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Authors: Abelardo Castillo

Tags: #Cuentos

Cuentos completos - Los mundos reales (53 page)

BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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Momento en que, en el silencio expectante del cine Real, se oyó la voz de Agustina:

—¡La abuela Donalda! —gritó.

Y fue la apoteosis. Los niños aullaban, se revolcaban y quizá morían, Agustina se reía aferrada al bíceps de Bender y lo pellizcaba, la abuela Donalda sacó del baúl de su auto una descomunal Máquina de Picar Carne y metió a todos los traidores de Cemelot adentro, mientras Gastón hacía girar la manivela y Clarabella y Margarita, con su mandolina y su laúd, ejecutaban el «Calmo con tenerezza» del
Doble Concierto para flauta y oboe
, de Ligeti. Y Bender, en la oscuridad, también reía. Pero de un modo ambiguo. Como crujen en los muelles los barcos a la noche, como la calavera de Yorick. La boca reía, je, pero de sus ojos saltaban lágrimas como si un mono tirara cocos desde una palmera.
The End
. Y salieron de la irrealidad del cine Real a la realidad del mundo real y ahora caminan por Corrientes bajo la llovizna entre niños que ríen y hablan a gritos de la película, viste cuando, niños cubiertos de lana, que huelen vaga y simultáneamente a chocolatín y a perro mojado. Ruido y furor y lluvia. Como un cuento contado por una regadera loca.

El cuervo de Poe, desde una prudencial altura, deja caer una cagadita sobre el paraguas de Bender. Cosa que nadie olvide cuál es el camino de toda carne.

Y un minuto antes de la medianoche, Agustina estaba desnuda como vino a este mundo, en la habitación número 88 del Hotel Capricornio.

Y ahora, por favor, silencio.

