—Haré lo que crea mejor. Ella es lo que más me conviene.
—Ella es… una chica que hace eso, vivir contigo sin matrimonio…
—No estoy seguro de que yo lo desee tampoco.
—Y ella, ¿qué es lo que desea?
—Mira, ya lo descubriremos nosotros. Sé razonable, mamá.
—¿Tú me pides que sea razonable? ¿Que me calle y me quede tranquila y me muera y no diga nada? No puedo quedarme aquí y contemplar como os hacéis arrumacos.
—Entonces no mires. Tienes que aprender a conocerme, mamá.
—Tu padre hubiera… —pero no terminó la frase. A la fría luz de la calle, se envaró—. Déjala. —Su rostro estaba rígido.
—No.
—Entonces acompáñame a mi habitación.
Cuando regresó a su bungalow, Penny estaba leyendo el Time y comiendo almendras.
—¿Cómo ha ido? —sonrió amargamente por una comisura de la boca.
—No vas a ser elegida Miss Israel.
—Tampoco lo pretendía. Jesús, he visto estereotipos antes, pero…
—Aja. Todas esas tonterías suyas acerca de Roth.
—No era eso exactamente lo que ella pretendía decir.
—No, no lo era —admitió él.
A la mañana siguiente su madre telefoneó desde el motel. Tenía intención de pasar el día paseando por la ciudad, viendo las cosas interesantes. Dijo que no deseaba robarle su tiempo en la universidad, así que iría sola. Gordon admitió que probablemente era lo mejor, puesto que tenía un día ajetreado ante él: una clase, un seminario, llevar al conferenciante del seminario a comer, dos reuniones del comité por la tarde, y una entrevista con Cooper.
Regresó al apartamento más tarde de lo habitual aquella tarde. Llamó al motel donde estaba su madre, pero no obtuvo respuesta, Penny llegó a casa y cenaron juntos. Ella estaba teniendo algunos problemas con el trabajo de su curso y necesitaba consultar algunos libros. A las nueve terminaron con los platos y Gordon desplegó parte de sus notas sobre la mesa del comedor para preparar sus próximas clases. Terminó cuando eran casi las once, y sólo entonces se acordó de su madre. Llamó al motel. Le dijeron que había dado órdenes de «no molesten», y que no deseaba que le pasaran ninguna llamada. Gordon pensó en ir hasta allí y llamar a su puerta. Pero estaba cansado, y decidió ir a verla a primera hora de la mañana siguiente.
Se despertó tarde. Se preparó un bol de cereales mientras revisaba sus notas para la clase de mecánica clásica, comprobando los pasos de los problemas que debería desarrollar. Estaba metiendo los papeles en su maletín cuando pensó en llamar al motel. De nuevo su madre ya había salido.
A media tarde su conciencia le estaba remordiendo. Regresó temprano a casa y lo primero que hizo fue dirigirse al motel. No hubo respuesta a su llamada. Fue a preguntar a recepción, y el empleado miró en la pequeña casilla del correo bajo el número de su habitación. El hombre extrajo un sobre blanco y se lo tendió a Gordon.
—¿Doctor Bernstein? Sí. Dejó esto para usted, señor. Pagó ya su cuenta.
Gordon abrió el sobre, sintiéndose aturdido. Dentro había una larga carta, repitiendo los temas de su última discusión con más detalle. No podía comprender cómo un hijo, tan devoto hasta entonces, podía herir a su madre de aquel modo. Se sentía mortificada. Aquello que él estaba haciendo era moralmente erróneo. Enredarse con una chica tan diferente, vivir así… un horrible error. Y hacer aquello por una chica como ella, ¡por una shtunk de chica! Su madre estaba llorando, su madre estaba llena de preocupación por él. Sabía que no podía hacerle cambiar fácilmente de opinión. De modo que iba a dejarle solo. Iba a dejar que recuperara por sí mismo su cordura. Ella estaría bien. Iba a ir a Los Ángeles a ver a su prima Hazel, Hazel que tenía tres espléndidos hijos y a la que no había visto en siete años. Desde Los Ángeles volaría de vuelta a Nueva York. Quizá dentro de algunos meses pudiera acudir a visitarle de nuevo. Mejor aún, quizás él decidiera ir a visitarla antes a ella. Ver a sus amigos en Columbia. Ir a ver a la gente de la vecindad, que se alegraría enormemente de verle, la gran personalidad de toda la manzana. Hasta entonces, no dejaría de escribirle y de esperar. Una madre siempre espera.
