A él llegaron los planes de mi nueva fuga y esta vez se practicaron con exactitud. Se trataba de trasladarme a mil kilómetros de distancia de la capital y cruzar la cordillera a caballo. Los camaradas argentinos me esperarían en alguna parte.
Salimos cuando caía la tarde protegidos por un automóvil providencia. Mi amigo el doctor Raúl Bulnes era entonces médico de la policía montada. El me condujo en su invulnerable automóvil hasta las afueras de Santiago en donde me tomó a su cargo, la organización del partido. En otro automóvil, equipado especialmente para el largo viaje, me esperaba un viejo compañero, del partido, el chofer Escobar.
Seguimos día y noche por los caminos. Durante el día, para reforzar las barbas y las gafas que me enmascaraban, yo me arrebujaba en mantas encubridoras, especialmente al cruzar pueblos y ciudades, o al detenernos en las estaciones bencineras.
Pasé por Temuco a mediodía. No me detuve en ningún sitio. Nadie me reconoció. Por simple azar, mi viejo Temuco era ruta de salida. Atravesamos el puente y el pueblito Padre Las Casas. Hicimos alto ya lejos de la ciudad, a comer algo sentados en una piedra. Por el declive pasaba un estero bajo, y sus aguas sonaban. Era mi infancia que me despedía. Yo crecí en esta ciudad, mi poesía nació entre el cerro y el río, tomó la voz de la lluvia, se impregnó de los bosques tal como la madera. Y ahora en el camino hacia la libertad, acampaba un instante al lado de Temuco y oía la voz del agua que me enseñó a cantar.
Seguimos viaje. Sólo una vez tuvimos un minuto de zozobra. Parado en medio de la carretera, un decidido oficial de carabineros daba la voz de alto a nuestro coche. Yo me quedé mudo, pero resultó infundado el sobresalto. El oficial pedía que lo lleváramos a cien kilómetros más lejos. Se sentó junto al chofer, el camarada Escobar, y conversó amablemente con él. Yo me hice el dormido para no hablar. Mi voz de poeta la conocían hasta las piedras de Chile.
Sin mayores peripecias llegamos al punto de destino. Era un hacienda maderera, aparentemente despoblada. El agua la tocaba por todas partes. Primero se atravesaba el vasto lago Ranco y se desembarcaba entre matorrales y árboles gigantes. Desde allí se seguía a caballo un trecho, hasta embarcarse esta vez en las aguas del lago Maihue. La casa patronal apenas se divisaba, disimulada bajo las inmensas cerrerías, los follajes gigantes, el zumbido profundo de la naturaleza. Se oye decir que Chile es el último rincón del mundo. Aquel sitio forrado por la selva virgen, cercado por la nieve y por las aguas lacustres, era en verdad uno de los últimos sitios habitables del planeta.
La casa donde me destinaron un dormitorio era provisoria, como todo en la comarca. Una estufa de latón y fierro, cargada de leña salvaje, como recién cortada, ardía noche y día. La tremenda lluvia del sur golpeaba sin tregua las ventanas, como si pugnara por entrar a la casa. La lluvia dominaba la selva sombría, los lagos, los volcanes, la noche, y se rebelaba furiosa porque aquella guarida de seres humanos tenía otro estatuto, y no aceptaba su victoria.
Yo conocía muy poco al amigo que me esperaba, Jorge Bellet. Antiguo piloto de aviación, mezcla de hombre práctico y explorador, calzado de botas y vestido de gruesas chaquetillas cortas, tenía aire de mando innato, un plante militar que en cierto modo cuadraba bien con el ambiente, aunque allí los regimientos alineados eran solamente los árboles colosales del bosque natural.
La dueña de casa era una mujer frágil y plañidera, asediada por la neurosis. Consideraba como un insulto a su persona la pesada soledad de aquella región, la lluvia eterna, el frío. Lloriqueaba gran parte del día, pero todo marchaba puntualmente y se comían alimentos definitivos, venidos de la selva y del agua.
