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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

Cuentos completos (85 page)

Cuando se supo el monto de la enorme riqueza heredada, surgieron, por supuesto, muchas conjeturas acerca de su posible utilización. La magnitud y la inmediata disponibilidad de la suma deslumbraron a todos los que pensaban en el tópico. Era fácil suponer al poseedor de cualquier suma
apreciable
de dinero realizando alguna de las mil cosas factibles. Con riquezas que sobrepasaran simplemente las de cualquier ciudadano hubiera sido fácil suponerlo entregado hasta el exceso a las extravagancias elegantes de su tiempo, o dedicado a la intriga política, o pretendiendo el poder ministerial, o persiguiendo un título más alto de nobleza, o formando grandes colecciones de obras maestras, o haciendo de munífico protector de las letras, las ciencias y las artes, o dotando y confiriendo su nombre a grandes instituciones de caridad. Pero, por la inconcebible riqueza en poder real del heredero, esos objetos y todos los objetos corrientes parecían ofrecer un campo demasiado limitado. Se recurrió a los números, pero éstos no hicieron más que sembrar la confusión. Se vio que, aun al tres por ciento, la renta anual de la herencia ascendía a trece millones quinientos mil dólares, lo cual daba un millón ciento veinticinco mil por mes, o treinta y seis novecientos ochenta y seis diarios, o mil quinientos cuarenta y uno por hora, o seis dólares veinte por cada minuto que pasaba. Así, pues, el sendero habitual de las suposiciones quedaba completamente interrumpido. Los hombres no sabían qué imaginar. Algunos llegaron a suponer que Ellison se despojaría de por lo menos la mitad de su fortuna, por ser una opulencia absolutamente superflua, para enriquecer a toda la multitud de parientes mediante la división de su sobreabundancia. En efecto, a los más cercanos hizo entrega de la riqueza verdaderamente insólita que poseía antes de heredar.

No me sorprendió, sin embargo, advertir que Ellison ya tuviera su opinión formada sobre un punto que había ocasionado tantas discusiones entre sus amigos. Ni me asombró demasiado la naturaleza de su decisión. Con respecto a las caridades individuales, había satisfecho su conciencia. En cuanto a la posibilidad de cualquier mejora propiamente dicha, operada por el hombre mismo en la condición general de la humanidad, tenía (lamento decirlo) poca fe. En general, por suerte o por desgracia, en gran medida se replegaba sobre sí mismo.

Era un poeta, en el sentido más amplio y más noble de la palabra. Poseía, además, el verdadero carácter, los augustos propósitos, la suprema majestad y dignidad del sentimiento poético. Instintivamente ponía en la creación de nuevas formas de belleza la satisfacción más completa, si no la única, de este sentimiento. Algunas peculiaridades, ya de su educación temprana, ya de la índole de su intelecto, habían teñido de lo que se llama materialismo todas sus especulaciones éticas; y fue esta tendencia, quizá, la que lo llevó a creer que el más ventajoso por lo menos, si no el único campo legítimo para el ejercicio poético, se hallaba en la creación de nuevos modos de belleza puramente
física
. Así es como no llegó a ser ni músico ni poeta, si usamos este último término en la acepción corriente. O quizá fuera que había desdeñado serlo simplemente por fidelidad a su idea de que en el desprecio a la ambición debe hallarse uno de los principios esenciales de la felicidad sobre la tierra. ¿No parece en verdad posible que, mientras una elevada forma de genio es necesariamente ambiciosa, la más elevada se encuentre por encima de la llamada ambición? ¿Y no puede haber ocurrido así que muchos más grandes que Milton hayan permanecido desdeñosamente «mudos e ignorados»? Creo que el mundo nunca ha visto, ni verá jamás —a menos que una serie de accidentes inciten a un espíritu de la más noble especie a un penoso esfuerzo— ese logro pleno, triunfante, en los más ricos dominios del arte, del cual la naturaleza humana es positivamente
capaz
.

