Gösta había encabezado la marcha y llamó a la puerta con unos golpecitos discretos. Sin respuesta. Volvió a llamar, más fuerte esta vez.
—¿Hedda? —Aporreó con el puño, con más fuerza a cada golpe, pero al cabo de unos minutos, intentó abrir. No estaba cerrado con llave y se abrió sin oponer resistencia.
Acababan apenas de entrar cuando ambos se llevaron la mano a la nariz para defenderse del hedor. Era como entrar en una pocilga. Había basura por doquier, restos de comida, periódicos atrasados y, sobre todo, botellas vacías.
—¿Hedda? —gritó Gösta avanzando despacio por el vestíbulo. Nadie respondía—. Voy a echar un vistazo a ver si la encuentro —dijo.
Patrik no podía hablar y asintió con la cabeza. El que hubiese personas capaces de vivir de aquel modo era algo que escapaba a su razón.
Tras unos minutos de búsqueda, Gösta volvió y le hizo a Patrik una seña para que lo acompañase.
—Está en la cama. Totalmente fuera de combate. Tendremos que intentar despabilarla. ¿Preparas tú el café?
Patrik contempló desorientado la cocina. Al final, dio con una lata llena de café en polvo y un cazo vacío. Le dio la impresión de que sólo se usaba para hervir agua: a diferencia del resto del menaje de cocina, tenía un aspecto más o menos limpio.
—Vamos, ven aquí. —Gösta se presentó en la cocina arrastrando lo que más que una mujer parecía una piltrafa. Hedda emitía un murmullo espeso, pero logró con apuros ir poniendo un pie delante del otro hasta la silla a la que Gösta la dirigía. La mujer se desplomó en el asiento, extendió los brazos sobre la mesa, apoyó en ellos la cabeza y se puso a roncar sin más dilación—. Hedda, no te duermas otra vez, tienes que despertarte. —Le zarandeó el hombro con delicadeza, pero ella no reaccionó. Señaló con la cabeza el cazo del fogón donde ya hervía el agua—. Café —dijo.
Patrik se apresuró a servir uno en la taza menos mugrienta que encontró. A él no le apetecía lo más mínimo.
—Hedda, tenemos que hablar contigo —insistió Gösta.
La mujer respondió con el mismo murmullo ininteligible, pero se incorporó despacio y, balanceándose levemente de un lado a otro, intentó fijar la mirada.
—Somos de la policía de Tanumshede. Patrik Hedström y Gösta Flygare. Tú y yo nos hemos visto ya en varias ocasiones. —Gösta articulaba de forma exagerada a fin de conseguir que al menos algo de lo que decía penetrase en la conciencia de aquella mujer.
Le indicó a Patrik por señas que se acercase y tomase asiento, y ambos se colocaron enfrente de Hedda. El hule de la mesa, que en su día lució un estampado de rosas sobre fondo blanco, estaba ahora lleno de restos de comida, migas y grasa hasta el punto de que apenas se distinguía el dibujo. E igual de difícil resultaba imaginar cuál habría sido el aspecto de Hedda en el pasado. El alcohol le había destrozado el cutis dejándolo cuarteado y surcado de profundas arrugas y toda ella parecía recubierta de una gruesa capa homogénea de grasa. El cabello, que un día fue rubio, sin duda, colgaba ahora gris y enmarañado en una cola de caballo recogida en la nuca. Y, seguramente, llevaba mucho tiempo sin lavárselo. Vestía una rebeca repleta de agujeros que daba la impresión de haber sido adquirida cuando era mucho más delgada. Le quedaba estrecha de hombros y de cuerpo.
—¡Qué coño...! —interrumpió la frase y su final quedó reducido a un torpe balbucir que la mujer acompañó de un leve balanceo en la silla.
—Toma un poco de café —le propuso Gösta con una dulzura sorprendente, al tiempo que le acercaba la taza de modo que quedase dentro de su campo de visión.
Hedda obedeció sin rechistar y, con mano trémula, tomó la pequeña taza de porcelana y apuró el café de un solo trago. Hecho esto, apartó la taza con brusquedad, y Patrik la cazó al vuelo justo cuando estaba a punto de caer.
