—¿Qué le has dicho?
—La verdad. Que no había ningún problema, pero que la policía necesitaba su ayuda.
Modin volvió a ocupar su asiento. La pipa se había apagado.
—Debe de tratarse de algo muy importante, puesto que te has presentado aquí a medianoche.
—Bueno, hay asuntos que no pueden esperar. Modin comprendió que Wallander no deseaba hablar del tema. —¿Quieres tomar algo?
—Sí, gracias, un café no me vendría mal.
—¿A estas horas?
—Lo cierto es que pensaba seguir trabajando un par de horas más, pero no importa.
—En ese caso, claro, te prepararé un café —aseguró Modín.
Estaban sentados en la cocina cuando oyeron el motor de un coche que se acercaba a la finca. Tras unos minutos, la puerta se abrió y dio paso a Robert Modin.
Wallander pensó que no aparentaba más de trece años. Llevaba el pelo muy corto y gafas de montura redonda, y era de baja estatura. Con toda probabilidad, el parecido con su padre iría acentuándose a medida que transcurriesen los años. Vestía pantalón vaquero, una camisa y una cazadora de piel. Wallander se puso en pie y le estrechó la mano.
—Lamento haber venido a interrumpir tu fiesta —se excusó el inspector.
—No importa, ya estábamos a punto de irnos.
Modin los observaba desde la puerta de la sala de estar.
—Os dejaré a solas —declaró antes de desaparecer.
—¿Estás cansado? —quiso saber Wallander.
—No especialmente.
—Quería proponerte que vinieses conmigo a Ystad.
—¿Para qué?
—Quiero mostrarte algo. Te lo explicaré por el camino.
El chico se mostraba reticente y Wallander intentó esbozar una sonrisa.
—No tienes de qué preocuparte.
—Bueno, voy a cambiarme de gafas —concedió al final Robert Modin.
El joven desapareció escaleras arriba hacia la planta alta mientras Wallander volvía a la sala de estar para dar las gracias por el café.
—Me ocuparé personalmente de que vuelva a casa sano y salvo, pero quiero que sepas que necesito llevármelo a Ystad.
De pronto, Modin adoptó un gesto preocupado.
—¿De verdad que no se ha metido en ningún lío?
—Te lo aseguro. Puedes creerme.
Robert Modin apareció de nuevo y, a la una y veinte de la noche, ambos abandonaron la casa. El muchacho se sentó junto a Wallander no sin antes apartar el móvil.
—Tienes una llamada perdida —observó Robert.
Wallander comprobó que era Hanson y se reprochó no haberse llevado el móvil en el bolsillo.
Marcó el número, pero Hanson tardó un rato en responder.
—¿Te he despertado?
—¡Pues claro que me has despertado! ¿Qué te creías? Es la una y media. Me quedé allí hasta las doce y media. A esa hora estaba tan destrozado que pensé que me caía redondo allí mismo.
—Ya, claro. Bueno, me has llamado.
—Sí, porque, al final, apareció alguien.
Wallander se estiró tras el volante.
—¿Cómo?
—Pues sí. Una mujer con un pastor alemán. Si no la entendí mal, ella vio a Tynnes Falk la misma noche que murió.
—¡Magnífico! ¿Vio algo extraño entonces?
—La mujer tiene un recuerdo claro de aquella noche. Se llama Alma Hógstróm. Dentista jubilada. Asegura que a menudo vela a Tynnes Falk por las noches. Al parecer, solía salir a pasear a esa hora.
—¿Y la noche en que el cadáver reapareció?
—Afirma que creyó haber visto una furgoneta. Si las indicaciones horarias que dio son correctas, debió de ser hacia las once y media. Según ella, estaba aparcada justo delante del cajero. Dice que se fijó porque estaba justo en medio de los dos aparcamientos.
—¿Te dijo si vio a alguien?
—Creía haber visto a un hombre.
—¿Cómo que creía haberlo visto?
—No estaba segura.
—¿Sería capaz de identificar el vehículo?
—No sé. En cualquier caso, le pedí que fuera a la comisaría mañana a primera hora.
—¡Estupendo! —exclamó Wallander satisfecho—. Esto puede dar algún resultado.
—Y tú, ¿dónde estás? ¿En casa?
—Bueno, no exactamente —repuso Wallander con reserva—. Nos vemos mañana.
Eran las dos de la mañana cuando Wallander estacionó el vehículo ante el edificio de la plaza de Runnerstroms Torg. Ya era otro el coche patrulla aparcado en el mismo lugar que el anterior. Wallander echó una ojeada rápida a la calle, preocupado por que, si algo imprevisto sucedía, Robert Modin también podía correr peligro. La calle aparecía, no obstante, desierta. Y ya había dejado de llover.
Durante el trayecto desde Loderup, Wallander lo había puesto al corriente del asunto y le había explicado que quería que desbloquease el acceso al ordenador de Falk, ni más ni menos.
