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Authors: Michael Cunningham

Cuando cae la noche (11 page)

—¿Qué tal me va qué?

—Vamos, hombre.

—No me gusta Emily.

—¿Por qué no? —pregunta Matthew—. Es muy guapa.

—No es mi tipo.

—Eres demasiado joven para tener un tipo. Tú le gustas.

—No es verdad.

—¿Y qué tendría de malo si le gustases? Tienes que dejar de infravalorar tus encantos.

—Calla de una vez.

—¿Quieres que te cuente un secreto sobre las chicas?

—No.

—Les gusta la ternura. Te sorprendería lo lejos que podrías llegar con muchas chicas si te acercaras y les dijeras: «Creo que eres genial y muy guapa». Porque todas temen no serlo.

—Como si tú lo supieras.

—Tengo mis fuentes.

—Ya. ¿Te lo ha dicho Joanna?

—¡Ajá!

Joanna Hurst. La luminaria del cielo septentrional.

Es difícil imaginar un objeto más imposible. Es esbelta, grácil y conmovedoramente modesta; tiene el pelo largo y castaño rojizo y a veces se le pone delante de los ojos. Cuando escucha a los demás inclina la cabeza como si supiera que su belleza —sus enormes ojos y su sensual labio inferior, el brillo que despide toda su persona— debe apartarse un poco para que cualquiera tenga una oportunidad. Hace poco que ha empezado a salir con un chico mayor tan atlético y con tanto éxito que no necesita ser cruel, y su unión es tan celebrada como el compromiso de un heredero con una joven princesa de una acaudalada y poderosa nación rival. Joanna estaría fuera del alcance de Peter aunque no fuese tres años mayor que él y no tuviera ya novio.

Y no obstante… es la mejor amiga de Matthew; sin duda, si tuviera ocasión, podría ver en Peter algo de lo que ve en su hermano. Seguro que el chico con el que sale le parece un poco aburrido, uno de esos héroes locales guapos e insulsos que nunca salen vencedores en las películas; que siempre pierden contra alguien más normal pero también más inteligente, alguien más profundo, alguien como… Peter.

—¿Estás enamorado de Joanna? —le pregunta a Matthew.

—No.

—¿Crees que está enamorada de Benton?

—No está segura. Lo que significa que no.

Peter tiene en la punta de la lengua las preguntas imposibles: «¿Crees que tal vez…? ¿Te parece remotamente posible que…?».

Es incapaz. Una negativa sería insoportable. A sus doce años ya se ha acostumbrado demasiado a la idea de que nunca tendrá una verdadera oportunidad; de que es de los que se abren paso entre lo que dejan tras de sí los guerreros y merodeadores.

No sigue con la conversación. Se contenta con asegurarse de estar en casa, y bien vestido, los tres años siguientes, en las escasas ocasiones en que Joanna va a verles (hace mucho que él y Matthew comprendieron que a sus amigos no les gusta pasar demasiado tiempo en su casa: no hay nada de comer y su madre parece creer que sus amigos robarán algo si no los vigilan). Peter le dirá a Emily Dawson que es guapa, y así conseguirá que le haga una paja debajo de las gradas durante un partido varias noches más tarde, tras lo cual no volverá a dirigirle nunca la palabra. En ciertos momentos se sorprenderá actuando de forma viril y seductora en presencia de Matthew con la esperanza de que le diga a Joanna: «¿Sabes?, mi hermanito se está poniendo muy guapo».

No obstante, a medida que pasan los meses y Matthew no repara en la nueva virilidad de Peter, este se ve obligado a recurrir a los grandes remedios. Empieza sentándose (un gesto muy practicado de vaquero con los codos apoyados en el respaldo del sofá o la silla, y las piernas abiertas y las rodillas levemente flexionadas, como si estuviese a punto de saltar) y hablando con una profunda voz de barítono que a veces se le quiebra y que extrae como mejor puede de su diafragma. Al ver que nadie se da cuenta, Peter da un paso más en su campaña. Abandona su timidez habitual y se queda en calzoncillos siempre que él y Matthew están solos en la habitación («¿Sabes?, mi hermanito tiene un cuerpo muy atlético»); se pone a cantar, en voz baja, como si estuviese un poco despistado, algunas de las canciones de Cat Stevens favoritas de Matthew («¿Sabes?, mi hermano es un tipo muy sensible, y tiene muy buena voz»); y finalmente, a punto de cumplir los trece años, empieza a mirar profundamente a Matthew a los ojos siempre que hablan, fingiendo lo mejor que puede una ternura y una sobria sensibilidad, una atención profunda e interrogante («¿Sabes?, mi hermano es muy compasivo, un tipo muy tierno»).