Debí vivir cuarenta y cinco años para comprender el sentido cabal de las palabras: hacer el amor. Yo recuerdo que de chico, en los libros, hacer el amor significaba otra cosa. Hacer el amor era hablar de amor, cortejar. Todo cambia, por supuesto. Ya a los ocho años yo descubrí, sin demasiado dolor, que hay que estar preparado para despertarse cada mañana en una casa que no es más la nuestra, ni volverá a serlo nunca. De esa época, creo, viene mi confianza en las palabras y mi amor por los viejos libros. Los libros, para mí, eran el bosque sagrado donde las cosas sucedían sin pasar por el tiempo, eran como remansos de la realidad. Pudo desaparecer Troya, podían haberse podrido los barcos y los hombres que la asolaron y la defendieron, podía el bronce de la que fue una espada haberse ido degradando hasta este adorno de bibelot en esta pieza de hotel, pero siempre quedaba un lugar donde unos versos rearmaban el intacto escudo de Ulises, la frente de Helena, el mar color del vino. Mi madre no estaba, mi padre dejaría de cuidar sus rosas algún día, yo mismo me iba a ir; pero quedaban para siempre ese arco que seguía siendo tensado por un rey, y la flecha que atraviesa el ojo de las hachas. Las palabras no podían corromperse; no eran cosas. Las palabras eran el origen y el espejo de las cosas. Después crecí. Y un día, ante mi asombro, una muchacha tan joven como Agustina le estaba susurrando a un muchacho que era yo algo que él no entendía. Esa noche, Bender durmió solo. Pero desde esa noche «hacer el amor» significó brutalmente acostarse con una mujer. Confieso que me sentí ofendido. Era, me pareció, un abuso de lenguaje. Después seguí creciendo. Hablé poco y forniqué mucho. Pero nunca hice el amor. Prevariqué, eso sí, y puticé. Como el ventero que armó a don Quijote, recuesté viudas y deshice doncellas. Fifé, me encamé, jodí, copulé, corté como Jerineldo la rosa más fragante de algún jardín real, pinché y trinqué; rompí, sodomicé y desgolleté, conocí, folgué, serruché y hasta solitariamente me vicié, pero como había aprendido a desconfiar de las antiguas y hermosas palabras, no le hice a nadie, ni mucho menos hice con nadie, el amor. Yo creo que las mujeres lo saben, y por eso a veces fijan con desconsuelo su mirada en mi bragueta, como desde lejos, con los mismos ojos milenarios que tenía mamá cuando planchaba y yo jugaba a descuartizarme o a ser el señor Valdemar derretido, y cuando les pregunto qué pasa ellas dicen que a los tipos como Bender habría que cortarles la cuestión con una lata oxidada. No sé, a lo mejor todas las mujeres saben todo y es cierto nomás que los hombres somos seres inferiores e incompletos. De cualquier modo, algo descubrió Bender la tarde del 10 de junio de 1980, algo empiezo yo a descubrir ahora. Mientras voy doblando dulcemente hacia atrás el cuerpo de Agustina y me oigo decirle que no hable, que no piense, mientras la tiendo muy suavemente como a un objeto muy frágil sobre el brillante acolchado azul de la cama donde su cuerpo titila como una constelación que hubiese adoptado la forma de una mujer, he comenzado a develar el verdadero sentido de las palabras hacer el amor. Hacer el amor, armarlo, levantarlo piedra sobre piedra, arco a arco, columna a columna, y dejarlo instalado sobre el mundo, es desafiar nuevamente a Dios. El árbol vedado del remoto monte del Abuelo, antes que ningún otro conocimiento, enseñaba esa peligrosa sabiduría, y es así que todavía hay un ángel castrado entre las plantas amenazando los genitales de los hombres con una espada de fuego. Hacer el amor es robarle la mujer a Dios. Porque para armar el amor y habitarlo, hay, antes, que crear a la mujer, hacerla. La mujer es la casa del hombre, decían los antiguos. Es cierto. La mujer es una casa construida según la lenta albañilería de algún hombre. No me apures, Agustina, no te apures, esto que se está haciendo como un dibujo bajo la lluvia tiene sus leyes y sus ritmos, no es el amor, pero hay que escandirlo amorosamente como un verso. El amor no puede hacerse en unas horas, como yo creía, ni en semanas. Se tarda años. Hay hombres y mujeres que mueren sin haberlo hecho, sin saber cómo se hace, hay muchachas y muchachos a los que asesinaron sin haberles dejado levantar una sola viga ni abrir una ventana, hay generaciones y pueblos enteros que son diezmados, supliciados, ardidos hasta lo blando de los huesos, sin darles tiempo a reunir los materiales de hacer el amor, ahora mismo, mientras mi boca en tu oreja y tu boca de ahogada en mi cuello y mi mano subiendo por los contornos de médano de tu cuerpo, hay, sobre la húmeda y eléctrica piedra lustral de un sótano, en una cárcel, una adolescente roja que ya no va a temblar nunca con el temblor que ahora percibo bajo mis dedos como una caliente arena fina por la que pasara un río subterráneo. Vientres pateados, sexos deshechos, martirizadas bocas de dientes rotos, Agustina, ruinas nupciales, pedazos de parejas muertas que nunca van a sentir lo que por primera vez estás sintiendo ahora, este miedo dulce de ir cayendo hacia el centro de vos misma que hace rodar de un lado a otro en la oscuridad tu cabeza sobre la almohada, que te hace decir qué, qué me pasa, manos mutiladas que estuvieron vivas y que ya no encontrarán lo que tu mano, de pronto inexperta, busca entre mis piernas, hombres que tuvieron piernas y un sexo para usar entre las piernas, matas de cabello de mujer que no llenarán nunca el puño de un varón, puños de varón que nunca mías empujarán con dulce brutalidad la cabeza de una muchacha hasta la consentida sumisión, hasta la ambigua servidumbre que sólo la hembra del varón aprende, que no conocen las bestias ni los ángeles, pero que Agustina ahora no acepta, de rodillas sobre la alfombra y con las manos juntas como una mantis religiosa, volviendo a sacudir de un lado a otro la cabeza como si rezara, apretando los dientes acaso por el súbito horror de querer arrancarme el sexo de las entrañas, por primera vez no acepta, mientras Bender de pie sonríe y acaricia con cuidado y suavidad su cuello, como quien amansa un animalito cerril, le cubre dulcemente las orejas con las manos, se arrodilla junto a ella y le besa las lágrimas, la distrae, y como si jugara la va tendiendo sobre el piso y la abre como a un cauce mientras Agustina murmura por qué acá, por qué así, y él le dice que se calle, que no hay que pensar, que escuche, que escuche cómo cae la lluvia.

