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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Cita con Rama (29 page)

Revisó las trabas que unían su vehículo al armazón de la bomba, y repasó la línea de seguridad de su propio traje. Una cólera fría crecía en su interior, agregando firmeza a su determinación. ¿Significaba esa maniobra que los mercurianos harían estallar la bomba sin previo aviso, sin dar al
Endeavour
oportunidad de huir? Parecía increíble, un acto no sólo de brutalidad, sino también de locura, calculado para poner al resto del sistema solar en su contra. ¿Y qué les habría impulsado a ignorar la solemne promesa hecha por su propio embajador?

Cualquiera que fuese su plan, no se saldrían con la suya.

El segundo mensaje proveniente de Mercurio fue idéntico al primero, y llegó diez minutos más tarde. De modo que habían extendido el plazo. Norton disponía todavía de una hora. Y ellos, los mercurianos, seguramente esperaron el tiempo suficiente para recibir una respuesta del
Endeavour
antes de volver a comunicarse con él.

Pero ahora existía otro factor. A estas alturas debían haber visto a Rodrigo en sus pantallas, y tuvieron varios minutos para entrar en acción. Sus instrucciones al misil podían estar ya en camino, llegar en cualquier momento.

Y él debía estar preparándose para partir. En un instante el enorme bulto de Rama, que parecía llenar el cielo, podía tornarse incandescente a lo largo de los bordes, brillando con una gloria efimera que eclipsaría la del Sol.

Cuando llegó el impulso mayor, Rodrigo ya estaba bien sujeto. Sólo contó veinte segundos más tarde. Hizo un rápido cálculo mental: el misil tardaría más de una hora en alcanzar Rama; tal vez sólo se aproximaba para obtener una reacción más rápida. Si era así, había que aplaudir la medida de precaución. Pero Mercurio había llegado muy tarde.

Rodrigo volvió a mirar su reloj, aunque ahora casi tenía conciencia de la hora sin tener que verificarla. En esos momentos, le estarían viendo desde Mercurio mientras se dirigía de intento hacia la bomba, y a menos de dos kilómetros de distancia. No tendrían ya ninguna duda respecto a sus intenciones, y se preguntarían si ya las había llevado a la práctica.

El segundo juego de cables saltó tan fácilmente como el primero. Como todo buen operario, Rodrigo había elegido bien sus herramientas. La bomba estaba desarticulada; o, para ser más precisos, ya no podría ser detonada por control remoto.

Sin embargo, existía otra posibilidad, y no podía permitirse el lujo de ignorarla. No había fusibles externos de contacto, pero quizá los hubiera internos. Y quizá también éstos se armarían con la fuerza del impacto. Los mercurianos seguían ejerciendo control sobre el movimiento de su vehículo, y por lo tanto podrían estrellarlo contra Rama cuando quisieran. En consecuencia, el trabajo de Rodrigo aún no había terminado.

Cinco minutos después, en la sala de control, en algún lugar de Mercurio, le verían arrastrándose sobre la cubierta exterior del misil provisto del modesto par de tenazas que habían neutralizado el arma más poderosa jamás construida por el hombre. Casi estuvo tentado de agitarla delante de la cámara, pero decidió que sería un acto carente de dignidad. Al fin de cuentas él estaba haciendo historia, y millones de hombres contemplarían esta escena en años por venir, a menos, por supuesto, que por puro resentimiento los mercurianos destruyeran todos los registros. Si ellos lo hacían, él no los culparía demasiado.

Alcanzó el pie de la antena direccional y poco a poco fue subiendo por ella hasta el plato. Sus fieles pinzas trabajaron rápidamente y bien, cortando el sistema múltiple de alimentadores, cables y guías de onda Láser por igual. Cuando hizo el último corte, la antena comenzó a balancearse lentamente. El movimiento inesperado le cogió de sorpresa, hasta que comprendió que había destruido su dependencia automática con Mercurio. Dentro de cinco minutos los mercurianos perderían todo contacto con su servidor. No sólo había quedado impotente; ahora era ciego y sordo.

Rodrigo volvió con lentitud a su vehículo, retiró las trabas de enganche, y lo hizo girar hasta que las defensas delanteras presionaron contra el misil, lo más cerca posible a su centro de masa. Elevó el impulso a su máxima potencia, y lo mantuvo durante veinte segundos.