Al echar la vista atrás, a Peter no se le ocurre cómo o por qué no pensó que Matthew creería que aquellas provocaciones iban dirigidas a él. Después, la singularidad de su propósito hará que a Peter se le den bien los negocios y muy mal el póquer y el ajedrez. A los doce años, a punto de cumplir los trece, comprenderá de pronto, una noche de invierno, que su actuación no ha llegado hasta Joanna o, lo que es peor, le ha llegado de una forma horrorosa. («¿Sabes? Creo que mi hermanito está enamorado de mí»).

Esa noche de febrero (febrero de Milwaukee, oscuro a partir de las tres de la tarde, con las ventanas golpeadas por pequeñas bolas de granizo sucio que lo mismo podrían ser partículas de oxígeno congelado), mientras Peter y Matthew están tumbados en sus camas hablando como acostumbran antes de que Matthew apague la luz; mientras Matthew dice no sé qué bobadas de Benton, el novio, Peter se levantará de su cama (vestido solo con sus calzoncillos y, a modo de concesión al frío, un par de calcetines de lana) y se sentará en el borde de la de su hermano con su expresión tierna y compasiva.

Matthew está diciendo: «… es un buen tipo, quiero decir que es majo, pero no hace falta ser un experto para saber que uno no debe comprarle entradas para el hockey a la novia el día de su cumpleaños…».

Se interrumpe y mira sorprendido a Peter, como si hubiese aparecido por arte de magia en su cama. No hay ningún precedente y a Matthew le ha costado unos segundos darse cuenta.

Habla al rostro amable de su hermano con aire de a mí puedes contármelo todo. Pregunta:

—¿Estás bien?

—Claro.

—¿Qué te pasa?

—Nada. Te estoy escuchando.

—Petey…


Peter
.


Peter
. Voy a preguntarte algo delicado, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Preguntarte algo delicado y…
DECIRTE QUE JOANNA HURST ESTÁ ENAMORADA DE TI
.

—¿No has tenido últimamente… sentimientos… un poco embarazosos?

—Hum, sí. Supongo que sí.

Lo siento, Benton, deberías haberle comprado un regalo mejor.

—Está bien. Lo entiendo.

—¿Ah, sí?

—Creo que sí. ¿No quieres contármelo?

—No creo que pueda.

—También lo entiendo. Oye, somos hermanos. El ADN, ¿qué se le va a hacer?

—Ajá.

Se hace un silencio. Peter hace acopio de valor.

Se las arregla para decir: «De modo que tú también la quieres».

Se produce otro silencio, esta vez es terrible. Las partículas de aire helado golpean contra el cristal de la ventana como si las estuviera lanzando un gigante.

Peter comprende. No del todo, pero… Comprende de un modo silencioso y con una sensación de vacío en el estómago, que se ha producido un error, que ha abierto la puerta equivocada. Matthew lo mira con la misma expresión amable que él ha estado ensayando los dos últimos meses. Por lo visto Peter no la había inventado…, se había limitado a copiársela de Matthew. El ADN, ¿qué se le va a hacer?

—No —responde Matthew—. No estoy enamorado de Joanna. Tú sí, ¿verdad?

—Por favor, por favor, por favor, por favor, no se lo digas.

—No lo haré.

Y así, de un modo tan poco convincente, termina su conversación no solo por esa noche, sino para siempre. Peter se levanta, vuelve a su cama y se tapa con las mantas. Matthew apaga la luz.

Peter… ¿se enamora…?, ¿de quién…? De Matthew en una playa de Michigan, un mes antes de que este cumpla los dieciséis años.

Están pasando las vacaciones en familia, una semana en una cabaña de fragante madera en Mackinac Island. Matthew ya es demasiado mayor para disfrutar con esas excursiones y Peter está a punto de serlo. La cabaña ya no es un depósito de maravillas conocidas (¡las camas siguen veladas con mosquiteras, los juegos de tablero todavía están allí!), sino un exilio tedioso y terrible, una semana expuestos a la cólera callada de su madre porque no están divirtiéndose y a los obstinados intentos de su padre por procurarles diversión; arañas en el baño y frías olas que chocan interminablemente contra la playa de grava.