La del alba sería cuando Bender, mustio y desmejorado, se paró frente a un bar de la calle Pozos. Solo con su alma. Sigue lloviendo. Es una mañana gris como la que, hace cuatrocientos años, le inspiró a don Pedro de Mendoza la gigantesca broma de llamarle Buenos Aires a este pantano. Las gacelas del Valle de Nourjahad no tenían los ojos más grandes que Agustina esta mañana. Cuando lo miró por última vez, sin saberlo. Dos sonámbulos
maelström
violetas donde naufragará, uno de estos días, el corazón desarbolado de un adolescente que me llamará viejo verde. Debo constatar, en casa, si aún me queda algo sólido en la delicada bolsa del escroto. Me he pasado exactamente medio día en la cama. Doce horas. Irreparable pérdida. Homúnculos que podrían haber repoblado la Tierra, en caso de necesidad. Bender, frente a esa puerta, con el dinero justo para beberse un whisky matutino, medicinal y acaso póstumo, o para tomarse un taxi hasta Parque Centenario. Entro en el bar y abro el diario. Pero antes de abrir el diario veo lo que veo. Un joven matrimonio, enfrente. Llevan canastitos, sillas plegables, bidones. Veo dos bicicletas, una con sidecar. Esos dos no creen en la llovizna, van de picnic. Es feriado y tienen perro. Ponen dos niñas en el sidecar. Bender recuerda algo que le atañe. ¿Le atañe? O a lo mejor allá enfrente no llovizna, allá, en el mundo real. Un whisky doble, dice Bender. Murió a los 88 años, dice el diario. Allí están, desde hace veinticuatro horas, el titular, la noticia y la fotografía. Bender mira la cara del viejo, sus ojos de fauno, su boca sensual. Esa expresión divertida y maligna. Bender mira ahora su gran frente ascética, rapada, austera como un domo. Frente de lama tibetano. Esa cabeza y esos labios deben de haber combatido duro por apoderarse de su alma. Hay caras que no son caras, son campos de batalla. En la vereda de enfrente, la pareja que tiene un sol propio para los días de lluvia ha subido a sus bicicletas, el perro mueve la cola. Son salutíferos y a su modo eróticos. Hacen asado en el fondo. Su felicidad es del tamaño de un huevito de paloma, pero ellos la protegen de la lluvia. Y la empollan. Sábados y domingos. Porque así también era el mundo en tiempos de Bender, querido lector.

El viejo fauno lo miraba desde el diario no sin cierta socarronería.

—A tu salud, abuelo —ha dicho Bender alzando el vaso y mirando la cara del viejo—. A tu salud, y cada cual a su manera.

Un gran pájaro negro, arrastrado por la tempestad, entró en el bar. Bender sintió unas uñas clavadas firmemente en su hombro, bebió y miró plegarse en el suelo la sombra de unas alas.

