Rig se quedó con la camisa roja. Confeccionada en seda, sus mangas voluminosas le caían bien. Escogió unos pantalones de cuero negros, empezó a ponérselos, y sonrió divertido al observar el dilema del semiogro. Nada era lo bastante grande para Groller.
El marinero agarró una larga camisa de dormir a rayas verdes y negras, la sostuvo a la altura de la espalda del semiogro e hizo una mueca. La sangre traspasaba el vendaje que rodeaba el pecho de Groller. Rig arrancó las mangas y entregó a Groller la prenda transformada.
El semiogro se la metió por la cabeza como pudo y probó la resistencia de las costuras. La prenda le llegaba por encima de las rodillas, y no se podía abrochar desde la mitad del pecho hasta arriba. Groller hizo un mueca de desagrado y sacudió la cabeza cuando vio su imagen reflejada en el espejo.
Jaspe tiró de la camisa para atraer la atención de su amigo. El enano se golpeó la sien con los gordezuelos dedos, sacudió la cabeza y frunció el entrecejo.
—Jas... pe di... ce que no debo preo... cuparme —tradujo Groller. El semiogro soltó una risita y bajó la vista hacia sus piernas desnudas, cada una con un grueso vendaje—. Pero Jas... pe tiene ropas que le van bien. Jas... pe tiene zapa... tos.
—Tus botas se están secando —respondió el enano, a pesar de saber que Groller no podía oírlo—. Estaban empapadas de sangre. Usha las lavó. Usha también sabe coser y te arreglará alguna cosa. Estoy seguro de que tardaremos días en llegar a Dimernesti, dondequiera que eso esté. Ella te preparará algo que te vaya bien.
—Sé dónde se encuentra Dimernesti... al menos si es que el Custodio me dio las instrucciones correctas. —Rig se contemplaba en el espejo con marco de arce que colgaba entre las dos camas. Paseó la mirada por la estancia. El interior de madera estaba lacado y encerado hasta lanzar un brillo suave, y el mobiliario, clavado al suelo, era caro y con incrustaciones de latón. Supuso que se encontraban en el camarote del segundo piloto o contramaestre.
Jaspe señaló una mesa en el otro extremo. Sobre ella había una vitrina de cristal biselado rebosante de pergaminos enrollados.
—Mapas náuticos —dijo el enano—. Fiona encontró uno con la costa de Khur y lo dejó extendido y listo.
—¿Está ella bien? —Rig dirigió al enano una mirada preocupada.
—Unos cuantos cortes que ya curé, y gran cantidad de moratones que tendrán que curarse solos. Feril y Usha están en perfectas condiciones... ahora. Me ocupé de ellas esta mañana. Tuvieron que esperar. Vosotros tres os llevasteis todas mis energías anoche. Ampolla no recibió ni un rasguño.
—¿Y por qué pondrían todos los mapas en el camarote del contramaestre? ¿Por qué no en el del capitán?
«Porque éste es el del capitán», repuso Jaspe para sus adentros.
Rig se encaminó hacia la mesa y echó una mirada al mapa.
—¿Cuánto tiempo he permanecido sin sentido? —preguntó—. ¿Cuánto hace que navegamos? ¿Recogisteis a algunos caballeros de la Legión de Acero en la ciudad para que ayudaran a tripularla?
—Haz las preguntas de una en una —contestó el enano—. Navegamos desde anoche. Las damas nos pusieron en marcha en cuanto os hubieron bajado aquí. Los antiguos esclavos de la galera, las tres docenas, se turnan para tripular la nave y dormir en la bodega. Exigieron acompañarnos como pago por su libertad.
—Tres docenas. Apenas suficientes para una carraca. Necesitaremos como mínimo el doble.
—En realidad —dijo Jaspe en tono quedo—, eso es casi el doble de lo que necesitamos.
—Será mejor que suba enseguida. —El marinero no le había oído—. Este barco necesita un auténtico capitán.
