Y bien, ¿esto habla mal de Gabriela? Esto quiere decir simplemente que las heridas duraban en las entrepieles de su alma y no se restañaban fácilmente. Esto revela en la autora de tanta grandiosa poesía que en su alma batallaron, como en cualquier alma de hombre, el amor y el rencor.
Para mí tuvo siempre una sonrisa abierta de buena camarada, una sonrisa de harina en su cara de pan moreno.
Pero ¿cuáles fueron las mejores sustancias en el horno de sus trabajos? ¿Cuál fue el ingrediente secreto de su siempre dolorosa poesía?
Yo no voy a averiguarlo y con seguridad no lograría saberlo y, si lo supiera, no voy a decirlo.
En este mes de septiembre florecen los yuyos; el campo es una alfombra temblorosa y amarilla. Aquí en la costa golpea, desde hace cuatro días con magnífica furia el viento sur. La noche está llena de su movimiento sonoro. El océano es a un tiempo abierto cristal verde y titánica blancura.
Llegas, Gabriela, amada hija de estos yuyos, de estas piedras, de este viento gigante. Todos te recibimos con alegría. Nadie olvidará tus cantos a los espinos, a las nieves de Chile. Eres chilena. Perteneces al pueblo. Nadie olvidará tus estrofas a los pies descalzos de nuestros niños. Nadie ha olvidado tu «palabra maldita». Eres una conmovedora partidaria de la paz. Por esas, y por otras razones, te amamos.
Llegas, Gabriela, a los yuyos y a los espinos de Chile. Bien vale que te dé la bienvenida verdadera, florida y áspera, en conformidad a tu grandeza y a nuestra amistad inquebrantable. Las puertas de piedra y primavera de septiembre se abren para ti. Nada más grato a mi corazón que ver tu ancha sonrisa entrar en la sagrada tierra que el pueblo de Chile hace florecer y cantar.
Me corresponde compartir contigo la esencia y la verdad que, por gracia de nuestra voz y nuestros actos, será respetada. Que tu corazón maravilloso descanse, viva, luche, cante y cree en la oceánica y andina soledad de la patria. Beso tu noble frente y reverencio tu extensa poesía.
El gran poeta Vicente Huidobro, que adoptó siempre un aire travieso hacia todas las cosas, me persiguió con sus múltiples ugarretas, enviando infantiles anónimos en contra mía y acusándome continuamente de plagio. Huidobro es el representante de una larga línea de egocéntricos impenitentes. Esta forma de defenderse en la contradictoria vida de la época, que no concedía ningún papel al escritor, fue una característica de los años inmediatamente anteriores a la primera guerra mundial. La posición egodesafiante repercutió en América como eco de los desplantes de D'Arinunzio en Europa. Este escritor italiano, gran despilfarrador y violador de los cánones pequeño-burgueses, dejó en América una estela volcánica de mesianismo. El más aparatoso y revolucionario de sus seguidores fue Vargas Vila.
Me es difícil hablar mal de Huidobro, que me honró durante toda su vida con una espectacular guerra de tinta. El se confirió a sí mismo el título de «Dios de la Poesía» y no encontraba justo que yo, mucho más joven que él, formara parte de su Olimpo. Nunca supe bien de qué se trataba en ese Olimpo. La gente de Huidobro creacionaba, surrealizaba, devoraba el último papel de París. Yo era infinitamente inferior, irreductiblemente provinciano, territorial, semisilvestre.
Huidobro no se conformaba con ser un poeta extraordinariamente dotado, como en efecto lo era. Quería también ser «superman». Había algo infantilmente bello en sus travesuras. Si hubiera vivido hasta estos días, ya se habría ofrecido como voluntario insustituible para el primer viaje a la luna. Me lo imagino probándoles a los sabios que su cráneo era el único sobre la tierra genuinamente dotado, por su forma y flexibilidad, para adaptarse a los cohetes cósmicos.
Algunas anécdotas lo definen. Por ejemplo, cuando volvió a Chile después de la última guerra, ya viejo y cercano a su fin, le mostraba a todo el mundo un teléfono oxidado y decía:
—Yo personalmente se lo arrebaté a Hitler. Era el teléfono favorito del Führer. Una vez le mostraron una mala escultura académica y dijo:
—Qué horror! Es todavía peor que las de Miguel Angel.
También vale la pena contar una aventura estupenda que protagonizó en París, en 1919. Huidobro publicó un folleto titulado Finis Britannia, en el cual pronosticaba el derrumbamiento inmediato del imperio británico. Como nadie se enteró de su profecía, el poeta optó por desaparecer. La prensa se ocupó del caso: «Diplomático chileno misteriosamente secuestrado». Algunos días después apareció tendido a la puerta de su casa.
—Boy-scouts ingleses me tenían secuestrado —declaró a la policía—. Me mantuvieron amarrado a una columna, en un subterráneo. Me obligaron a gritar un millar de veces: «Viva el Imperio Británico!».