—Sé que se te dan bien estas cosas —lo animó el inspector—. Además, a mí eso del Pentágono me trae sin cuidado. Lo que me interesa son tus conocimientos de informática.
—En realidad, no tendría que haberme dejado atrapar —se lamentó Robert, de repente, en medio de la penumbra—. Fue culpa mía.
—Y eso, ¿por qué?
—Porque no borré mis huellas a conciencia.
—¿Qué quiere decir eso exactamente?
—Si uno penetra en una zona de acceso vedado, suele dejar huellas. Es como cuando cortas una valla metálica. Al salir, debes dejarla como nueva. Y yo no me preocupé de hacerlo bien. Por eso pudieron localizarme.
—Es decir, que hubo gente en el Pentágono que logró averiguar que alguien de la insignificante Loderup les había hecho una visita, ¿no es así?
—Sí, bueno, no podían saber quién era ni cómo me llamaba, pero sí que el intruso era mi ordenador.
Wallander se esforzó por recordar si había oído hablar acerca de aquel caso. Debería haberlo hecho, pues Loderup pertenecía al entonces llamado distrito de Ystad. Pero no halló rastro alguno en su memoria.
—¿Quiénes te detuvieron?
—Fueron dos policías de la brigada judicial de Estocolmo.
—¿Y qué ocurrió después?
—Pues que vino gente de Estados Unidos para interrogarme.
—¿Para interrogarte?
—Eso es. Querían saber cómo lo había hecho. Y yo se lo conté.
—¿Y qué pasó después?
—Que me condenaron.
A Wallander le habría gustado seguir haciendo preguntas, pero el chico no parecía dispuesto a seguir respondiendo.
Cruzaron el portal y subieron por la escalera. A Wallander no se le ocultaba que el muchacho no bajaba la guardia. Antes de abrir la cerradura de seguridad, permaneció inmóvil un instante y prestó atención. Robert Modin lo observaba desde detrás de sus lentes, sin pronunciar palabra.
Por fin, entraron en el apartamento. Wallander encendió la luz y señaló el ordenador. Con un gesto, le indicó que tomase asiento ante el escritorio. Robert obedeció y encendió el ordenador sin pestañear. Una avalancha de imágenes comenzó a circular por la pantalla mientras Wallander observaba en pie, detrás del muchacho. Robert posó vacilante los dedos sobre el teclado, como si estuviese preparándose para un concierto de piano. Mantenía el rostro muy cerca de la pantalla y parecía que, con los ojos, estuviese buscando algo que Wallander era incapaz de divisar.
Después comenzó a teclear más rápido.
Le llevó poco más de un minuto, transcurrido el cual apagó raudo el ordenador y se volvió hacia Wallander.
—Jamás he visto nada parecido —afirmó sin ambages—. No lograré abrirlo.
Wallander experimentó una profunda desilusión, que percibió tanto en su interior como en el tono de voz de Robert Modin.
—¿Estás seguro?
El chico respondió con un gesto.
—Para conseguirlo tendría que dormir unas horas —afirmó decidido—. Y no andar con prisas.
En aquel momento, Wallander comprendió lo absurdo de su empeño en ir a buscar a Robert Modin a medianoche. Era evidente que Martinson tenía razón y, aunque muy a su pesar, admitió en su fuero interno que lo que había desatado su tozudez había sido la vacilación de Martinson.
—¿Tienes tiempo mañana? —inquirió Wallander.
—Todo el día.
Wallander apagó las luces y echó la llave antes de acompañar al joven hasta el coche camuflado para pedirle al agente que lo llevasen a casa. Antes de despedirse, acordaron que irían a recogerlo a las doce del día siguiente, cuando hubiese descansado lo suficiente.
El inspector se dirigió a la calle de Mariagatan. Cuando, por fin, pudo acurrucarse entre las sábanas, eran casi las tres de la madrugada y no tardó en caer vencido por el sueño, con la determinación inamovible de no personarse en la comisaría antes de las once del día siguiente.
La mujer llegó a la comisaría el viernes, poco antes de la una. Apocada, pidió que le trajeran un mapa de Ystad. Pero la joven que la atendió le sugirió que se dirigiese a la oficina de información turística o a una librería. La mujer le dio las gracias amablemente y preguntó entonces dónde estaban los servicios, a lo que la joven le respondió señalando la puerta de acceso a los servicios para el público. La mujer cerró la puerta tras de sí y abrió la ventana. Después, volvió a cerrarla, no sin antes cubrir los pestillos con cinta aislante. La limpiadora del viernes noche no se había percatado de nada.
La noche del domingo, poco después de las cuatro, la sombra de un individuo apareció deslizándose junto a una de las fachadas de la comisaría hasta alcanzar la ventana, por la que desapareció hacia el interior del edificio. Los pasillos estaban desiertos y el único ruido que se oía era el procedente de una radio solitaria cuyas voces le llegaban desde la central de alarmas. El hombre llevaba un piano en la mano; un plano que había logrado copiar accediendo al ordenador del despacho de un arquitecto. Y sabía perfectamente adonde debía ir.