Ellison no llegó a ser ni músico ni poeta, aunque ningún hombre viviera más profundamente enamorado de la música y de la poesía. En circunstancias distintas de las que lo rodearon no hubiera sido imposible que llegase a ser pintor. La escultura, aun siendo por su naturaleza rigurosamente poética, era demasiado limitada en su alcance y en sus consecuencias para ocupar, en ningún momento, largo tiempo su atención. Y acabo de mencionar todos los terrenos donde, según los entendidos, puede explayarse el sentimiento poético. Pero Ellison sostenía que el campo más rico, el más verdadero y el más natural, si no el más extenso, había sido inexplicablemente descuidado. Ninguna definición hablaba del jardinero-paisajista como del poeta; sin embargo, mi amigo opinaba que la creación del jardín-paisaje ofrecía a la Musa correspondiente la más espléndida de las oportunidades. Allí, en efecto, se hallaba el más hermoso campo para el despliegue de la imaginación en la interminable combinación de formas de belleza nueva; pues los elementos que entran en la combinación son, por su gran superioridad, los más espléndidos que la tierra puede brindar. En las múltiples formas y colores de las flores y los árboles reconocía los esfuerzos más directos y enérgicos de la naturaleza hacia la belleza física. Y en la dirección o concentración de este esfuerzo —o, más estrictamente, en su adaptación a los ojos que iban a contemplarlo en la tierra— se sentía obligado a emplear los mejores medios, trabajando para mayor beneficio en el cumplimiento, no sólo de su propio destino como poeta, sino de los augustos propósitos que movieron a Dios cuando insufló en el hombre el sentimiento poético.

«Su adaptación a los ojos que iban a contemplarlo en la tierra»; con su explicación de esta frase, Ellison me ayudó mucho a resolver lo que siempre consideraba yo un enigma: me refiero al hecho (que nadie, salvo un ignorante, puede discutir) de que no existe en la naturaleza ninguna combinación decorativa como puede producirla el pintor de genio. No se encontrarán en la realidad paraísos como los que resplandecen en las telas de Claude. En el más encantador de los paisajes naturales siempre se hallará una falta o un exceso, muchos excesos y muchas faltas. Mientras las partes componentes pueden desafiar, individualmente, la más alta destreza del artista, la disposición de estas partes siempre será susceptible de mejoramiento. En una palabra, no hay posición alguna en la amplia superficie del terreno
natural
donde un ojo artista, mirando detenidamente, no encuentre motivo de disgusto en lo que respecta a la llamada «composición» del paisaje. ¡Y, sin embargo, cuan ininteligible es esto! En todos los otros dominios hemos aprendido a considerar justamente a la naturaleza como soberana. En los detalles nos estremece la idea de competir con ella. ¿Quién tendrá la presunción de imitar los colores del tulipán, o de mejorar las proporciones del lirio del valle? La crítica que dice, a propósito de la escultura o el retrato, que la naturaleza debe ser exaltada o idealizada más que imitada, incurre en un error. Ninguna combinación pictórica o escultórica de elementos de belleza humana hace más que acercarse a la belleza viva y palpitante. Sólo en el paisaje es verdadero el principio del crítico; y, habiéndolo hallado verdadero en este caso, sólo un apresurado espíritu de generalización pudo llevar a considerarlo verdadero en todos los dominios del arte, y lo sintió, digo, verdadero en este caso, pues este sentimiento no es afectación ni quimera. Las matemáticas no brindan demostraciones más absolutas de las que proporciona al artista el sentimiento de su arte. No sólo cree, mas sabe positivamente que estas y aquellas disposiciones de elementos aparentemente arbitrarias constituyen, sólo ellas, la verdadera belleza. Sus razones, sin embargo, todavía no han madurado hasta llegar a la expresión. Queda por hacer un análisis más profundo del que el mundo ha visto hasta hoy, para lograr una completa investigación y expresión de esas razones. Sin embargo, lo confirma en sus opiniones instintivas la voz de todos sus hermanos. Supongamos una «composición» defectuosa; supongamos que deba hacerse una enmienda en la simple disposición de la forma; supongamos que esta enmienda se somete al juicio de los artistas del mundo: todos admitirán su necesidad. Y aún más: para remediar la composición defectuosa cada miembro aislado de la fraternidad sugerirá idéntica enmienda.