Gordon se metió la carta en el bolsillo y se dirigió a casa. Se la mostró a Penny, y hablaron un rato acerca de ello, y luego él decidió archivarla en la parte de atrás de su mente, enfrentarse a su madre mas tarde. Normalmente esas cosas se curaban por sí mismas, si se les daba un poco de tiempo.
—Bien, ¿dónde demonios esta? —estalló Renfrew. Paseó arriba y abajo por su oficina, cinco pasos en una dirección, cinco pasos en la otra.
Gregory Markham permanecía sentado en silencio, observando a Renfrew. Había estado meditando durante media hora aquella mañana, y se sentía relajado y centrado. Miró más allá de Renfrew, al otro lado de las grandes ventanas del Cav que daban el máximo toque de lujo a su construcción. Los amplios campos más allá se extendían llanos y tranquilos, increíblemente verdes en la primera acometida del verano. Los ciclistas se deslizaban silenciosamente a lo largo de las pistas de la Cotón, con paquetes sujetos en sus partes traseras. El aire matutino era ya cálido y pesado. Una bruma azul rodeaba las distantes agujas de Cambridge y formaba un anillo en torno al amarillo sol aposentado sobre la ciudad. Aquél era el mejor momento del día, pensó Markham, cuando parecía que una extensión infinita de tiempo se abría ante ti, y que cualquier cosa podía realizarse en el mar de tranquilos minutos que se extendían por delante.
Renfrew seguía paseando arriba y abajo. Markham se agitó.
—¿A qué hora dijo que estaría aquí?
—A las diez, maldita sea. Salió hace horas. Tuve que llamar a su oficina con pretexto de cualquier cosa para preguntar si aún estaba allí. Me dijeron que se había marchado por la mañana, antes de la hora punta. Así que, ¿dónde está?
—Solamente son las diez y diez —señaló Markham conciliadoramente.
—Sí, pero infiernos, no puedo empezar hasta que él llegue. Tengo a todos los técnicos esperando. Estamos todos preparados. Está malgastando el tiempo de todo el mundo. A él no le importa este experimento, y nos está haciendo sufrir.
—Obtuviste la subvención, ¿no? Y ese equipo de Brookhaven.
—Una subvención limitada. Lo suficiente para seguir adelante, pero sólo lo justo. Nos están estrangulando. Tú sabes y yo sé que ésta puede ser la única oportunidad de sacarnos de este agujero. ¿Y ellos qué es lo que hacen? Me obligan a proseguir el experimento con una miseria y luego ese estúpido ni siquiera se preocupa en llegar a tiempo para presenciarlo.
—Es un administrador, no un científico. De acuerdo, su política de subvenciones es corta de miras. Pero mira, la FNC no enviará nada más excepto bajo presión. Probablemente lo están usando para otras cosas. No puedes esperar que Peterson haga milagros.
Renfrew dejó de pasear y se lo quedó mirando.
—Supongo que resulta evidente que no me cae bien en absoluto. Espero que el propio Peterson no se haya dado cuenta de ello, o podría ponerse en contra del experimento.
Markham se alzó de hombros.