—Queremos hablar del accidente —dijo Gösta.
Hedda alzó la cabeza muy despacio y le dirigió una mirada turbia. Patrik había decidido guardar silencio y dejar que Gösta se encargase de la charla.
—¿El accidente? —repitió Hedda, cuyo cuerpo parecía haber recobrado algo de estabilidad.
—En el que murieron los niños. —Gösta no apartaba la vista de la mujer.
—Pues yo no quiero hablar de eso —farfulló Hedda desechando la propuesta con un gesto de la mano.
—Pero tenemos que hacerlo —insistió Gösta, aunque sin abandonar el tono amable.
—Se ahogaron. Todos se ahogan, ¿sabéis? —Hedda agitó el dedo en el aire rítmicamente—. ¿Sabéis? Primero se ahogó Gottfrid. Había salido a pescar caballa y tardaron una semana en encontrarlo. Una semana me pasé esperándolo, aunque claro, ya sabía yo, aquella misma noche, que Gottfrid ya no regresaría jamás con su mujer y sus hijos. —La mujer sollozó ausente, como si se hallase a muchos años de distancia.
—¿Cuántos años tenían los niños entonces? —preguntó Patrik.
Hedda lo miró por primera vez.
—¿Los niños? ¿Qué niños? —preguntó desconcertada.
—Los mellizos —aclaró Gösta atrayendo así su atención—. ¿Cuántos años tenían entonces los mellizos?
—Tenían dos años. Casi tres. Dos auténticas fierecillas. Sólo gracias a la ayuda de Gottfrid tenía yo fuerzas para criarlos. Cuando él... —A Hedda se le apagó otra vez la voz. Miró a su alrededor por la cocina como buscando algo, hasta que se detuvo en uno de los muebles. Entonces se levantó con mucho esfuerzo y se arrastró hasta la puerta, la abrió y sacó una botella de Explorer—. ¿Queréis un trago? —preguntó sosteniendo la botella. Al ver que ambos negaban con la cabeza, rompió a reír—. ¡Menos mal, porque no pensaba invitaros! —Su risa sonaba como un repiqueteo.
Hedda llevó la botella a la mesa y volvió a sentarse. No se molestó en buscar un vaso, sino que se llevó la botella a la boca y dio un trago. A Patrik le quemaba la garganta sólo de verla.
—¿Qué edad tenían los mellizos cuando se ahogaron? —preguntó Gösta. Pero Hedda no pareció oírlo, sino que permaneció en silencio con la mirada perdida.
—Era tan elegante —volvió a balbucear Hedda—. Llevaba abrigo y un collar de perlas y todo. Una mujer elegante, vaya si lo era...
—Pero ¿quién? —dijo Patrik muerto de curiosidad—. ¿Qué mujer? —Pero Hedda parecía haber perdido el hilo.
—¿Qué edad tenían los mellizos cuando se ahogaron? —repitió Gösta con más claridad esta vez.
Hedda se volvió hacia él con la botella en alto y a medio camino hacia la boca.
—Pero si los mellizos no se han ahogado, ¿no? —Volvió a empinar la botella.
Gösta le lanzó a Patrik una mirada elocuente y se inclinó ansioso.
—¿No se ahogaron los mellizos? ¿Y dónde están?
—¿Cómo que no se ahogaron? —El miedo afloró de pronto en la mirada de Hedda—. Claro que sí, se ahogaron, claro que se ahogaron... —Volvió a dar un trago, con los ojos cada vez más turbios.
—¿Qué pasó, Hedda? ¿Se ahogaron o no se ahogaron? —Gösta oyó la desesperación de su tono de voz, que no parecía surtir en Hedda otro efecto que el de hacerla adentrarse más aún en la bruma. De hecho, ni siquiera respondió, sólo meneó la cabeza.
—No creo que podamos sacarle más —se lamentó Gösta.
—No, yo tampoco lo creo, hemos de intentarlo por otra vía. Quizá debiéramos echar un vistazo por la casa.