—Lo cierto —siguió Jaspe en un tono algo más alto— es que Ampolla estaba al timón cuando miré hace unos minutos.
Rig gimió y se dirigió a la puerta, sujetándose para no caer en medio del balanceo y cabeceo de la nave. Salió al corredor. Paneles de madera de teca relucían bajo la luz de una linterna que quemaba aceite perfumado. Se trataba de un pasillo estrecho, con tan sólo otras cuatro puertas. Tenía que existir otra forma de llegar al resto del barco, se dijo el marinero mientras caminaba hacia la escalera que conducía arriba. Groller y Dhamon lo siguieron.
—No recuerdo gran cosa después de que los hombres de la Reina de la Oscuridad me derribaran anoche —dijo el marinero con una voz que era poco más que un susurro, volviéndose hacia Dhamon al llegar al pie de la escala—. Pero sí sé que Fiona dijo que tú impediste que ellos me remataran. También salvaste a Groller. —Era lo más parecido a un «gracias» que Rig estaba dispuesto a ofrecer a Dhamon.
—Bueno, no me deis las gracias todos a la vez por haberos curado —rió Jaspe por lo bajo, cerrando la puerta—. Al menos las señoras fueron mucho más amables. —El enano bostezó y se rascó sus propios vendajes. Contempló las camas, escogió la de aspecto más blando que Rig había abandonado, y se instaló en ella. Cerró los ojos, sintiendo cómo la nave se balanceaba sobre las olas, y no tardó en quedarse dormido.
En cubierta, Rig aspiró con fuerza para llenarse los pulmones con el agradable aire marino. A quien primero distinguió fue a Fiona, que se encontraba cerca del timón, vestida con unas polainas holgadas de color negro y una inmaculada camisa blanca dos tallas más grande que se agitaba e hinchaba a su alrededor como una vela. Su roja cabellera ondeaba a impulsos de la brisa. Ampolla estaba delante de ella, de pie en un cajón y manejando el timón. La kender, que llevaba una camisa de un vivo color amarillo ceñida a la cintura y larga hasta los tobillos, se las apañaba muy bien para mantener el rumbo de la nave. El marinero decidió dejar que continuara un poco más.
Dhamon pasó rápidamente junto a Rig en dirección a Feril, que estaba en la proa. La kalanesti se dejaba acariciar por el viento, los cabellos alborotados alrededor del rostro. Canturreaba algo, y Dhamon permaneció inmóvil durante unos instantes y escuchó. La elfa llevaba una camisa verde pálido del color de la espuma marina, a la que había arrancado las mangas. Vestía también unas polainas de un verde más oscuro que había recortado justo por encima de las rodillas. Una venda le rodeaba uno de los brazos, y otra hacía lo mismo en un tobillo, que aparecía terriblemente hinchado. Se volvió hacia él.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó.
—Sobreviviré —respondió Dhamon, asintiendo.
—Doy gracias por ello... aunque me sorprende —repuso Feril—. Pero lo cierto es que me sorprende que todos hayamos sobrevivido a
eso. -
-Se apartó para hacerle sitio. A sus pies se extendía un bauprés que a Dhamon le recordó una lanza—. La nave se llama
Narwhal,
y no creo que perteneciera a los Caballeros de Takhisis. Fiona piensa que es una embarcación de cabotaje, un pequeño mercante. Es hermosa. Los caballeros probablemente se apoderaron de ella porque sin duda resulta valiosa. Alguien invirtió mucho acero en este barco.
—Es un poco pequeña para el océano —comentó Dhamon. Se encontraba casi pegado a la kalanesti, con el viento agitando sus negros mechones.
—Resulta confortable —objetó Feril—. He estado pensando, Dhamon, y hablando con Jaspe. Sobre el perdón. Sobre un montón de cosas. —Se recostó en él, y él alzó el brazo como si fuera a pasárselo por el hombro, pero luego lo dejó caer al costado.