—Estoy seguro de que lo sabe. Resulta claro para todo el mundo que vuestras personalidades son muy diferentes, y Peterson no es estúpido. Mira, puedo hablar con él, si quieres… lo haré, de hecho. En cuanto a ponerse en contra del experimento… tonterías. Debe estar acostumbrado a no caerle bien a la gente. No creo que le importe en absoluto. No, pienso que puedes contar con su apoyo. Pero solamente un apoyo parcial. Está intentando cubrir todas sus apuestas, y eso significa tener que repartir mucho su apoyo.
Renfrew se sentó en su silla giratoria.
—Lo siento si estoy un poco tenso esta mañana, Greg. —Se pasó unos gruesos dedos por su cabello—. Llevo varios días trabajando día y noche… mientras puedo utilizar la luz… y probablemente estoy cansado. Pero principalmente me siento frustrado. No dejamos de captar ese ruido, y embrolla todas las señales.
Una repentina agitación de actividad en el laboratorio llamó su atención. Los técnicos que hacía un minuto estaban charlando tranquilamente tenían ahora un aspecto absorto y preparado. Peterson estaba abriéndose camino a través del laboratorio. Llegó a la puerta de la oficina de Renfrew y saludó brevemente a los dos hombres con una ligera inclinación de cabeza.
—Lamento llegar tarde, doctor Renfrew —dijo, sin ofrecer ninguna explicación—. ¿Podemos empezar inmediatamente?
Mientras Peterson se volvía de nuevo hacia el laboratorio, Markham observó con una ligera sorpresa las manchas de barro en sus elegantes zapatos, como si hubiera estado caminando por un campo recién arado.
Eran las 10.47 de la mañana cuando Renfrew empezó a pulsar lentamente la palanca de señales. Markham y Peterson permanecían de pie tras él. Los técnicos comprobaban todas las demás mediciones del experimento y efectuaban los ajustes necesarios.
—¿Tan fácil es enviar un mensaje? —preguntó Peterson.
—Simple Morse —dijo Markham.
—Entiendo, para maximizar las probabilidades de que sea decodificado.
—¡Maldita sea! —Renfrew se puso bruscamente en pie—. El nivel de ruido se ha incrementado de nuevo.
Markham se inclinó hacia delante y observó la pantalla del osciloscopio. El trazado danzaba y saltaba, una línea marcando un rastro al azar.
—¿Cómo puede haber tanto ruido en una muestra enfriada de indio? —preguntó Markham.
—Cristo, no lo sé. Hemos tenido problemas durante todo el tiempo.
—No puede ser térmico.
—¿La transmisión es imposible con esto? —indicó Peterson.
—Por supuesto —dijo Renfrew, irritado—. Amplía la línea de resonancia de los taquiones y embrolla la señal.
—¿Entonces el experimento no puede funcionar?
—Infiernos, yo no he dicho eso. Es tan sólo un inconveniente. Estoy seguro de que podremos resolver el problema. Un técnico llamó desde la plataforma de arriba.
—¿Señor Peterson? Le llaman al teléfono, dicen que es urgente.
—Oh, de acuerdo. —Peterson se apresuró por la escalerilla metálica y desapareció. Renfrew conferenció con algunos técnicos, comprobó personalmente las lecturas, y se apresuró arriba y abajo durante varios minutos. Markham permaneció observando la señal del osciloscopio.
—¿Alguna idea de lo que puede ser? —preguntó Renfrew.
—Una fuga de calor, posiblemente. Quizá la muestra no esté bien aislada de los choques.
—¿Quieres decir de gente yendo de un lado para otro por la habitación, ese tipo de cosa?
Renfrew se alzó de hombros y siguió con su trabajo. Greg se frotó pensativamente el labio inferior con un dedo y estudió el amarillo espectro del ruido en la verde pantalla del osciloscopio. Al cabo de un momento preguntó:
—¿Disponéis de algún correlacionador que podáis usar en esta instalación?
Renfrew se detuvo por un momento, pensando.
—No, aquí no. Nunca hemos necesitado uno.
—Me gustaría ver si podemos extraer alguna estructura de ese ruido.