Cuentos nuevos
Noche de Epifanía

Querido querido Jesús dios mío, perdóname que te lo cuente a vos justamente esta noche que debe ser un lío con todo lo de los chicos pobres y del África pero como ya escribí la carta de Matías no creo que esto lo pueda arreglar otra persona porque recién oí dar las doce y ellos ya deben andar por acá y capaz que lo traen, perdóname también que te diga de vos y no de tú como cuando rezo, pero si me pongo a pensar las palabras finas con el sueño que tengo voy a hacerme un matete o voy a parecer la tía Elvirita cuando se las quiere dar de educada. Me imagino que sabes que te habla Carolina, la hermana de Matías, pero por si acaso te lo cuento como le dice papá a mamá que hay que contarles las cosas a los hombres, como si fueran tarados, vos contame las cosas como si yo fuera tarado y no me vengas con sobrentendidos. Matías vos sabes que es medio loco pero yo lo quiero porque tiene cinco y es lindísimo y es mi hermano, aunque al principio lo quería menos porque se hacía pis encima y se cagaba todo, vos perdóname pero no te voy a decir que se hacía popo, como la tilinga de Elvirita, y de todas maneras ahora apenas se caga de vez en cuando porque ya aprendió a sacarse los pantalones solo. Lo que más me gusta son los ojos que tiene, que parecen esos papeles celestes medio plateados de los ramos de flores, y también me gustan esos dientes parejitos que la verdad no sé para qué te salen tan parejos si después se te caen y te vuelven a salir y encima te crecen para cualquier lado y parecen serrucho, pero cuando se te caen éstos sí que estás frita como la abuela que se olvida la dentadura en cualquier parte y cuando yo era más chica y no sabía cómo era ese asunto de los dientes postizos casi me muero de la impresión cuando me los encontré en la pileta del baño. No sé cómo vine a parar acá pero lo que quería decirte es que a Matías yo no le puedo negar nada, y por eso escribí la carta. Ese chico la tiene completamente dominada, dice mamá, ese chico es la piel de Judas pero su hermana es el brazo ejecutor. Y siempre cuenta la vez que él me hizo quemar los zapatos de presillas. Como a lo mejor es un pecado y nunca lo confesé te lo digo a vos directamente para que me perdones directamente. Matías odiaba esos zapatos de presillas que son iguales para nosotras y para los varones, y tenía razón, si no me gustaban ni a mí, y como el pobre tenía cuatro y era tan chico que ni sabía prender un fósforo me hizo traer alcohol fino, o lo del alcohol fue una idea mía, no sé, y me dijo Carolita linda, quémalos. Lo que pasa es que te mira con esos ojos redondos y celestes que parecen bolillones y quién le niega nada, cómo te vas a negar a escribirle una carta a un chico que no sabe escribir y que se empaca en no decirle a nadie lo que quiere para el día de los reyes ni nunca pensó que a lo mejor los reyes son los padres. No es que yo esté muy segura, pero si no son los padres para qué necesitan saber qué pedís, y lo malo es eso, Jesús querido querido, lo malo es que ahora no estoy nada segura, porque si los reyes no son una de esas macanas que inventan los grandes para que después la vida te desilusione, como dice Elvirita que tiene como veinticinco años y ya se quedó soltera, si los reyes son los reyes y son magos, vos no sabes, Jesús querido hijo de la santísima Virgen, lo que va a pasar en esta casa mañana a la mañana cuando se despierten, o dentro de un rato, porque a mí me parece que ya se lo trajeron. Y ahora que lo pienso esto tendría que estar contándoselo a la Virgen, que como es mujer y madre por ahí entiende mejor que vos este tipo de problemas de familia, pero ya que empecé no puedo cambiar de caballo en la mitad del río, como dice papá. Hace una semana que le andan dando vueltas, qué vas pedir para el día de los reyes, Matías, qué te gusta, un trencito, un videojuego, uno de esos para armar casitas. Matías nada. Decinos qué