Bellet dirigía la empresa maderera. Esta se reducía a elaborar durmientes de ferrocarril, destinados a su utilización en Suecia o Dinamarca. Todo el día chirriaban con un lamento agudo las sierras que cortaban los grandes troncos. Primero se oía el golpe profundo, subterráneo, del árbol que caía. Cada cinco o diez minutos se estremecía la tierra como un oscuro tambor, cuando la golpeaba el derrumbe de los raulíes, de los alerces, de los mañíos, obras colosales de la naturaleza, árboles plantados allí por el tiempo hace mil años. Luego se elevaba la queja de la sierra que trozaba el cuerpo de los gigantes. El sonido de la sierra, metálico, estridente y elevado como un violín salvaje, después del tambor oscuro de la tierra que recibía a sus dioses, todo esto formaba una atmósfera de intensidad mitológica, un círculo de misterio y de cósmico terror. La selva se moría. Yo oía sobrecogido sus lamentaciones como si hubiera llegado para escuchar las más antiguas voces que nunca más resonarían.
El gran patrón, el dueño de la selva, era un santiaguino a quien yo no conocía. Se anunciaba y se temía su visita para más entrado el verano. Se llamaba Pepe Rodríguez. Me informaron que era un capitalista moderno, dueño de telares y otras fábricas, hombre industrioso, ágil y electrizante. Por lo demás, era un reaccionario de cepa, miembro propiamente del partido más derechista de Chile. Como yo estaba de tránsito en su reino sin que él lo supiera, esos aspectos suyos resultaban positivos para mi episodio. Nadie podría venir a buscarme allí. Las autoridades civiles y policiales actuaban siempre como vasallos del gran hombre de cuya hospitalidad yo estaba gozando y con el que parecía imposible que me topara alguna vez. Y Era inminente mi partida. Estaban por comenzar las nevadas en la cordillera, y no se juega con los Andes. El camino era estudiado diariamente por mis amigos. Decir caminos es un decir. En realidad era una exploración a través de huellas que el humus y la nieve habían borrado hace tiempo. La espera se hacía angustiosa para mí. Por lo demás, mis compañeros del lado argentino andarían ya buscándome.
Cuando todo parecía listo, Jorge Bellet, capitán general de las maderas, me advirtió que pasaba algo nuevo. Me lo dijo cariacontecido. El gran patrón anunciaba su visita. Llegaría en dos días más.
Quedé desconcertado. Los preparativos no estaban todavía punto. Lo más peligroso para mi situación, después de aquel largo trabajo, era que el propietario supiera que yo me albergaba en sus propias tierras. Se sabía que era un íntimo amigo de mi per seguidor González Videla. Y se sabía que González Videla había puesto precio a mi cabeza. ¿Qué hacer?
Bellet fue desde el primer momento partidario de hablar fren te a frente con Rodríguez, el propietario.
—Lo conozco muy bien —me dijo—. Es muy hombre y jamás te delatará.
Estuve en desacuerdo. Las instrucciones del partido eran absoluto secreto y Bellet pretendía violar esas instrucciones. Así se lo dije. Discutimos acaloradamente. Y en el transcurso de 1 discusión política decidimos que me fuera a vivir a la casa de un cacique mapuche, una cabaña enclavada al pie mismo de la selva.
Me trasladé a la cabaña y allí mi situación se hizo muy precaria. Tanto que finalmente, después de muchas objeciones, acepté encontrarme con Pepe Rodríguez, el propietario de la empresa de las sierras y de los bosques. Fijamos un punto neutral, que no fuera su casa ni la cabaña del cacique. A la caída de la tarde vi avanzar un jeep. De él bajó, junto con mi amigo Bellet, un hombre maduro y juvenil, de pelo canoso y rostro resuelto. Sus primeras palabras fueron para decirme que desde ese instante él asumía la responsabilidad de custodiarme. En tales condiciones nadie se atrevería a atentar contra mí seguridad.
Hablamos sin gran cordialidad, pero el hombre me fue ganando. Lo invité, porque hacía mucho frío, a la casa del cacique. Allí continuó nuestra conversación. Por orden suya aparecieron una botella de champaña, otra de whisky, y hielo.
Al cuarto vaso de whisky discutíamos a grandes voces. El hombre era absolutista de convicciones. Decía cosas interesantes Y estaba enterado de todo, pero su ribete de insolencia me ponía iracundo. Ambos pegábamos grandes palmadas sobre la mesa del cacique, hasta que concluimos en sana paz aquella botella.