—Bueno, supongo que podríamos conseguir uno. Aunque tomará un cierto tiempo conseguir algo que pueda irnos bien. Peterson apareció encima de ellos.
—Lo siento, tengo que ir a un teléfono de seguridad. Ha ocurrido algo.
Renfrew se volvió sin decir nada. Markham subió la escalerilla.
—Aun así creo que el experimento va a sufrir un cierto retraso.
—Oh, estupendo. No deseo volver a Londres sin haberlo visto. Pero tengo que hablar con algunas personas en una línea telefónica confidencial. Hay una en Cambridge. Probablemente me tomará una hora o así.
—¿Tan mal están las cosas?
—Parece que sí. Esa enorme floración de diatomeas en la costa sudamericana, del lado del Atlántico, parece estar extendiéndose fuera de control.
—¿Floración?
—Una expresión de biología. Significa que el fitoplancton ha entrado en combinación con los hidrocarburos clorados que hemos estado utilizando como fertilizantes. Pero hay algo más. Los técnicos están rompiéndose la cabeza para descubrir cómo este caso difiere de los anteriores, cuyos efectos en la cadena alimentaria del océano eran más pequeños.
—Entiendo. ¿Podemos hacer algo al respecto?
—No lo sé. Los americanos han realizado algunos experimentos controlados en el océano Indico, pero creo que los progresos son más bien lentos.
—Bien, no quiero retrasar sus llamadas telefónicas. Tengo algo sobre lo cual trabajar, una idea acerca del experimento de John. Dígame, ¿conoce usted el Whim?
—Sí, está en la calle Trinity. Cerca de Bowes & Bowes.
—Probablemente necesitaré una copa y algo de comida dentro de una hora o así. ¿Por qué no nos encontramos allí?
—Buena idea. Lo veré al mediodía.
El Whim estaba lleno de estudiantes. Ian Peterson se abrió camino por entre la multitud que se apiñaba junto a la puerta y se detuvo por un momento, intentando orientarse. Los estudiantes cerca de él se estaban pasando jarras de cerveza por encima de sus cabezas, y una de ellas lo salpicó. Peterson sacó un pañuelo y se limpió con un gesto de desagrado. Los estudiantes ni siquiera se dieron cuenta. Era el final del año académico y estaban de un humor más bien festivo. Unos cuantos estaban borrachos. Hablaban con voz fuerte en latín macarrónico, una parodia de alguna ceremonia oficial a la que acababan de asistir.
—¡Eduardus, dona, mihi plus beerus! —gritó uno.
—¿Beerus? ¿O Deus, quid dicit? ¡Ecce sanguinus barbarus! —declamó otro.
—¡Mea culpa, mea máxima culpa! —respondió el que había hablado primero, en burlona contrición—. ¿Pero cómo demonios se dice cerveza en maldito latín?
—¡Alum! —respondieron varias veces—. ¡Vinum barbaricum! ¡Imbibius hopius! —Hubo risotadas. Se sentían todos muy ingeniosos. Uno de ellos, hipando, se deslizó suavemente hasta el suelo y se quedó allí. El segundo orador extendió su brazo sobre él y entonó solemnemente:
—Requiesecat in pace. Et lux perpetua y lo que venga a continuación.
Peterson se apartó de ellos. Sus ojos estaban empezando a acostumbrarse a la comparativa semipenumbra después de la brillante luz de Trinity. En la pared un cartel amarillento anunciaba que algunos platos del menú habían sido suprimidos… temporalmente, por supuesto. En el centro del local una enorme cocina de carbón crujía y silbaba. Un ajetreado cocinero la presidía, pasando cacharros de los ruegos pequeños a los más grandes y viceversa. Cada vez que retiraba un cacharro de uno de los fuegos, un resplandor de luz del interior de la cocina iluminaba momentáneamente sus manos y su sudoroso rostro, dándole el aspecto de un ajetreado demonio naranja. Los estudiantes sentados en las mesas alrededor de la cocina lo animaban con sus voces.