pediste, Matías, querés un triciclo. Nada. Los reyes saben lo que quiero. Sí, Matías, pero igual tenés que contarnos para que te ayudemos a pedir nosotros. Matías nada y que si el regalo es para él no precisa que nadie se meta, y ellos mira cómo Carolita nos dijo que pidió una bicicleta para que nosotros también pidamos con ella, y él a mí qué me importa Carolita el regalo es para mí y ellos son magos y saben todo. Y yo creo que es cierto que saben todo, porque desde hace un rato tengo la impresión de que ya se lo trajeron pero no pienso prender la luz ni abrir los ojos, debe medir como siete metros, y lo peor es que la carta de Matías la escribí yo. Pero no sólo a mí me tiene dominada, también a la abuela y a mamá. Me acuerdo la vez que me vio sin bombachas y se puso a llorar y a gritar como desesperado que yo no tenía pito, que lo había perdido o me lo habían cortado o qué sé yo qué burradas y mamá casi se desnuda para mostrarle que las mujeres no necesitamos ningún pito, hasta que papá le dijo pero qué estás haciendo, Mecha, te volviste loca. Y mamá dijo qué le va a pasar al chico si me mira, degenerado, o no te das cuenta que cree que han mutilado a la nena. Pero se va a impresionar, Mecha, decía papá. Cómo se va impresionar a los cinco años, cómo un inocente de cinco años se va a impresionar de su propia madre. Entonces la abuela dijo algo del bello público y ahí medio que me perdí. Tu marido lo dice por el bello público, dijo la abuela, y mamá se calmó de golpe, pero Matías seguía llorando como un huérfano y no había modo de convencerlo, o sea que los tiene dominados a todos, no a mí sola. Mamá dijo me depilo, y papá dijo ¡Mecha! y la abuela que es viejísima y por eso sabe más dijo hace que te toque y listo, con los pantalones que usas se va a dar cuenta enseguida, y la verdad que no me acuerdo cómo terminó porque cada vez tengo más sueño. Sí, Jesús querido de mi corazón, ya sé que estás esperando que te cuente lo de la carta, pero si no te explico los pormenores, como dice papá cuando discute con mamá, vos, Mecha, explicame bien los pormenores y no me andes con evasivas, si no te explico sin evasivas los pormenores de mi casa y cómo es mi hermano Matías cuando se empaca, cómo te explico lo de la carta. Porque al final le dijeron que escribiera una carta, y él que cómo iba a escribir una carta, tiene razón el pobre chico, si apenas cumplió cinco y es analfabeto, y ellos vos díctanos Matías y mamita o la abuela o Elvirita la escriben, y él que le compren un meccano y se vayan todos a la mierda, vos perdóname Jesús pero Matías no tiene mucho vocabulario, no como yo que todos se admiran del vocabulario que tengo y a lo mejor fue por eso que él me lo pidió a mí. Escribime la carta, Carolita linda, y me hizo jurar con los dedos en cruz que no se lo diga a nadie o me caigo muerta y cómo le voy a negar nada cuando me mira con esos ojos o será que salí a mi madre, como dice papá, y tengo el sí fácil. Sí, le dije, díctame. Vos pone señores reyes magos, y yo le dije mejor pongo queridos, y Matías vos pone señores y que lo quiero a rayas. Pero mira que yo leí en
Lo sé todo
que algunos miden como siete metros, contando la cola miden como siete metros. Fenómeno, dijo Matías, cuáles son los mejores. Los de Bengala, dije yo. Entonces pone queridos y que lo quiero de Bengala y pone que sea de verdad, dijo Matías, a ver si me traen uno de esos de pañolenci para tarados, y lo que yo creo Jesús de mi corazón es que ya se lo trajeron, lo oigo respirar entre mi cama y la de Matías, debe ser afelpado, debe ser tan hermoso, oigo cómo abanica suavemente su cola sobre la alfombra, ay lo que va ser mañana esta casa, lo que va a ser dentro de un rato cuando yo me duerma y papá entre a dejar mi bicicleta y el meccano de Matías, y por favor, cuando me castigues, acordare que me acordé de los chicos pobres y del África.

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