Repito que sólo en la disposición del paisaje es susceptible de exaltación la naturaleza física, y que, además, su posibilidad de mejoramiento en este único punto era un misterio que yo había sido incapaz de resolver. Mis pensamientos sobre el tema descansaban en la idea de que la primitiva intención de la naturaleza había sido disponer la superficie de la tierra de modo de satisfacer en todo punto el sentido humano de perfección en lo bello, lo sublime o lo pintoresco; pero que esa primitiva intención había sido frustrada por los conocidos trastornos geológicos, trastornos de forma y de color, en cuya corrección o suavizamiento reside el alma del arte. Sin embargo, debilitaba mucho esta idea su necesidad implícita de considerar esos trastornos como anormales y desprovistos de toda finalidad. Ellison fue quien sugirió que eran pronósticos de
muerte
. Lo explicó así:

—Admitamos que la inmortalidad terrena del hombre fue la primera intención. Tenemos entonces la primitiva disposición de la superficie de la tierra adaptada a ese estado de bienaventuranza que no existe, pero que fue concebido. Las perturbaciones fueron los preparativos para su condición mortal imaginada posteriormente.

»Ahora bien —decía mi amigo—, lo que consideramos una exaltación del paisaje bien puede serlo en verdad, pero sólo desde un punto de vista moral o humano. Cada cambio en el decorado natural produciría efectivamente una imperfección en el cuadro, si suponemos el cuadro visto ampliamente, en conjunto, desde algún punto distante de la superficie terrestre, aunque no esté fuera de los límites de su atmósfera. Es fácil comprender que lo que podría mejorar un detalle observado de cerca puede, al mismo tiempo, perjudicar un efecto observado en general o desde mayor distancia.
Puede
haber una clase de seres, alguna vez humanos, pero ahora invisibles para la humanidad, a quienes desde lejos nuestro desorden parezca orden, nuestros elementos no pintorescos, pintorescos; en una palabra, ángeles terrenos para cuya observación, más que para la nuestra, y para cuya apreciación de la belleza refinada por la muerte quizá haya dispuesto Dios los amplios jardines-paisajes de los hemisferios.

En el curso de la discusión mi amigo citó algunos fragmentos de un escritor que trata de la jardinería de paisaje con supuesta autoridad:

—Hay, hablando con propiedad, sólo dos tipos de jardinería de paisaje: el natural y el artificial. Uno trata de recordar la belleza original del campo adaptando sus medios al decorado circundante, cultivando árboles en armonía con las colinas o la llanura de la tierra vecina, descubriendo y llevando a la práctica esas delicadas relaciones de tamaño, proporción y color que, ocultas para el observador común, se revelan por doquiera al experimentado alumno de la naturaleza. El resultado del estilo natural en materia de jardinería se ve más bien en la ausencia de todo defecto e incongruencia, en el predominio de un orden y una armonía saludables, que en la creación de ninguna maravilla o milagro especial. El estilo artificial tiene tantas variedades como gustos diferentes a satisfacer. Presenta cierta relación general con los variados estilos de edificios. Hay las avenidas majestuosas y los retiros de Versalles, las terrazas italianas y un viejo estilo inglés vario y mezclado que admite cierta relación con el gótico civil o con la arquitectura isabelina. Por más que pueda decirse contra los abusos del jardín-paisaje artificial, una mezcla de puro arte en el marco de un jardín le añade gran belleza. Ésta es en parte agradable a la vista, por el despliegue de orden y de intención, y, en parte, moral. Una terraza con una vieja balaustrada cubierta de musgo evoca de inmediato a la vista las bellas figuras que por allí pasaron en otros días. La más leve muestra de arte es una evidencia de preocupación e interés humano.

