granja, por lo que le temían como a la peste. Residía en una bonita casa sombreada por frondosos árboles y circundada por un prado. Sabía comprar mejor que su dueño y había sido capaz de almacenar bienes secretamente. Era muy ducho en obsequiar a su amo con regalos que ya le pertenecían, por lo que, al mismo tiempo que conseguía ganar su aprecio, obtenía el obsequio de un traje o una caperuza. De joven había aprendido un buen oficio en el que era muy diestro: el de carpintero. Montaba una robusta jaca de color gris, moteada, a la que llamaba «Escocesa». Vestía un largo gabán azul; de su cinto colgaba una espada herrumbrosa. Procedía de los alrededores de la ciudad de Bawdeswell, en Norfolk
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. Llevaba el gabán recogido con un ceñidor, al estilo de los frailes, y siempre era el que cerraba el cortejo cuando cabalgábamos.

En la posada, entre nosotros, había un Alguacil de menudos ojos y rostro encendido como el de un querubín
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totalmente cubierto de granos. Era cachondo y lascivo como un gorrión. Los niños se asustaban de su cara con sus roñosas cejas negras y su escuálida barba. Ni el mercurio, el blanco de plomo, el azufre, el bórax, el albayalde, el crémor tártaro ni otros ungüentos que limpian y queman podían librarle de las blancas pústulas o de los botones granulentos que llenaban sus mejillas. Tenía una gran pasión por los ajos, cebollas y puerros
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por beber un fuerte vino tinto, rojo como la sangre de toro, que le hacía bramar y charlar como si estuviera chiflado; cuando estaba realmente borracho de vino no hablaba más que en latín. Sabía dos o tres términos legales que había aprendido de algún edicto, lo que no es de extrañar, puesto que oía latín durante todo el día, pues, como se sabe, cualquier individuo puede enseñar a un grajo a pronunciar wat
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igual que el mismísimo Papa. Sin embargo, si se hurgaba más en él, se descubría que era poco profundo; todo lo que sabía hacer era repetir como un loro
questio quid juns
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una y otra vez.

Era un tipo sinvergüenza y campechano, tan bueno como ustedes puedan imaginar. Por un litro escaso de vino permitía a cualquier camarada conservar su concubina durante un año y, además, le perdonaba. Además era muy capaz de seducir a una mujer. Si alguna vez hallaba a un tipo amartelado con una chica, solía decirle que no se preocupara por la excomunión del Arcediano para tal caso, a menos que creyera que su bolsa se hallaba en el lugar de su alma, pues era precisamente en la bolsa donde sería castigado. «Tu bolsa es el infierno del Arcediano», solía decir. Pero estoy seguro de que mentía como un bellaco; los culpables deben temer el significavit
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porque destruye el alma de la misma forma que la absolución la salva, y, por consiguiente, también debía estar al cuidado del mandato judicial que los metía en la cárcel. Todas las prostitutas jóvenes de la diócesis estaban enteramente bajo su dominio, puesto que era su confidente y único asesor y consejero. Este alguacil había colocado sobre su cabeza una guirnalda tan grande como las que cuelgan de las fachadas de las cervecerías. Llevaba un escudo redondo como una torta.

Con él cabalgaba un digno Bulero de Rouncival
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su amigo y compañero del alma, que había llegado directamente desde el Vaticano de Roma. Canturreaba en voz alta «Acércate, amor»
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mientras el alguacil entonaba la parte baja con mas estridencia que una trompeta. El cabello de este Bulero tenía el color amarillo cual la cera y lo llevaba lustroso y brillante como madeja de lino; los rizos le caían en pequeños grupos extendidos sobre sus hombros, en donde descansaban en forma de mechones finamente esparcidos. Se sentía más cómodo cuando andaba sin caperuza, que llevaba metida en un hato. Por el hecho de llevar el cabello suelto y sin cubrir, salvo por un pequeño solideo, pensaba estar a la última moda. Tenía unos grandes ojos saltones como los de un conejo. En la parte interior del solideo llevaba cosida una pequeña reproducción del lienzo de la Verónica. Su cartera, que apoyaba en su regazo, iba llena a reventar de indulgencias, todavía calentitas, procedentes de Roma. Tenía una voz delgada como de cabra y su rostro no mostraba ni el menor vestigio de barba, que parecía no tener ganas de crecer; su cutis era tan fino como acabado de afeitar. Lo tomé por castrado o invertido. Pero en cuanto a su profesión, desde Berwick a Ware
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no había bulero que le llegase a la suela del zapato, puesto que en su bolsa guardaba una funda de almohada que, según él decía, estaba hecha del velo de Nuestra Señora. Aseguraba poseer un fragmento de la vela de la barca perteneciente a San Pedro cuando intentó caminar sobre las aguas y Jesucristo le sostuvo. Tenía una cruz de latón montada en guijarros y un relicario de vidrio lleno de huesos de cerdo. Sin embargo, cuando tropezaba con un pobre clérigo campesino sabía hacer más dinero en un día con dichas reliquias que el clérigo en dos meses. Es decir, por medio de una descarada adulación y un poco de pases y visajes se metía al clérigo y a su gente en el bolsillo. Si queremos ser justos con él, en la iglesia era, desde todos los puntos de vista, un buen eclesiástico. Leía a la perfección un pasaje o una parábola, pero sobresalía en el himno del ofertorio, porque después de haberlo cantado, consciente de que tenía que predicar, sabía muy bien cómo hacer soltar dinero a los fieles con su hablar meloso. Por eso siempre cantaba con gran fuerza y alegría.