Luego se volvió a desmayar. Pero la policía examinó un paquetito que llevaba bajo el brazo. Era un pijama nuevo, comprado tres días antes en una buena tienda de París por el propio Huidobro. Todo se descubrió. Pero Huidobro perdió un amigo. El pintor Juan Gris, que había creído a pie juntillas en el secuestro y sufrido horrores por el atropello imperialista al poeta chileno no le perdonó jamás aquella mentira.
Huidobro es un poeta de cristal. Su obra brilla por todas partes y tiene una alegría fascinadora. En toda su Poesía hay un resplandor europeo que él cristaliza y desgrana con un juego pleno de gracia e inteligencia.
Lo que más me sorprende en su obra releída es su diafanidad. Este poeta literario que siguió todas las modas de una época enmarañada y que se propuso desoír la solemnidad de la naturaleza, deja fluir a través de su poesía un constante canto de agua, un rumor de aire y hojas y una grave humanidad que se apodera por completo de sus penúltimos y últimos poemas.
Desde los encantadores artificios de su poesía afrancesada hasta las poderosas fuerzas de sus versos fundamentales, hay en Huidobro una lucha entre el juego y el fuego, entre la evasión y la inmolación. Esta lucha constituye un espectáculo; se realiza a plena luz y casi a plena conciencia, con una claridad deslumbradora.
No hay duda que hemos vivido alejados de su obra por un prejuicio de sobriedad. Coincidimos que el peor enemigo de Vicente Huidobro fue Vicente Huidobro. La muerte apagó su existencia contradictoria e irreductiblemente juguetona. La muerte corrió un velo sobre su vida mortal, pero levantó otro velo que dejó para siempre al descubierto su deslumbrante calidad. Yo he propuesto un monumento para él, junto a Rubén Darío. Pero nuestros gobiernos son parcos en erigir estatuas a los creadores, como son pródigos en monumentos sin sentido.
No podríamos pensar en Huidobro como un protagonista político a pesar de sus veloces incursiones en el predio revolucionario. Tuvo hacia las ideas inconsecuencias de niño mimado. Mas todo eso quedó atrás, en la polvareda, y seríamos inconsecuentes nosotros mismos si nos pusiéramos a clavarle alfileres a riesgo de menoscabar sus alas. Diremos, más bien, que sus poemas a la Revolución de Octubre y a la muerte de Lenin son contribución fundamental de Huidobro al despertar humano.
Huidobro murió en el año 1948, en Cartagena, cerca de Isla Negra, no sin antes haber escrito algunos de los más desgarradores y serios poemas que me ha tocado leer en mi vida. Poco antes de morir visitó mi casa de Isla Negra, acompañando a Gonzalo Losada, mi buen amigo y editor. Huidobro y yo hablamos como poetas, como chilenos y como amigos.
Supongo que los conflictos de mayor o menor cuantía entre los escritores han existido y seguirán existiendo en todas las regiones del mundo.
En la literatura del continente americano abundan los grandes suicidas. En Rusia revolucionaria, Maiakovski fue acorralado hasta el disparo por los envidiosos.
Los pequeños rencores se exacerban en América Latina. La envidia llega a veces a ser una profesión. Se dice que ese sentimiento lo heredamos de la raída España colonial. La verdad es que en Quevedo, en Lope y en Góngora encontramos con frecuencia las heridas que mutuamente se causaron. Pese a su fabuloso esplendor intelectual, el Siglo de Oro fue una época desdichada, con el hambre rondando alrededor de los palacios.
En los últimos años la novela tomó una nueva dimensión en nuestros países. Los nombres de García Márquez, Juan Rulfo, Vargas Llosa, Sábato, Cortázar, Carlos Fuentes, el chileno Donoso, se oyen y se leen en todas partes. A algunos de ellos los bautizaron con el nombre de boom. Es corriente también oír decir que ellos forman un grupo de autobombo.
Yo los he conocido a casi todos y los hallo notablemente sanos y generosos. Comprendo cada día con mayor claridad que algunos hayan tenido que emigrar de sus países en busca de un mayor sosiego para el trabajo, lejos de la inquina política y la pululante envidia. Las razones de sus exilios voluntarios son irrefutables: sus libros han sido más y más esenciales en la verdad y en el sueño de nuestras Américas.
Dudaba de hablar de mis experiencias personales en ese extremo de la envidia. No deseaba aparecer como egocéntrico, como excesivamente preocupado de mí mismo. Pero me han tocado en suerte tan persistentes y pintorescos envidiosos que vale la pena emprender el relato.
Es posible que alguna vez me irritaran esas sombras persecutorias. Sin embargo, la verdad es que cumplían involuntariamente un extraño deber propagandístico, tal como si formaran una empresa especializada en hacer sonar mi nombre.
La muerte trágica de uno de esos sombríos contrincantes ha dejado una especie de hueco en mi vida. Tantos años mantuvo su beligerancia hacia cuanto yo hacía que al no tenerla extraño su carencia.