Nuestra amistad siguió por mucho tiempo. Entre sus cualidades se contaba una franqueza irreductible de hombre acostumbrado a tener la sartén por el mango. Pero también sabía leer mi poesía en forma extraordinaria, con una entonación tan inteligente Y varonil que mis propios versos me parecían nacer de nuevo.
Volvió Rodríguez a la capital, a sus empresas. Tuvo un último gesto. Llamó a sus subordinados junto a mí, y con su característica voz de mando les dijo:
—Si el señor Legarreta, de aquí a una semana, tiene impedimentos para salir a la Argentina por el paso de los contrabandistas, ustedes abrirán otro camino que llegue hasta la frontera. Pararán todos los trabajos de la madera y se pondrán todos a abrir ese camino. Estas son mis órdenes.
Legarreta era mi nombre en ese momento.
Pepe Rodríguez, aquel hombre dominante y feudal, murió dos años después, empobrecido y perseguido. Lo culparon de un cuantioso contrabando. Pasó muchos meses en la cárcel. Debe haber sido un sufrimiento indecible para una naturaleza tan arrogante.
Nunca he sabido a ciencia cierta si era culpable o inocente del delito que le imputaron. Supe sí que nuestra oligarquía, antaño desvelada por una invitación del espléndido Rodríguez, lo abandonó apenas lo vieron procesado y desmoronado.
En lo que a mí respecta, sigo a su lado, sin que se pueda borrar de mi memoria. Pepe Rodríguez fue para mí un pequeño emperador que ordenó abrir sesenta kilómetros de camino en la selva virgen para que un poeta alcanzara su libertad.
La montaña andina tiene pasos desconocidos, utilizados antiguamente por contrabandistas, tan hostiles y difíciles que los guardias rurales no se preocupan ya de custodiarlos. Ríos y precipicios se encargan de atajar al caminante.
Mi compañero Jorge Bellet era el jefe de la expedición. A nuestra escolta de cinco hombres, buenos jinetes y baqueanos, se agregó mi viejo amigo Víctor Bianchi, que había llegado a esos parajes como agrimensor en unos litigios de tierras. No me reconoció. Yo llevaba la barba crecida tras año y medio de vida oculta. Apenas supo mi proyecto de cruzar la selva, nos ofreció sus inestimables servicios de avezado explorador. Antes ya había ascendido el Aconcagua en una trágica expedición de la que fue casi el único sobreviviente.
Marchábamos en fila, amparados por la solemnidad del alba. Hacía muchos años, desde mi infancia, que no montaba a caballo, pero aquí íbamos al paso. La selva andina austral está poblada por grandes árboles apartados el uno del otro. Son gigantescos alerces y maitines, luego tepas y coníferas. Los raulíes asombran por su espesor. Me detuve a medir uno. Era del diámetro de un caballo. Por arriba no se ve el cielo. Por abajo las hojas han caído durante siglos formando una capa de humus donde se hunden los cascos de las cabalgaduras. En una marcha silenciosa cruzábamos aquella gran catedral de la salvaje naturaleza.
Como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos los signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando más bien el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros marcaban de un machetazo aquí y allá las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino.
Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco: los árboles, las grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semiderribados que de pronto eran una barrera más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia de mi misión.
A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizá por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura.
A cada lado de la huella contemplé, en aquella salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozos de ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares de viajeros, altos túmulos de madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para siempre debajo de las nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes las ramas que nos tocaban las cabezas y que descendían sobre nosotros desde la altura de las coníferas inmensas, desde los robles cuyo último follaje palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo, una tarjeta de madera, una rama cortada de bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos.
Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan su fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y la velocidad que trajeron de las alturas insignes: pero esta vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente por las aguas, y comencé a mecerme sin sostén, mis pies se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por mantener la cabeza al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baquianos, los campesinos que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa:
—¿Tuvo mucho miedo?
—Mucho. Creí que había llegado mi última hora —dije.
—Ibamos detrás de usted con el lazo en la mano —me respondieron.
—Ahí mismo —agregó uno de ellos— cayó mi padre y lo arrastró la corriente. No iba a pasar lo mismo con usted.
Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada, de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de afincarse en los desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras: más de una vez me vi arrojado del caballo y tendido sobre las rocas. Mi cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el vasto, el espléndido, el difícil camino.