Authors: Juan José Arreola
Quizás te convendría reposar en alguna religión. Esto también lo dejo a tu criterio. Yo no puedo recomendarte alguna de ellas porque soy el menos indicado para hacerlo. De todos modos, piénsalo y decídete si hay dentro de ti una voz profunda que lo solicita.
Lo que sí te recomiendo, y lo hago muy ampliamente, es que en lugar de ocuparte en investigaciones amargas, te dediques a observar más bien el pequeño cosmos que te rodea. Registra con cuidado los milagros cotidianos y acoge en tu corazón a la belleza. Recibe sus mensajes inefables y tradúcelos en tu lengua.
Creo que te falta actividad y que todavía no has penetrado en el profundo sentido del trabajo. Deberías buscar alguna ocupación que satisfaga a tus necesidades y que te deje solamente algunas horas libres. Toma esto con la mayor atención, es un consejo que te conviene mucho. Al final de un día laborioso no suele encontrarse uno con noches como ésta, que por fortuna estás acabando de pasar profundamente dormido.
En tu lugar, yo me buscaría una colocación de jardinero o cultivaría por mi cuenta un prado de hortalizas. Con las flores que habría en él, y con las mariposas que irán a visitarlas, tendría suficiente para alegrar mi vida.
Si te sientes muy solo, busca la compañía de otras almas, y frecuéntala, pero no olvides que cada alma está especialmente construida para la soledad.
Me gustaría ver otras cartas sobre tu mesa. Escríbeme, si es que renuncias a tratar cosas desagradables. Hay tantos temas de qué hablar, que seguramente tu vida alcanzará para muy pocos. Escojamos los más hermosos.
En vez de firma, y para acreditar esta carta (no pienses que la estás soñando), te voy a ofrecer una cosa: me manifestaré a ti durante el día, de un modo en que puedas fácilmente reconocerme, por ejemplo… Pero no, tú solo, sólo tú habrás de descubrirlo.
"Muy sentido estoy del descuido que ha tenido nuestro amigo de mis alimentos…
Mis alimentos es justo que no padezcan ni hallen con ellos ningún fracaso o novedad…
Diga V. m. ¿qué culpa tienen mis alimentos, ni qué pecado ha cometido mi crédito para que no se paguen muy puntualmente. .?
Los mil reales de mis alimentos, de aquí a San Pedro…
Según esto, suplico a V. m. haga con Pedro Alonso de Baena me envíe libranza junta de ocho mil y quinientos reales que montan los meses de mis alimentos de aquí al fin de este año…
Con don Agustín Fiesco he acabado que escriba a Pedro Alonso de Baena dé lugar a la correspondencia de mis alimentos. ..
También suplico mire que es bien advertir a nuestro amigo que seiscientos reales cada mes no pueden ser alimentos de un niño de la doctrina…
Que será gran merced para mí excusarme de pesadumbre con ellos, y solicitar mis alimentos de junio por la misma vía…
No hay mulas de retorno para un alimentado…
Por amor de Dios que V. m. trate de la satisfacción de estos hombres y de socorrerme con los alimentos de julio…
Con quinientos reales de aquí a fin de diciembre, no puede pasar una hormiga, cuanto más quien tiene honra…
Mañana entra enero, que da principio al año y a mis alimentos. ..
Suplico a V. m. haga con el amigo ensanche los alimentos de aquí a octubre…
Pensé que el amigo, con la cuaresma, mudara de condición como de manjar, y veo que procede aun peor con estos alimentos que con los otros, pues se conjura contra los míos, haciéndome ayunar aun los domingos, que perdona la Iglesia. ..
Los alimentos de este año en la escriptura fueron pocos, pero en la dispensación van siendo menos, porque son ningunos…
Es morir no andar con alimentos anticipados…
Ni es bien cansarle dos veces sobre una cosa que es la que tengo suplicada a V. m. de mis alimentos…
Y compongamos estos mis pobres alimentos de manera que pueda yo comer aunque nunca cene…
Suplico a V. m. ponga remedio en todo esto, que ya no me acuerdo de mí ni de mis alimentos…
(
Quiero más una morcilla
/
que en el asador reviente…
)
Yo perezco, y mi crédito más, si V. m. no me socorre como quien es, haciendo que me libren mis alimentos juntos…
Deseo saber si mis alimentos son de condición diferente que los otros o si por desdicha mía soy más glorioso que otros hombres…
Nuestro amigo hace experiencias costosas de mi naturaleza, averiguando sin duda lo que tengo de angélico, pues me deja ayuno tantos días…
Señor mío don Francisco: V. m., que tiene molinos, sabe que no come el molinero del ruido de la citóla, sino del trigo de la tolva…
¿Qué culpa tiene mi comida miserable, de la concurrencia del señor don Fernando de Córdoba y Cardona?