Cuarenta años de persecución literaria es algo fenomenal. Con cierta fruición me pongo a resucitar esta solitaria batalla que fue la de un hombre contra su propia sombra, ya que yo nunca tomé parte en ella.
Veinticinco revistas fueron publicadas por un director invariable (que era él siempre), destinadas a destruirme literalmente, a atribuirme toda clase de crímenes, traiciones, agotamiento poético, vicios públicos y secretos, plagio, sensacionales aberraciones del sexo. También aparecían panfletos que eran distribuidos con asiduidad, y reportajes no desprovistos de humor, y finalmente un volumen entero titulado Neruda y yo, libro obeso, enrollado de insultos e imprecaciones.
Mi contrincante era un poeta chileno de más edad que yo, acérrimo y absolutista, más gesticulatorio que intrínseco. Esta clase de escritores dotados de ferocidad egocéntrica proliferan en las Américas; adoptan diversas formas de aspereza y de autosuficiencia, pero su ascendencia dannunziana es trágicamente verdadera.
En nuestras pobres latitudes, nosotros, poetas casi harapientos y hambrientos, merodeábamos en las madrugadas inmisericordes, entre el vómito de los borrachos. En esos ambientes miserables la literatura producía insólitamente figuras matoniles, espectros de la sobrevivencia picaresca. Un gran nihilismo, un falso cinismo nietzscheano, inclinaba a muchos de los nuestros a encubrírse con máscaras delincuenciales. No pocos torcieron por ese atajo su vida, hacia el delito o hacia la propia destrucción.
Mí legendario antagonista surgió de ese escenario. Primero trató de seducirme, de embarcarme en las reglas de su juego. Tal cosa era inadmisible para mi provincianismo pequeño-burgués. No me atrevía y no me gustaba vivir del expediente. Nuestro protagonista, en cambio, era un técnico en sacarle el jugo a las coyunturas. Vivía en un mundo de continua farsa, dentro del cual se estafaba a sí mismo inventándose una personalidad amenazante que le servía de profesión y de protección.
Ya es hora de que nombremos al personaje. Se llamaba Perico de Palothes. Era un hombre fuerte y peludo que trataba de impresionar tanto con su retórica como con su catadura. En cierta ocasión, cuando yo tenía sólo dieciocho o diecinueve años, me propuso que publicáramos una revista literaria. La revista constaría solamente de dos secciones: una en la que él, en diversos tonos, prosas y metros, afirmaría que yo era un poeta poderoso y genial; y otra en la que yo sostendría a todos los vientos que él era el poseedor de la inteligencia absoluta, del talento sin límites. Todo quedaba así arreglado.
Aunque yo era demasiado joven, aquel proyecto me pareció excesivo. No obstante, me costó disuadirlo. El era un portentoso publicador de revistas. Resultaba asombroso observar cómo arañaba fondos para mantener su perpetuidad panfletaria.
En las aisladas provincias invernales se trazaba un plan preciso de acción. Se había fabricado una larga lista de médicos, abogados, dentistas, agrónomos, profesores, ingenieros, jefes de servicios públicos, etcétera. Aureolado por el halo de sus voluminosas publicaciones, revistas, obras completas, panfletos épicos y líricos, nuestro personaje llegaba como mensajero de la cultura universal. Todo aquello se lo ofrecía severamente a los borrosos hombres a quienes visitaba, y luego se dignaba cobrarles algunos miserables escudos. Ante su verbo grandilocuente, la víctima se iba empequeñeciendo hasta el tamaño de una mosca. Por lo general De Palothes salía con los escudos en el bolsillo y dejaba la mosca entregada a la grandeza de la Cultura Universal.
Otras veces Perico de Palothes se presentaba como técnico de publicidad agrícola y proponía a los selváticos agricultores sureños realizar lujosas monografías de sus haciendas, con fotografías de los propietarios y de las vacas. Era un espectáculo verlo llegar con pantalones de montar y botas de bombero, envuelto en una magnífica hopalanda de procedencia exótica. Entre halagos y oblicuas amenazas de publicaciones contrarias, nuestro hombre salía de los fundos con algunos cheques. Los propietarios, tacaños pero realistas, le alargaban unos billetes para librarse de él.
La característica suprema de Perico de Palothes, filósofo metzscheano y grafómano irredimible, era su matonismo intelectual y físico. Ejerció de perdonavidas en la vida literaria de Chile. Tuvo durante muchos años una pequeña corte de pobres diablos que lo celebraban. Pero la vida suele desinflar en forma implacable a estos seres circunstanciales.
El trágico final de mi iracundo antagónico —se suicidó ya anciano— me hizo vacilar mucho antes de escribir estos recuerdos. Lo hago finalmente, obedeciendo a un imperativo de época y de localidad. Una gran cordillera de odio atraviesa los países de habla española; corroe las tareas del escritor con afanosa envidia. La única manera de terminar con tan destructiva ferocidad es exhibir públicamente sus accidentes.