El sujeto abrió la puerta del despacho de Wallander. Colgada de una única percha, languidecía una cazadora que presentaba una gran mancha amarilla.
El hombre se dirigió al ordenador que había sobre la mesa. Antes de encenderlo, lo observó en silencio durante un instante.
Lo que tenía que hacer le llevaría veinte minutos, pero el riesgo de que alguien entrase en el despacho a aquellas horas era prácticamente inexistente. No le costó el menor esfuerzo entrar en el ordenador de Wallander y hacerse con todas sus cartas y documentos.
Una vez alcanzado su objetivo, el hombre apagó la luz y entreabrió la puerta con extrema cautela. Pero el pasillo estaba tan vacío como cuando llegó.
Entonces se marchó, sin hacer el menor ruido, por el mismo camino por el que había entrado.
Eran las nueve cuando Wallander despertó aquella mañana del domingo 12 de octubre. Pese a no haber podido dormir más de seis horas, se sentía descansado. Antes de dirigirse a la comisaría, dio un paseo de media hora. La llovizna de la noche anterior había cesado y el cielo prometía un claro y hermoso día otoñal. Por si fuera poco, la temperatura había ascendido a nueve grados. A las diez y cuarto, cruzó las puertas de la comisaría. Antes de ir a su despacho, se asomó a la central de alarmas para preguntar qué tal había ido la noche. Aparte de un robo perpetrado en la iglesia de Sankta María, donde los ladrones huyeron asustados por una alarma, la guardia nocturna había sido inusualmente tranquila. Los coches camuflados que vigilaban las calle de Apelbergs-gatan y la plaza de Runnerstróms Torg tampoco habían observado ningún movimiento digno de mención.
Wallander le preguntó al agente de servicio quiénes de sus colegas habían llegado ya.
—Martinson está aquí y Hanson ha ido a recoger a alguien. Pero a Ann-Britt no la he visto.
—¡Aquí estoy! —la oyó gritar entonces detrás de é—. ¿Me he perdido algo? —quiso saber la colega.
—No, nada —repuso Wallander—. Podemos ir a mi despacho.
—Espera, voy a dejar mi abrigo.
Wallander le explicó al agente que necesitaba que alguien fuese a Loderup a buscar a Robert Modin a las doce. Le explicó el camino antes de añadir:
—Ha de ser un coche civil —precisó—. Es muy importante.
Minutos después, Ann-Britt entró en el despacho del inspector. Tenía mejor aspecto que los últimos días y parecía menos cansada. Wallander pensó que debería interesarse por la marcha de sus asuntos familiares, pero, como era habitual en él, no estaba muy seguro de que aquél fuese el momento oportuno. En cambio, le reveló que Hanson estaba a punto de llegar con un testigo y le habló acerca del joven de Loderup y de que tal vez él pudiese ayudarles a acceder a la información que contenía el ordenador de Tynnes Falk.
—Sí, recuerdo a ese muchacho —comentó ella una vez que Wallander hubo concluido.
—Según me dijo, vinieron policías de la brigada nacional. ¿Por qué harían tal cosa?
—Lo más probable es que se pusieran nerviosos en Estocolmo. No creo que las autoridades suecas tengan ningún interés en alardear de que un ciudadano sueco pueda leer los secretos de las medidas de defensa americanas desde el ordenador de su casa.
—Ya, pero me resulta más que extraño que yo no hubiera oído hablar del tema siquiera.
—¿No estarías de vacaciones?
—Sí, claro, es posible. Pero, aun así, es muy raro.
—Pues yo no creo que aquí suceda nada importante de lo que tú no estés al corriente.
Wallander recordó la sensación que había experimentado la noche anterior, cuando intuyó que Hanson estaba ocultándole algo. Incluso estuvo a punto de preguntarle a Ann-Britt, pero no llegó a hacerlo. En realidad, sus presentimientos no eran muy halagüeños pues se trataba de una joven de corta edad que, con el apoyo de su madre, lo acusaba de agresión. Los policías solían ser muy corporativistas, pero, por otro lado, si un colega se buscaba problemas, también podían reaccionar dándole la espalda.
—En otras palabras, tú crees que la solución está en el ordenador, ¿me equivoco? —adivinó Ann-Britt.
—Yo no creo nada de nada, pero opino que seria interesante averiguar a qué se dedicaba Falk y quién era exactamente. Parece que, en la actualidad, la gente empiece a adquirir identidades electrónicas.
Pasó entonces a referirle el hallazgo de la mujer con la que Hanson no tardaría en aparecer por la comisaría.
—¡Estupendo! Desde luego, es la primera persona que parece haber visto algo en este caso —se congratuló Ann-Britt.
—Sí, si tenemos suerte.
La colega estaba apoyada contra el dintel de la puerta, según una costumbre de reciente adquisición; en efecto, antes solía entrar en el despacho y sentarse directamente.