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Authors: Jack London

Colmillo Blanco (2 page)

Bill abrió la boca para hablar, pero se quedó sin hacerlo. En vez de ello, señaló hacia aquel espeso muro de sombras que parecía oprimirlos por todos lados. No se distinguía en la profunda oscuridad ninguna forma, pero sí un par de ojos que relucían como ascuas. Pronto, Henry indicó con un movimiento de la cabeza un segundo par, y luego un tercero. En torno al campamento se había ido formando un círculo de relucientes ojos.

De vez en cuando, uno de aquellos se movía, o bien desaparecía para volver a aparecer después.

La intranquilidad de los perros había ido en aumento y huían, presa de repentino terror, hacia el lado del fuego donde estaban los hombres, entre cuyas piernas se arrastraban. En medio del tumulto, uno de los perros cayó rodando al borde mismo de la hoguera, aullando de dolor y de miedo, mientras el aire olía a pelo quemado. El barullo hizo que el círculo de ojos se moviera con inquietud durante un momento y que se retirara algo; pero volvió a la misma posición de antes en cuanto los perros se apaciguaron.

—Henry, ¡qué desgracia que tengamos tan pocas municiones!

Bill había acabado de fumar su pipa y estaba ayudando a su compañero a tender las pieles y las mantas sobre las ramas de abeto que habían esparcido en la nieve antes de cenar. Henry gruñó y comenzó a desatarse los peludos zapatos.

—¿Cuántos cartuchos dijiste que te quedaban?

—Tres —fue la contestación—. Y ojalá fueran trescientos. Entonces verían esos condenados para qué me iban a servir.

Amenazó con el puño y lleno de coraje a aquellos ojos que brillaban en la oscuridad y comenzó a acercar con cuidado a la lumbre sus zapatos para que se secaran.

—Lo que yo quisiera es que esta racha de frío se acabara —continuó—. Llevamos ya dos semanas de estar a veinte grados bajo cero. Y lo que también quisiera es no haber emprendido nunca este viaje, Henry. Las cosas tienen mal aspecto. No las tengo todas conmigo, la verdad. Y puesto ya a pedir, lo que desearía es que hubiéramos terminado de una vez con todo esto, y estuviésemos ya sentados tú y yo junto al fuego en Fuerte Macgurry, jugando a las cartas: eso es lo que yo quisiera.

Henry volvió a contestar con un gruñido y se arrastró para acostarse. Dormitaba ya cuando le despertó la voz de su compañero.

—Oye, Henry: a aquel otro que se acercó y cogió el pescado, ¿por qué no se le echaron encima los perros? Eso me está atormentando la cabeza.

—Sí, y demasiado dura ya la manía, Bill —contestó el otro medio dormido—. Nunca te vi de este modo. Hazme el favor de callar y duerme, que cuando llegue la mañana te habrá ya pasado todo. Es que estás mal del estómago: eso es lo que tienes.

Los dos hombres se durmieron, respirando pesadamente, uno al lado del otro y cubiertos con los mismos abrigos. El fuego de la hoguera fue amortiguándose y el círculo de ojos brillantes que la rodeaba se fue cerrando. Los perros se apiñaron atemorizados, gruñendo de cuando en cuando amenazadoramente, al ver que algún par de aquellos ojos se acercaba demasiado. De pronto, fue tal el ruido que armaron, que Bill se despertó. Salió del lecho cautelosamente, como si no quisiera despertar a su compañero, y echó más leña al fuego. En cuanto se alzaron las llamas, el círculo de ojos se fue retirando. Miró él, como por casualidad, a los apiñados perros. Se restregó los ojos y volvió a mirarlos con mayor atención. Después se arrastró hacia el montón de mantas.

—¡Henry! —llamó—. ¡Henry!

Este lanzó una especie de gemido al despertarse y preguntó:

—¿Qué ocurre ahora?

—Nada…, que ya vuelve a haber siete. Acabo de contarlos.

Henry se limitó a manifestar con otro gruñido que quedaba enterado, y al momento, vencido de nuevo por el sueño, roncaba ya.

Quien primero se despertó a la mañana siguiente fue él, que llamó a su compañero para que se levantara. Faltaban tres horas para que se hiciera de día, a pesar de ser ya las seis de la mañana, y en medio de la oscuridad, Henry comenzó a preparar el desayuno, mientras Bill enrollaba las mantas y dejaba listo el trineo para enganchar.

—Oye, Henry —preguntó de pronto—, ¿cuántos perros dijiste que teníamos?

—Seis.

—Pues no, señor —exclamó triunfalmente Bill.

—¿Otra vez siete?

—No, cinco. Uno ha desaparecido.

—¡Diablos! —gritó furioso Henry, abandonando sus quehaceres para ir a contar los perros.

—Tienes razón, Bill —confesó—. El
Gordito
se ha marchado.

—Se apartó un poco, y ha desaparecido para siempre.

—No es fácil que volvamos a verlo. De fijo que se lo han engullido vivo. Apostaría cualquier cosa a que aún gruñía cuando se lo tragaron. ¡El diablo se los lleve!