No obstante, ese verano —maravilla de maravillas— a Joanna le han dejado ir a visitarlos el fin de semana.

No hay precedente para ese cambio en la tradición de los Harris. Hasta que Matthew acabó el instituto, los Harris observaron una devoción casi patriótica por lo que llamaban «tiempo en familia», períodos sacrosantos que los cuatro pasaban aislados y en los que insistían cada vez con más fervor a medida que fue más aparente que a nadie le gustaban. Nunca habían invitado a ninguno de los amigos de Peter o Matthew, por lo que la visita de tres días de Joanna en la semana anual en Mackinac era un auténtico misterio. Ahora, de adulto, Peter sospecha que sus padres empezaban a comprender las verdaderas inclinaciones de Matthew, y que en el último momento intentaron convertirse, o al menos quisieron pasar por padres cuyo apuesto hijo mayor podía dejar embarazada a alguna chica si no lo vigilaban, y para eso, claro, necesitaban que hubiese una chica. Peter había oído una conversación telefónica entre su madre y la de Joanna, en la que su madre le aseguraba a la otra que Matthew y Joanna estarían controlados en todo momento, y que Joanna dormiría en una habitación contigua a la suya.

¿Sería posible que esas dos mujeres creyesen necesarias esas precauciones?

¿Y por qué nadie pareció prestar atención a Peter? Era él quien, sin cuestionárselo ni dudarlo un instante, miraría por el ojo de la cerradura cuando Joanna estuviera en el baño, olisquearía cualquier traje de baño o toalla dejados a secar y, si tuviese el valor necesario (obviamente no era el caso), se colaría en la virginal habitación contigua a la de sus padres y lo arriesgaría todo —los gritos de Joanna, la vergüenza de sus padres— para verla, aunque fuera solo un instante, dormida y bañada por el claro de luna.

Era un caso claro de confusión de identidad. Otro de esos misterios aparentemente infinitos.

Hay poco y mucho que decir de la emoción de Peter. Vomitó dos veces por los nervios, en una ocasión unos días antes de que los cinco partieran a Mackinac, y en otra (que esperaba que hubiese pasado inadvertida) en los servicios de una gasolinera por el camino. Volvió a sentir náuseas, aunque no vomitó, cuando llegaron a la cabaña y Joanna se plantó con su perfume y las demás emanaciones de su persona en el hasta entonces familiar salón de madera de pino, volviéndolo profundo y eterno: su chimenea de piedra ennegrecida por el humo, el sofá hundido y los incómodos sillones de mimbre, la sensación imposible de erradicar de que no había sido utilizada en todo el invierno, los olores de madera húmeda y naftalina y algo que Peter no había olido antes y no ha vuelto a oler después, un aroma silvestre que asocia con el pelo de los mapaches.

—Esto es precioso —dice Joanna. Muchos años después, Peter sigue jurando que añadió una suave iluminación rosada a aquella triste habitación de color marrón.

Sí, se masturbó cinco o seis veces al día. Sí, no solo olisqueó la parte de abajo del biquini que ella había colgado a secar en la barandilla del porche (no olía demasiado, agua del lago y algo limpio, elusivo y vagamente metálico, como una valla metálica un día de invierno), sino que con la repulsiva indiferencia de un alcohólico en una fiesta, se la puso en la cabeza. Sí, notó que la vida se resquebrajaba a su alrededor y sí, hubo veces en que deseó que Joanna se marchase porque no estaba seguro de poder soportar su profunda convicción, que rechazaba con todas sus fuerzas, de que eso era todo lo que conseguiría de ella, que era y sería siempre un niño con la parte de abajo de un biquini en la cabeza, y de que aquellos días embriagadores pasados con Joanna serían también el principio de una larga vida de decepción marital. Algún dios había creído oportuno ponerlo tan cerca de la felicidad (Joanna mordiendo delicadamente, aunque con apetito —no era remilgada—, una hamburguesa con queso; Joanna sentada en las escaleras del porche en pantalones cortos y una camiseta blanca, pintándose de rosa las uñas de los pies; Joanna riéndose, como cualquier otra mortal, de un viejo episodio de
I Love Lucy
en el decrépito televisor en blanco y negro) para mostrarle lo que siempre desearía y nunca conseguiría.