Hasta aquí les he descrito a ustedes en pocas palabras la clase de gente, atuendo y número que formaba nuestro grupo y la razón por la que se reunieron en esta excelente posada de Southwark, «El Tabardo», al lado mismo de «La Campana»
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. Ha llegado ya el momento de contarles la forma de comportarnos la noche en que llegamos a la posada; luego les hablaré de nuestro viaje y del resto del peregrinaje. Pero, en primer lugar, debo rogar a ustedes indulgencia en no atribuirme falta de refinamiento si utilizo aquí un lenguaje sencillo al dar cuenta de su conversación y conducta y reproduzco las palabras exactas que utilizaron. Pues ya saben ustedes tan bien como yo que quien repite una historia o un cuento que ha explicado otro, debe hacerlo reproduciendo con la máxima fidelidad posible las palabras que se le han confiado, por grosero o descuidado que sea su lenguaje; de otro modo debe falsificar el cuento o reinventarlo o encontrar nuevas palabras para relatarlo. Aunque el hombre sea su hermano, no debe contenerse sino utilizar las palabras que usó, cualesquiera que fueren. En la Biblia, el lenguaje del propio Jesucristo es claro y directo; pero, como ustedes saben, esta condición no constituye ningún atentado al buen gusto. Además, Platón dice (como cualquiera que le lea puede comprobar por sí mismo): «Las palabras deben corresponder a la acción»
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. Por ello les ruego que me perdonen si en este relato no presto la debida atención al rango de las personas en el orden en que debieran aparecer. No soy tan listo como ustedes podrían suponer.

Nuestro Anfitrión nos recibió con los brazos abiertos a todos y nos asignó inmediatamente lugares para la cena. Nos sirvió las mejores viandas; el vino era fuerte y nos apetecía beber. Era un individuo de aspecto sorprendente, un adecuado maestro de ceremonias para cualquier sala. Era corpulento, de ojos saltones (no hay ciudadano en Cheapsides
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con mejor presencia que él), atrevido en el hablar, pero astuto y cortés; un hombre de cuerpo entero. Además era bastante bromista, puesto que, después de cenar, cuando habíamos pagado cada uno la cuenta, empezó a hablar de proporcionarnos diversión, diciendo:

—Damas y caballeros: bienvenidos. Les doy mi palabra de que no miento si afirmo que no he visto compañía más agradable bajo mi techo en lo que va de año. Si supieran cómo me gustaría proporcionarles alguna diversión… Pero acaba de ocurrírseme un juego que les divertirá y no les va a costar ni un penique. Ustedes van a Canterbury. ¡Que tengan un buen viaje y que el santo mártir les recompense! Sin embargo, pueden divertirse relatando cuentos durante el camino. No tiene sentido cabalgar mudos como estatuas. Por ello, tal como les acabo de decir, idearé un juego que les aporte alguna diversión. Si les gusta, acepten unánimemente mi decisión y hagan lo que les indicaré cuando partan mañana. Les juro por el alma de mi padre que podrán cortarme la cabeza si no lo pasan bien. Ni una palabra más. ¡Levanten todos la mano!

No tardamos mucho en decidirnos. No vimos ventaja alguna en discutir su propuesta, por lo que la aceptamos sin rechistar y le rogamos que nos diese las órdenes pertinentes.

—Damas y caballeros —empezó el anfitrión—, háganse a sí mismos un favor y escuchen lo que voy a decir y no menosprecien mis palabras. En resumen, he ahí mi propuesta: cada uno de ustedes, para que el camino les parezca más corto, deberá contar dos cuentos durante el viaje. Quiero decir, dos en la ida y dos en la vuelta. Cuentos del estilo de «érase una vez…». El que relate su historia mejor —con el argumento más edificante y divertido— será obsequiado con un banquete a costa del resto del grupo, aquí, en esta posada y bajo este mismo techo, al regresar de Canterbury. Y para hacerlo más divertido, tendré mucho gusto en cabalgar junto a ustedes a mis propias expensas y en ser su guía. El que no se someta a mi decisión deberá pagar todos los gastos del trayecto. Ahora, si ustedes están de acuerdo, háganmelo saber enseguida, sin más dilación, y efectuaré los preparativos pertinentes.

Su propuesta fue aceptada. Alegremente le dimos palabra y le encarecimos que, tal como había manifestado, fuera nuestro guía, juez y árbitro de nuestros relatos y que dispusiera una cena a un precio fijo de antemano. Aceptamos ser gobernados por sus decisiones en todo, por lo que unánimemente nos sometimos a su buen juicio. Entonces mandó a buscar más vino, y cuando nos lo hubimos bebido, nos fuimos a la cama sin dilación.

A la mañana siguiente nuestro anfitrión se levantó al romper el alba, nos despertó y nos reunió a todos en grupo. Salimos cabalgando un poco más rápido que al paso, hasta que llegamos al abrevadero de Santo Tomáss
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, donde nuestro anfitrión tiró de la brida de su caballo y dijo:

—Damas y caballeros, ¡atiendan, por favor! ¿Recuerdan lo que prometieron? Si en esta mañana persisten en la misma idea que tenían anoche, vamos a ver a quién le toca contar el primer cuento. El que se rebele contra mis disposiciones tendrá que pagar todo lo que gastemos por el camino; de lo contrario, que nunca más beba ni una sola gota. Ahora, antes de proseguir, echemos suertes.

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