Gösta asintió y se volvió hacia Hedda, que ya estaba a punto de apoyar de nuevo la cabeza en la mesa.
—Hedda, ¿podemos echarle una ojeada a tus cosas?
—Eh... —respondió la mujer antes de dormirse.
Gösta colocó su silla pegada a la de ella para que no cayese al suelo y los dos policías empezaron a inspeccionar la vivienda.
Una hora más tarde no habían encontrado nada más que basura, basura y más basura. Patrik lamentó no haberse llevado los guantes y ahora tenía la sensación de que le picaba todo el cuerpo. Sin embargo, no hallaron el menor indicio de que en aquella casa hubiesen vivido un día dos niños. Hedda debió de deshacerse de todas sus cosas.
Lo que había mencionado acerca de una «mujer elegante» seguía resonándole en los oídos. No se le iba de la cabeza, de modo que se sentó al lado de Hedda y trató de despabilarla otra vez. La mujer se incorporó a regañadientes, pero no podía sostener derecha la cabeza, que se le fue hacia atrás hasta que logró estabilizarla.
—Hedda, tienes que responder a mi pregunta. Esa señora tan elegante, ¿es la que tiene a tus hijos?
—Eran tan traviesos. Y yo sólo iba a Uddevalla a hacer unos recados. Tenía que comprar algo de beber también, no me quedaba una gota de alcohol en casa —farfulló mirando por la ventana el mar que lanzaba destellos al sol primaveral—. Pero ellos no dejaban de armar jaleo. Y yo estaba tan cansada y la mujer era tan elegante... Muy amable. Ella podía llevárselos, me dijo. Así que se los di.
Hedda se giró hacia Patrik que, por primera vez, advirtió en su mirada un sentimiento sincero. En lo más hondo de aquel ser existían un dolor y una culpa tan inexplicables que sólo el alcohol era capaz de ahogarlos.
—Pero me arrepentí —aseguró con el llanto en los ojos—. Y entonces, ya no los encontré. Busqué y busqué, pero se habían esfumado. Igual que la señora elegante. La que llevaba un collar de perlas. —Hedda se pasó la mano por el cuello para indicar dónde lucía el collar—. Ella también se había esfumado.
—Pero ¿por qué dijiste que se habían ahogado? —Patrik vio con el rabillo del ojo que Gösta los escuchaba desde el umbral de la puerta.
—Sentía vergüenza... Y quizá con ella estaban mejor. Pero yo sentía vergüenza...
Hedda volvió a mirar el mar y permanecieron un buen rato en silencio. El cerebro de Patrik trabajaba a toda máquina para asimilar lo que acababa de oír. No era difícil concluir que la «señora elegante» era Sigrid Jansson, que, por alguna razón, se había llevado a los hijos de Hedda. Y quizá jamás consiguieran averiguar el porqué.
Cuando se levantó y se volvió hacia Gösta, le temblaban las piernas de tanta desdicha como acababa de oír. Entonces vio que el colega tenía algo en la mano.
—He encontrado una fotografía—dijo—. Debajo del colchón. Una fotografía de los mellizos.
Patrik la cogió para verla. Dos niños pequeños, de unos dos años de edad, sentados en el regazo de sus padres, Gottfrid y Hedda. Se los veía felices. Debieron de tomarla poco antes de que Gottfrid muriera ahogado. Antes de que todo se derrumbase. Patrik escrutó la cara de los niños. ¿Dónde estarían ahora? Y, ¿sería alguno de ellos un asesino? Nada le desvelaban los rostros gordezuelos de los pequeños. Hedda se había vuelto a dormir en la mesa de la cocina. Y Patrik y Gösta salieron a respirar la brisa pura del mar. Muy despacio, Patrik se guardó la instantánea en la cartera. Él mismo se encargaría de que Hedda la recuperase cuanto antes. Ahora la necesitaban, para dar con el asesino.