Estará enamorado de Joanna toda su vida, aunque a medida que vaya pasando el tiempo, irá aumentándola, suplantándola y reinventándola, hasta el punto de que, tres años más tarde, cuando esté ordenando las cosas de Matthew en Milwaukee y encuentre su anuario escolar, al principio no reconocerá a Joanna en su foto del instituto: una belleza convencional del Medio Oeste, agradable, de cara redonda, con preciosos labios carnosos y ojos un poco pequeños, de cabello abundante y lustroso que le tapa la frente y el ojo derecho, un peinado de la época que afortunadamente hace decenios que pasó de moda. No es la Dama del Lago, ni siquiera se le parece, y por un momento Peter creerá que debieron de confundir la foto de Joanna con la de alguna otra, alguna fornida y fiable chica de Milwaukee de quien se suponía (igual que de Joanna) que se casaría con algún chico obtuso y guapo al que conocería en la facultad, tendría tres hijos muy pronto y viviría relativamente feliz en lo que suele llamarse una comunidad organizada.

En su lecho de muerte (o, más concretamente, en el pedazo de acera donde se desplomará cuando estalle su corazón) Peter recordará vivamente el siguiente episodio de una indolente tarde de sábado.

Matthew, Joanna y él han ido a la playa —¿adónde van a ir si no?— y Peter se queda sentado en la arena gruesa mientras ellos andan sin rumbo fijo con el agua por los tobillos y se hablan en voz baja aunque con apremio. Joanna ejemplifica el concepto de deseo en sus nalgas redondas medio tapadas por la uve de su biquini de color melón. Matthew es fuerte y musculoso por el patinaje, los rizos rubios oscuros le llegan casi a la nuca. Los dos están de espaldas a él en el agua negruzca y azul, contemplando la lechosa neblina del horizonte y, mientras los observa desde la arena, le embargan unos sentimientos totalmente inesperados, una sensación que le sale de las tripas, emite fluorescencia a través de su cuerpo y le aturde. No es exactamente deseo, aunque en parte lo sea. Es una pura, emocionante y levemente aterradora aprehensión de eso que llamará después belleza, aunque la palabra se queda corta. Es una hormigueante sensación de la presencia divina, de la inefable perfección de todo lo que existe y existirá, encarnada en Joanna y en su hermano (es innegable que él forma parte de ella) con el agua del lago por los tobillos, bajo un cielo gris pálido que no tardará en traer un poco de lluvia. El tiempo se detiene. De Joanna, Matthew, el lago y el cielo emana el vago recuerdo del bañador que lleva puesto Joanna, junto con el balsámico aroma de pino que nota ahora Peter; el inútil ardor de su padre y los cuidados voraces de su madre, y cómo ambos envejecerán y se irán apagando (a él se le amargó el carácter, ella se volvió más amable y se liberó al tener cada vez menos cosas que perder); Emily masturbando a Peter debajo de las gradas y sus flirteos con la pícara pelirroja Carol, que será su novia hasta justo antes de la graduación; el reloj de la escuela iluminado como la luna en otoño bajo el cielo crepuscular y el aire acondicionado y cargado de polvo de la farmacia Hendrix y más, y más y más. Matthew y Joanna se han metido hasta los tobillos en el lago Michigan una lánguida tarde de sábado y han convocado al vasto y sorprendente mundo. Al cabo de un momento, volverán a la playa y se sentarán junto a Peter. Joanna se recogerá el pelo con una cinta de goma, Matthew examinará una ampolla que ella se ha hecho en el pie izquierdo. Todo volverá a su sitio, aunque Peter le pondrá suavemente la mano en la nuca a su hermano, y Matthew se olvidará de la ampolla de su propio pie y se volverá para apretarle la rodilla derecha, como si entendiera (cómo no iba a entenderlo) que Peter ha tenido una visión. Peter nunca entenderá del todo por qué, en ese momento tan normal, el mundo decidió revelársele brevemente, pero lo asociará a Matthew y Joanna, una pareja encantada, mítica, perfecta y eterna, tan casta como Dante y Beatriz.

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