Y algo más que bastará para asegurarse los ensanches que se echaren a mis alimentos…
Suplico a V. m. que se sirva de pedirle de mi parte me haga merced de los alimentos que he de haber este año…
Es invención suya para no sólo alargar los alimentos, pero retardarlos, como lo hace…
No me deje tan impíamente, atenido a tan miserables alimentos. ..
En materia de mis alimentos he padecido todo este tiempo mil necesidades…
Ya caminamos a cuatro meses de alimentos sin haber visto un maravedí de todos ellos…
Sírvase mandar se me compre a cuenta de mis alimentos cuatro arrobas de azahar seco, digo de lo ya tostado en las alquitaras…
Cuanto a lo que Vuestra merced me ofrece de no desampararme en los alimentos, le beso las manos tantas veces como ellos contienen de maravedís…
Bien fuera razón que me remitiera en esa póliza lo que monta lo caído de mis alimentos, sin dármelos a sorbos…
Yo quedo esperando la fianza de mis alimentos…
De mis alimentos se resta ochocientos reales, digo 850, hasta fin de éste…
He acabado con don Agustín Fiesco que me dé aquí 2,550 reales que montan lo restante de mis alimentos hasta fin de agosto, que es hoy, y el mes de setiembre, que entra mañana, de manera que hasta el fin del dicho mes de setiembre estoy alimentado…
Suplico a V. m. no haya falta en ello, porque va el crédito y la consecuencia para el expediente de unos alimentos…
No es mucho que se me anticipen los alimentos de un mes…
La paga no es muy ejecutiva, ni la seguridad menos que mis alimentos…
¿Me ha de volver las espaldas V. m. y ha de escribir a los Fíescos que me nieguen aún los alimentos?
Para ello es menester echar algunas ensanchas a la provisión de mis alimentos…
No quiso dispensar en tres días de anticipación de alimentos. ..
Suplicóle se sirva de acudirme, que no puedo pagar de ninguna manera con alimentos tan cortos…
Beso las manos de Vuestra merced muchas veces por la anticipación de los alimentos…
Yo suplico a Vuestra merced me haga merced de los dos meses de alimentos perdidos…
Yo estoy peor que Vuestra merced me dejó, y tanto, que ha sido menester vender un contador de ébano para comer estas dos semanas, que puede tardar el desengaño de mis alimentos…
En virtud de Cristóbal de Heredia, no falta quien me fíe el pan, que como con un torrezno de Rute…
No hay luz ni aun crepúsculo de comodidad: noche es en la que vivo, y, lo que peor es, sin tener que cenar en ella…
Tengo a V. m., con quien estoy comiendo en un plato; y ojalá fuera ello así, que no estoy sino debajo de su mesa de V. m., comiendo sus meajas y pidiendo ahora que deje caer una rebanada de pan siquiera…
Quejárame a Dios y al mundo, y diránme que don Luis de Góngora soy en cualquier parte, y más en Madrid, donde me mandarán dar alimentos bien pagados…
Beso las manos de Vuestra merced por la que me hace de alimentarme…
Porque 800 reales son flacos alimentos para un hombre de cuenta en este lugar…
Y que me hallo a los umbrales del invierno sin hilo de ropa, anticipados mis alimentos mes y medio para poder comer…"
DON LUIS DE GÓNGORA Y ARGOTE,
Epistolario.
La cortesía no es mi fuerte. En los autobuses suelo disimular esta carencia con la lectura o el abatimiento. Pero hoy me levanté de mi asiento automáticamente, ante una mujer que estaba de pie, con un vago aspecto de ángel anunciador.
La dama beneficiada por ese rasgo involuntario lo agradeció con palabras tan efusivas, que atrajeron la atención de dos o tres pasajeros. Poco después se desocupó el asiento inmediato, y al ofrecérmelo con leve y significativo ademán, el ángel tuvo un hermoso gesto de alivio. Me senté allí con la esperanza de que viajaríamos sin desazón alguna.
Pero ese día me estaba destinado, misteriosamente. Subió al autobús otra mujer, sin alas aparentes. Una buena ocasión se presentaba para poner las cosas en su sitio; pero no fue aprovechada por mí. Naturalmente, yo podía permanecer sentado, destruyendo así el germen de una falsa reputación. Sin embargo, débil y sintiéndome ya comprometido con mi compañera, me apresuré a levantarme, ofreciendo con reverencia el asiento a la recién llegada. Tal parece que nadie le había hecho en toda su vida un homenaje parecido: llevó las cosas al extremo con sus turbadas palabras de reconocimiento.
Esta vez no fueron ya dos ni tres las personas que aprobaron sonrientes mi cortesía. Por lo menos la mitad del pasaje puso los ojos en mí, como diciendo: "He aquí un caballero." Tuve la idea de abandonar el vehículo, pero la deseché inmediatamente, sometiéndome con honradez a la situación, alimentando la esperanza de que las cosas se detuvieran allí.