Durante la travesía de regreso guardaron el mismo silencio que en el viaje de ida. Sin embargo, en esta ocasión, el silencio se percibía impregnado de conmoción y de dolor. Dolor por lo frágil e insignificante que resultaba a veces el ser humano. Conmoción por la trascendencia que sus errores podían llegar a alcanzar. Patrik se imaginó a Hedda errabunda por Uddevalla, buscando a unos hijos que, en un ataque de resignación, cansancio y síndrome de abstinencia, le había entregado a una completa desconocida. Sintió el pánico que debió de experimentar cuando comprendió que no encontraría a sus hijos. Y la desesperación que la impulsó a decir que se habían ahogado en lugar de admitir que se los había dejado a una extraña.
Cuando Patrik amarró el viejo bote al pontón del muelle, rompieron el silencio.
—Bueno, pues ahora ya lo sabemos —dijo Gösta, aún con sentimiento de culpa.
Patrik le dio una palmadita en el hombro cuando se encaminaron al coche.
—Tú no podías saberlo —lo consoló.
Gösta no respondió y Patrik sospechaba que nada de lo que dijese podría mitigar sus remordimientos.
—Hemos de averiguar cuanto antes qué fue de los niños —observó Patrik mientras conducían rumbo a Tanumshede.
—¿Seguimos sin tener noticias de los Servicios Sociales de Uddevalla?
—No, no creo que resulte fácil rescatar información tan antigua. Pero ha de estar en algún lugar. Dos niños de cinco años no pueden desaparecer sin más.
—¡Qué vida más desgraciada la de esa mujer!
—¿Te refieres a Hedda? —preguntó Patrik, aunque sabía perfectamente que era en ella en quien Gösta pensaba.
—Sí. Figúrate, vivir toda la vida con esa culpa. Toda la vida.
—No es de extrañar que haya intentado anestesiarse como ha podido —observó Patrik.
Gösta no respondió. Se limitó a mirar por la ventana, hasta que preguntó:
—Y ahora ¿qué hacemos?
—Hasta que sepamos adonde fueron a parar los niños, seguiremos trabajando con lo que tenemos. Sigrid Jansson, los pelos del galgo español hallados en el cadáver de Lillemor... Trataremos de encontrar la conexión entre las distintas ciudades.
Giraron para entrar en el aparcamiento de la comisaría y, abatidos por la pesadumbre, enfilaron hacia la entrada. Patrik se detuvo un instante en la recepción para comunicarle a Annika lo que había sucedido y se encerró en su despacho. Aún no se sentía con fuerzas para contárselo a los demás.
Sacó la fotografía de la cartera con mucho cuidado y se sentó a observarla. Los ojos de los mellizos lo miraban inescrutables.
Al final ella cedió. Sólo una vuelta. Sólo una breve excursión a lo grande, a lo desconocido. Luego volverían a casa y él dejaría de preguntar.
Y él asintió ansioso. Tenía unas ganas locas. Miró de reojo a su hermana y comprobó que en ella latía el mismo anhelo ante lo que los aguardaba.
Se preguntó qué verían. Cómo sería el mundo de fuera. Más allá del bosque. Una idea lo acosaba. ¿Y la otra? ¿Estaría ahí fuera la otra? La mujer de la voz dura. ¿Sentiría el olor que aún flotaba en su nariz, aquel olor fresco y salado? Y la sensación del balanceo de un bote, y el sol bañando el mar, y los pájaros sobrevolándolos y... Era incapaz de decidirse por una de tantas expectativas e impresiones. Sólo podía pensar en una cosa. Podrían salir con ella. Al mundo de allá fuera. No le costaba lo más mínimo prometerle que, a cambio, no volvería a pedírselo. Una vez bastaría. Estaba totalmente convencido. Una sola vez, para que pudiera ver lo que había fuera, para que su hermana y él lo supieran. Era lo único que pedía. Una vez.
Les abrió la puerta del coche y, con una expresión amarga, los vio sentarse detrás. Les ajustó los cinturones de seguridad y se sentó al volante meneando insatisfecha la cabeza. El rió, lo recordaba, una risa chillona e histérica, cuando todo aquel deseo contenido halló por fin una vía de escape.