»Por mis observaciones anteriores —dijo Ellison— usted comprenderá que rechazo la idea, expresada aquí, de recordar la belleza original del campo. La belleza original nunca es tan grande como la creada. Por supuesto, todo depende de la elección de un lugar con posibilidades. Lo que dice sobre “llevar a la práctica delicadas relaciones de tamaño, proporción y color” es una de esas simples vaguedades de expresión que sirven para cubrir la inexactitud del pensamiento. La frase citada puede significar todo o nada, y en modo alguno sirve de guía. Que el verdadero resultado del estilo natural en materia de jardinería se vea más bien en la ausencia de todo defecto o incongruencia que en la creación de ninguna maravilla o milagro especial, es una proposición más de acuerdo con la ramplona comprensión del vulgo que con los férvidos sueños del hombre de genio. El mérito negativo propuesto pertenece a esa crítica cojeante que en las letras ha elevado a Addison hasta la apoteosis. A decir verdad, mientras esa virtud que consiste en evitar simplemente el vicio apela de lleno al entendimiento, y de esta manera puede quedar circunscrita por la
regla
, la virtud más alta que flamea en la creación sólo puede ser aprehendida en sus resultados. La regla se aplica tan sólo a los méritos negativos, a las excelencias que reprimen. Más allá de éstas, el crítico de arte se limita a insinuar. Se nos puede enseñar a construir un
Catón
, pero en vano nos dirán cómo concebir un
Partenón
o un
Infierno
. Hecha la cosa, sin embargo, cumplida la maravilla, la capacidad de aprehensión se torna universal. Los sofistas de la escuela negativa que, incapaces de crear, escarnecieron la creación, son ahora los más ruidosos en el aplauso. Lo que, en la embrionaria condición de principio, ofendía su razón formalista, en la madurez de la realización nunca deja de arrancar admiración a su instinto de belleza.

»Las observaciones del autor sobre el estilo artificial —continuó Ellison— son menos objetables. La mezcla de arte puro en un escenario natural le añade una gran belleza. Esto es justo, como también lo es la referencia al sentimiento del interés humano. El principio expresado es incontrovertible, pero
puede
haber algo más allá. Puede haber un objeto acorde con el principio, un objeto inalcanzable para los medios comunes del individuo y que, de ser alcanzado, prestaría al jardín-paisaje un encanto muy superior al que puede conferir un sentimiento de interés simplemente humano. Un poeta que tuviera recursos económicos extraordinarios podría, manteniendo la necesaria idea de arte o de cultura, o, como el autor lo expresa, de interés, conferir a sus propósitos tanta extensión y al mismo tiempo tanta novedad en la belleza, que provocaría el sentimiento de intervención espiritual. Se vería que para lograr semejante resultado asegura todas las ventajas del interés o del
propósito
, mientras alivia su obra de la esperanza o la tecnicidad del
arte
terreno. En el más árido de los desiertos, en el marco más salvaje de la pura naturaleza, se manifiesta el arte de un Creador; pero este arte sólo aparece tras la reflexión; en modo alguno tiene la fuerza evidente de una sensación. Supongamos ahora que este sentido del propósito del Todopoderoso
descienda un grado
, llegue en cierto modo a una armonía o acuerdo con el sentido del arte humano que constituya un intermediario entre ambos; imaginemos, por ejemplo, un paisaje cuya amplitud y limitación combinadas, cuya belleza, magnificencia y
extrañeza
reunidas provoquen la idea de preocupación, de cultura y dirección de parte de seres superiores, pero análogos a la humanidad; así se mantiene el sentimiento de interés, mientras el arte implícito llega a cobrar el aspecto de un intermediario o naturaleza secundaria, una naturaleza que no es Dios ni una emanación de Dios, pero que sigue siendo naturaleza, en el sentido de una obra salida de manos de los ángeles que se ciernen entre el hombre y Dios.

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