—¡Perro tonto! ¡Siempre fue así!

—Pero por tonto que fuera, no debía haberlo sido hasta el punto de ir a suicidarse de ese modo —miró a los demás perros del trineo con ojos escudriñadores que parecieron juzgar en un momento los rasgos más salientes de cada animal—. Apuesto —añadió— a que ninguno de estos haría lo que él ha hecho.

—Ni a garrotazos se apartaban estos de la lumbre —dijo Bill, asintiendo a aquellas palabras—. Siempre me pareció que el
Gordito
no andaba bien de la cabeza.

Y ese fue el epitafio que inspiró la muerte de un perro en aquellas tierras del norte…; menos corto, por cierto, que el de no pocos hombres.

II

La loba

Tras desayunar y atar al trineo el ligero equipo, los viajeros volvieron la espalda al agradable fuego y se lanzaron a la plena oscuridad. Inmediatamente comenzaron a oírse aullidos impregnados de ferocidad y de tristeza, aullidos que, a través de las tinieblas y del frío, se llamaban y se contestaban unos a otros. Cesó toda conversación. La luz del día no apareció hasta las nueve. Hacia el sur, el cielo adquirió un color rosa pálido al llegar al mediodía, marcando el punto donde la redondez de la Tierra se interponía entre el sol meridiano y el mundo septentrional. Pero aquel rosado color desapareció muy pronto. La grisácea luz del día que quedó entonces duró hasta las tres, hora en que también desapareció repentinamente, y él manto de la noche ártica descendió, envolviendo la solitaria y silenciosa tierra.

Al llegar la oscuridad, aquellos gritos de caza que se oían a derecha e izquierda y hacia atrás fueron acercándose…, y tan cerca resonaron, que más de una vez una ráfaga de miedo hizo presa de los cansados perros, que se atropellaron con terror.

Aquello ocurrió una vez más mientras Bill y Henry ponían orden en la traílla, y el primero dijo:

—¡Ojalá levanten de una vez alguna pieza, vayan tras ella y nos dejen en paz!

—Ataca los nervios oírlos —observó Henry, asintiendo a lo dicho por su compañero.

No hablaron nada más hasta llegar al sitio donde acamparon de nuevo. Henry estaba agachado, añadiendo pedazos de hielo a la olla en que hervían las habas, cuando se sobresaltó al oír el ruido de un golpe, una exclamación de Bill y un agudo gruñido de dolor que partía del grupo de los perros. Se enderezó a tiempo para ver desaparecer un negro y confuso bulto que cruzaba entre la nieve y se perdía en la oscuridad. Luego vio a Bill, de pie en medio de los perros, entre triunfante y acobardado, sosteniendo en una mano un grueso garrote y en la otra la cola y parte del cuerpo de un salmón curado al sol.

—Se me ha llevado la mitad —dijo—, pero al menos he podido darle un buen porrazo. ¿No oíste el chillido?

—¿Y cómo era? —preguntó Henry.

—No pude distinguirlo bien. Pero tenía cuatro patas, boca y pelo, y en todo se parecía a un perro.

—Debe de ser un lobo domesticado…, supongo.

—Pues bien domesticado ha de estar el maldito, sea lo que sea, para venir aquí a la hora de comer y llevarse una ración de pescado.

Aquella noche, cuando acabaron de cenar y sentados sobre la caja rectangular fumaban sus pipas, el círculo de ojos brillantes se acercó mucho más que anteriormente.

—¿Por qué no levantarán esos una manada de antas o cualquier otra cosa y se irán tras ella, dejándonos tranquilos? —dijo Bill.

Henry asintió con una especie de gruñido en cuya entonación había algo que no era solo aprobación, y durante un cuarto de hora siguieron sentados y sin decir palabra. Henry miraba la lumbre fijamente, y Bill, aquel círculo de ojos que relucían en la oscuridad más allá de las llamas de la hoguera.

—¡Ojalá estuviéramos ya camino de Macgurry! —volvió a empezar el segundo.

—¡Cállate de una vez y deja de refunfuñar y molestarme! —exclamó enojado Henry—. Tú estás mal del estómago. Eso es lo que tienes. Trágate una cucharada de soda y verás cómo se te endulza el carácter y tu compañía resulta más agradable.

Al llegar la mañana, a Henry le despertaron todo un torrente de blasfemias que brotaban de la boca de Bill. Se apoyó sobre el codo para mirar a su compañero, que estaba de pie entre los perros, junto al fuego, al que había añadido más leña, con los brazos en alto en actitud indignada, y torcido el gesto de pura cólera.

—¡Hola…! ¿Qué te pasa ahora? —le gritó Henry.

—Que el
Rana
se ha ido.

—No puede ser.

—Te digo que sí.

Henry saltó de entre las mantas y se dirigió hacia los perros. Los contó con cuidado y unió sus maldiciones a las de Bill contra aquel poder de la vida salvaje que acababa de robarles otro perro.

—El
Rana
era el más fuerte de la traílla —afirmó Bill.

—Y este sí que no tenía un pelo de tonto —añadió Henry.

Y tales palabras fueron el segundo epitafio pronunciado en el espacio de dos días.