Dos calles adelante bajó un pasajero. Desde el otro extremo del autobús, una señora me designó para ocupar el asiento vacío. Lo hizo sólo con una mirada, pero tan imperiosa, que detuvo el ademán de un individuo que se me adelantaba; y tan suave, que yo atravesé el camino con paso vacilante para ocupar en aquel asiento un sitio de honor. Algunos viajeros masculinos que iban de pie sonrieron con desprecio. Yo adiviné su envidia, sus celos, su resentimiento, y me sentí un poco angustiado. Las señoras, en cambio, parecían protegerme con su efusiva aprobación silenciosa.
Una nueva prueba, mucho más importante que las anteriores, me aguardaba en la esquina siguiente: subió al camión una señora con dos niños pequeños. Un angelito en brazos y otro que apenas caminaba. Obedeciendo la orden unánime, me levanté inmediatamente y fui al encuentro de aquel grupo conmovedor. La señora venía complicada con dos o tres paquetes; tuvo que correr media cuadra por lo menos, y no lograba abrir su gran bolso de mano. La ayudé eficazmente en todo lo posible, la desembaracé de nenes y envoltorios, gestioné con el chofer la exención de pago para los niños, y la señora quedó instalada finalmente en mi asiento, que la custodia femenina había conservado libre de intrusos. Guardé la manita del niño mayor entre las mías.
Mis compromisos para con el pasaje habían aumentado de manera decisiva. Todos esperaban de mí cualquier cosa. Yo personificaba en aquellos momentos los ideales femeninos de caballerosidad y de protección a los débiles. La responsabilidad oprimía mi cuerpo como una coraza agobiante, y yo echaba de menos una buena tizona en el costado. Porque no dejaban de ocurrírseme cosas graves. Por ejemplo, si un pasajero se propasaba con alguna dama, cosa nada rara en los autobuses, yo debía amonestar al agresor y aun entrar en combate con él. En todo caso, las señoras parecían completamente seguras de mis reacciones de Bayardo. Me sentí al borde del drama.
En esto llegamos a la esquina en que debía bajarme. Divisé mi casa como una tierra prometida. Pero no descendí. Incapaz de moverme, la arrancada del autobús me dio una idea de lo que debe ser una aventura trasatlántica. Pude recobrarme rápidamente; yo no podía desertar así como así, defraudando a las que en mí habían depositado su seguridad, confiándome un puesto de mando. Además, debo confesar que me sentí cohibido ante la idea de que mi descenso pusiera en libertad impulsos hasta entonces contenidos. Si por un lado yo tenía asegurada la mayoría femenina, no estaba muy tranquilo acerca de mi reputación entre los hombres. Al bajarme, bien podría estallar a mis espaldas la ovación o la rechifla. Y no quise correr tal riesgo. ¿Y si aprovechando mi ausencia un resentido daba rienda suelta a su bajeza? Decidí quedarme y bajar el último, en la terminal, hasta que todos estuvieran a salvo.
Las señoras fueron bajando una a una en sus esquinas respectivas, con toda felicidad. El chofer ¡santo Dios! acercaba el vehículo junto a la acera, lo detenía completamente y esperaba a que las damas pusieran sus dos pies en tierra firme. En el último momento, vi en cada rostro un gesto de simpatía, algo así como el esbozo de una despedida cariñosa. La señora de los niños bajó finalmente, auxiliada por mí, no sin regalarme un par de besos infantiles que todavía gravitan en mi corazón, como un remordimiento.
Descendí en una esquina desolada, casi montaraz, sin pompa ni ceremonia. En mi espíritu había grandes reservas de heroísmo sin empleo, mientras el autobús se alejaba vacío de aquella asamblea dispersa y fortuita que consagró mi reputación de caballero.
Hay en Zapotlán una plaza que le dicen de Ameca, quien sabe por qué. Una calle ancha y empedrada se da contra un testerazo, partiéndose en dos. Por allí desemboca el pueblo en sus campos de maíz.
Así es la Plazuela de Ameca, con su esquina ochavada y sus casas de grandes portones. Y en ella se encontraron una tarde, hace mucho, dos rivales de ocasión. Pero hubo una muchacha de por medio.
La Plazuela de Ameca es tránsito de carretas. Y las ruedas muelen la tierra de los baches, hasta hacerla finita, finita. Un polvo de tepetate que arde en los ojos, cuando el viento sopla. Y allí había, hasta hace poco, un hidrante. Un caño de agua de dos pajas, con su llave de bronce y su pileta de piedra.
La que primero llegó fue la muchacha con su cántaro rojo, por la ancha calle que se parte en dos. Los rivales caminaban frente a ella, por las calles de los lados, sin saber que se darían un tope en el testerazo. Ellos y la muchacha parecía que iban de acuerdo con el destino, cada uno por su calle.
La muchacha iba por agua y abrió la llave. En ese momento los dos hombres quedaron al descubierto, sabiéndose interesados en lo mismo. Allí se acabó la calle de cada quien, y ninguno quiso dar paso adelante. La mirada que se echaron fue poniéndose tirante, y ninguno bajaba la vista.
—Oiga amigo, qué me mira.
—La vista es muy natural.