«Maté a Goldmoon —pensó—. No merezco ser feliz.»
* * *
Tras dar los buenos días a Fiona, Rig echó una detenida mirada por la cubierta. Usha, que se hallaba sentada contra el palo mayor —el único palo— reparando una vela de repuesto, alzó la vista, saludó y sonrió.
«Un solo mástil», se dijo Rig.
—Esta no es una de las carracas —siguió en voz alta, dándose cuenta del auténtico tamaño de la nave.
—No. Todas se incendiaron. —Fiona se aproximó por detrás, le rodeó con los brazos la cintura y reclinó la cabeza en su cuello—. Pero sin duda no estabas despierto para verlas arder. Iluminaron el cielo kilómetros y kilómetros.
—Un mástil. Unos ocho metros de eslora como máximo —dijo él—. Es la chalupa.
—Siete. Ampolla lo midió.
—Maravilloso.
—Al menos tenemos un barco —lo consoló ella—. La única embarcación que no se incendió. Y es preciosa.
—No —refunfuñó Rig en voz baja. Meneó la cabeza y cerró los ojos—. No tenemos un barco, Fiona. Tenemos una barca.
Dimernesti
Feril permanecía en equilibrio sobre la barandilla, cerca del lado de babor del bauprés del
Narwhal,
contemplando cómo las agitadas aguas capturaban relucientes reflejos del sol del mediodía. La luz centelleaba como estrellas en un cielo nocturno. A lo lejos distinguió una mancha de un azul más oscuro que indicaba la presencia de un arrecife. Y en el borde mismo de su campo visual aparecía un promontorio rocoso que, según sabía, estaba salpicado de cuevas marinas, donde atracaban los barcos que comerciaban con los dimernestis antes de que el gran Dragón del Mar llegara para gobernar la zona.
Se decía que el territorio subacuático de los elfos marinos se encontraba en algún lugar entre el arrecife y el promontorio.
—Ojalá pudiera acompañarte. —Ampolla se encontraba a su espalda—. Jamás he estado bajo el agua. Bueno, aparte de haber nadado un poco, y eso no cuenta. Quiero decir que nunca he visto un país, ni elfos, ni nada que fuera submarino. ¿Crees que podrías enseñarme algún día cómo realizar tu magia para que yo también pudiera nadar bajo el agua?
Feril no contestó. Decir «no» heriría los sentimientos de Ampolla y sin duda provocaría una docena de «porqués» y «cómo es que». Y decir «sí» era imposible. En cuanto se hubiera enfrentado junto con Palin a la Reina de la Oscuridad, la kalanesti tenía intención de regresar a Ergoth del Sur y encaminar todos sus esfuerzos a luchar contra Gellidus —o Escarcha, como llamaban los humanos al supremo señor Blanco—. Y, si algún día conseguían expulsar a aquel dragón, Feril pensaba instalarse en el pantano de Onysablet o en el bosque de Beryllinthranox.
Pero sus futuros planes no contaban con los otros miembros del grupo. Se sentía unida a Ampolla y a los otros, en especial a Dhamon; sin embargo, aquella unión no podía suplir su necesidad de estar sola y en territorio salvaje.
La kender habló un poco más alto, pensando que tal vez el sonido de las olas al golpear contra el barco había ahogado su voz.
—Feril, ¿crees que algún día tal vez podrías enseñarme...?
La kalanesti llenó profundamente los pulmones con aire salado y se zambulló.
—¿... cómo lanzar un conjuro? —Ampolla hizo un puchero y se acercó lentamente a la barandilla; por unos instantes entrevio los pies de Feril. Luego la kalanesti desapareció.
El mar se cerró como un capullo, y Feril se concentró en el contacto del agua sobre su piel fijando su atención en un conjuro que la transformaría en una criatura que había estudiado años atrás. Había pasado gran parte del día anterior durmiendo y reuniendo fuerzas. El descanso era necesario, pues la magia resultaba agotadora.