El desayuno resultó triste, y los cuatro perros que quedaban fueron enganchados al trineo. El día era una repetición de los anteriores. Los hombres se afanaron en caminar sin hablar sobre la tierra pelada. Nada interrumpía el silencio, excepto los aullidos de sus perseguidores, que, invisibles, iban siempre detrás de ellos. Al hacerse de noche, a media tarde, los gritos resonaron más cerca, según la costumbre, y el miedo volvió a apoderarse de los perros, que se alborotaban enredando los tiros y aumentando la depresión de los hombres.

—A ver si así os quedáis sujetos, ¡estúpidos! —dijo satisfecho Bill aquella noche, plantándose muy erguido después de terminar su tarea. Henry dejó lo que estaba cocinando para ver de qué se trataba. Su compañero no solo había atado a los perros, sino que lo hizo como suelen hacerlo los indios: con palos. A cada perro le había anudado una correa al cuello. A esta, y tan cerca del cuello que el animal no podía clavar allí los dientes, había atado un grueso palo de un metro o metro y medio de largo. El otro extremo del mismo quedaba asegurado, por medio de otra correa, a una estaca clavada en el suelo. Así el perro no podía ir royendo, hasta cortarla, la correa que estaba fija al primer extremo del palo.

Henry aprobó lo hecho con un movimiento de cabeza.

—Es lo único capaz de sujetar a
Oreja Cortada
—dijo—. Sus dientes cortan la correa como un cuchillo y casi con igual rapidez. Así, por la mañana no volverá a faltarnos ningún perro.

—Apuesto lo que quieras a que no —replicó Bill—. Si falta uno, me quedo yo sin café.

—Ellos saben que no estamos suficientemente preparados para matarlos —observó Henry, al llegar la hora de acostarse, señalando al círculo de relucientes ojos que les tenían puesto cerco—. Si pudiéramos mandarles un par de balas, nos mirarían con más respeto. Cada noche se acercan un poco más. Apártate algo de la lumbre para ver mejor y mira… ¡allí! ¿Ves aquel?

Durante cierto tiempo, los hombres se entretuvieron en observar el movimiento de confusos bultos casi al borde mismo de la hoguera. Mirando un rato fijamente a un par de aquellos ojos que brillaban entre las sombras, la forma del animal iba tomando cuerpo lentamente, y a veces hasta llegaban a verlo moverse.

Un ruido que partió del grupo de los perros llamó la atención de los dos hombres.
Oreja Cortada
lanzaba repetidos y breves quejidos, embistiendo cuanto le permitía el palo que lo sujetaba, hacia la oscuridad, y desistiendo de ello, de cuando en cuando, para atacar furiosamente a dentelladas el palo mismo.

—¡Mira, Bill! —dijo Henry en voz baja.

Iluminado por la hoguera, cuya luz le daba de lleno, se deslizaba cautelosamente un animal parecido a un perro. Se movía con cierta rara mezcla de recelo y de audacia, observaba con cuidado a los hombres pero concentraba principalmente la atención en los canes.
Oreja Cortada
se lanzó, todo lo que el palo le permitía, hacia el intruso, dando un ansioso quejido.

—Ese estúpido de
Oreja Cortada
no parece estar muy asustado —susurró Bill.

—Se trata de una loba —le contestó Henry del mismo modo—. Eso explica que el
Gordito
y el
Rana
se fueran. Ella es el señuelo de la manada. Sirve para atraer al perro, y luego se le echan todos encima y lo devoran.

La leña de la hoguera dio un chasquido. Uno de los troncos cayó rodando con estrépito y chisporroteo. Al oír el ruido, el raro animal saltó hacia atrás, desapareciendo en la oscuridad.

—Henry, he pensado una cosa —anunció Bill.

—¿Qué has pensado?

—Pues que a este fue al que le di yo el garrotazo.

—No me cabe la menor duda —repuso Henry.

—Y de paso quiero que conste también —continuó Hill— que eso de que este animal esté tan familiarizado con las hogueras de los campamentos es algo sospechoso e inmoral.

—La verdad es que sabe más de lo que cualquier lobo que se respete un poco debe saber —continuó Henry—. Un lobo que sabe cuándo ha de venir aquí para encontrar comiendo a la traílla tiene cierta experiencia.

—El viejo Villan tuvo una vez un perro que se escapó y se fue con los lobos —iba diciendo Bill como si estuviera hablando solo—. Puedo afirmarlo con seguridad. Lo separé de la manada de un balazo, en un prado donde van a pacer las antas más allá de Little Stick. Y Villan lloró entonces como una criatura. Tres años había estado sin verlo, según dijo. Todo ese tiempo estuvo con los lobos.

—Me parece que has dado en el clavo, Bill. En realidad, ese lobo es un perro, y muchas veces ha comido pescado antes de ahora, recibiéndolo de manos de algún hombre.

—Y si se presenta la ocasión, este lobo, que no es lobo, sino perro, no será pronto más que un montón de carne —afirmó Bill—. No podemos permitirnos el lujo de perder más animales que los que hemos perdido.

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