Notó un hormigueo en la piel cuando los pulmones empezaron a reclamar aire. Mientras descendía más, la kalanesti vio cómo la piel de sus brazos extendidos se oscurecía hasta tomar el color del barro. El agua tenía un tacto diferente ahora; su piel también era diferente: más gruesa, elástica. La túnica resbaló de su cuerpo y flotó en dirección al fondo marino.
Las manos desaparecieron, los pies se desvanecieron, y sus extremidades se tornaron serpentinas; culebrearon en el agua impulsándola al frente. Le dolían los pulmones, y tomó con cautela un sorbo de agua. ¡Todavía no! El conjuro no había progresado lo suficiente. Se concentró más al tiempo que sentía un martilleo en la cabeza.
Las extremidades serpentinas de Feril adquirieron grosor, y otras brotaron de su cuerpo; dos brazos a cada lado, que crecían de costillas que se partían y cambiaban de forma.
Descendió más, mientras la luz disminuía tornándose nebulosa. A su alrededor abundaban las plantas, que erguían los tallos y las hojas hacia la superficie en un intento por absorber la tenue luz. Las polainas se escurrieron de su cuerpo.
Los cabellos que revoloteaban alrededor de su rostro retrocedieron, y el torso encogió y se volvió bulboso hasta fusionarse con la cabeza, que aumentaba de tamaño. Los dedos de manos y pies se modificaron y multiplicaron, para convertirse en cientos de apéndices succionadores en forma de ventosa. Tan sensibles eran las ventosas que, cuando rozaban el follaje marino, un millar de sensaciones inundaba el cerebro de la kalanesti. Feril boqueó, y en esta ocasión introdujo un gran trago de agua en los pulmones. Fue una sensación extraña, como si se ahogara. Pero no se ahogaba; por fin conseguía respirar agua. El corazón le latía con violencia, y se concentró en tranquilizarse, en aceptar la nueva experiencia.
El pulpo descendió hacia el blanco suelo arenoso. El nuevo cuerpo de Feril resultaba ágil y maleable; los tentáculos ondulaban para transportarla por el fondo, las ventosas registraban la suavidad de las rocas, la aspereza de la arena y la flexibilidad de la escasa vegetación. Era imposible catalogar todas las impresiones, de modo que Feril dedicó sus esfuerzos a estudiar el paisaje.
Sus nuevos ojos, que ya no precisaban de la luz filtrada por el sol, veían con facilidad en las ahora oscuras aguas. Los colores eran intensos. Disfrutaba de un amplio campo de visión y no tardó en aprender a ajustado. Observó las jibias y calamares que nadaban justo por encima del suelo marino a la derecha y un poco por detrás de ella, y vio a un gran tiburón de los arrecifes que nadaba al frente, algo más lejos. El tiburón iba de caza y aspiraba prácticamente un banco de peces globo de negro lomo que huían en desbandada. Feril se dijo que el tiburón no le prestaría atención. Ella era demasiado grande, y sin duda no figuraba en su lista de bocados preferidos.
La elfa continuó en dirección al arrecife, mientras exploraba visualmente los alrededores. Entonces el suelo marino descendió bruscamente, y ella encogió las extremidades a su espalda para proyectarse hacia adelante. El líquido elemento se arremolinó a su alrededor, cuando extendió por fin las patas para aminorar la velocidad.
El arrecife coralino era espectacular, y Feril se quedó contemplándolo boquiabierta. Las algas crecían en profusión a lo largo de la base y formaban matas aquí y allá. El coral cuerna de ciervo, en agrupaciones verdes y amarillas, predominaba en la sección del arrecife que tenía más cerca. Distinguió parcelas de coral de fuego: criaturas amarillas, blancas y de un naranja pálido que parecían zarcillos de fuego. En algunos puntos el coral sólo ocupaba unos pocos metros antes de quedar interrumpido por el lecho marino; en otros se extendía durante cientos de metros.