Empujando contra varias veces su propia masa, la moto respondió muy perezosamente. Cuando Rodrigo cortó el impulso a cero, calculó con mucho cuidado el nuevo vector de velocidad de la bomba.

Erraría el impacto con Rama por un amplio margen, y podría ser localizado nuevamente con precisión en cualquier momento, en el futuro. A fin de cuentas, era un valioso conjunto de aparatos y accesorios.

Rodrigo era un hombre de honradez casi patológica. No quería que los mercurianos llegaran a acusarle un día de haberles hecho perder algo de su propiedad.

Héroe


Q
uerida —empezó Norton—; todo ese disparate nos ha costado más de un día, pero al menos me da la oportunidad de hablarte. Estoy todavía en la nave, que ahora llevamos otra vez a su estacionamiento en el eje polar. Hemos recogido a Boris hace una hora, y su apariencia era la de alguien que acaba de realizar un simple trabajo de rutina. Supongo que ninguno de nosotros podrá visitar Mercurio otra vez, y me pregunto si seremos tratados como héroes o villanos cuando regresemos a la Tierra. Pero yo tengo la conciencia tranquila; estoy seguro de haber obrado bien. Me pregunto asimismo si los ramanes dirán «gracias» alguna vez.

»Sólo podremos quedarnos aquí durante dos días más. A diferencia de Rama, no tenemos una corteza de un kilómetro de espesor para protegernos del sol. Nuestro casco ya muestra varios puntos peligrosamente caldeados y hemos tenido que tender varios parasoles en la superficie. Lo siento, querida; no era mi intención aburrirte con mis problemas.

»Así, pues, sólo queda tiempo para un viaje más a Rama, y pienso sacarle el mayor partido posible. Pero no te preocupes; no correré ningún riesgo.

Norton detuvo el grabador. Eso, por lo mismo, era deformar la verdad. Había peligro e inseguridad en cada instante dentro de Rama; ningún hombre se sentiría realmente como en su casa allí, en presencia de fuerzas superiores a su comprensión. Y en este viaje final, ahora que sabía que jamás volverían y que no comprometerían futuras operaciones, se proponía desafiar su suerte un poco más.

—Dentro de cuarenta y ocho horas, pues, habremos completado la misión Rama. Lo que ocurrirá después aún es incierto; como sabes, hemos utilizado casi todo nuestro combustible para entrar en esta órbita. Todavía estoy esperando que se me diga si un tanque podrá encontrarse con nosotros a tiempo para poder regresar a la Tierra, o si tendremos que realizar un descenso de planeta en Marte. De todas maneras, estaré en casa para Navidad. Dile a nuestro hijo que lamento no poder llevarle un cachorro de «biot»; no existe un animal de esa especie.

»Estamos todos bien, pero muy cansados. Después de esto me he ganado un buen permiso, y nos resarciremos del tiempo perdido. Cuando te hablen mal de mí, podrás proclamar que estás casada con un héroe. ¿Cuántas mujeres tienen un esposo que salvó a un mundo?

Como siempre, Norton escuchó atentamente la cinta antes de duplicarla, para asegurarse de que era aplicable a sus dos familias. Resultaba extraño pensar que no sabía a cuál de las dos vería primero. Por lo general sus programas y épocas de descanso quedaban determinados con un año de adelanto, lo menos, regidos por el inexorable movimiento de los planetas.

Pero eso ocurría en los días antes de Rama. Ahora ya nada volvería a ser lo mismo.

Templo de cristal


S
i lo intentamos —dijo Karl Mercer—, ¿supone usted que los «biots» nos detendrán?

—Es posible que sí; ésa es una de las cosas que quiero averiguar. ¿Por qué me mira de esa forma?

Los labios de Mercer insinuaron esa sonrisa lenta, casi misteriosa, propensa a aparecer en cualquier momento instigada por un chiste privado que podía o no compartir con sus camaradas.

—Me estaba preguntando, jefe, si piensa usted que es dueño de Rama. Hasta ahora ha prohibido cualquier intento de penetrar en esos edificios. ¿Por qué el cambio? ¿Acaso le inspiraron los mercurianos?

Norton lanzó una carcajada, aunque al punto se contuvo. Era una pregunta inteligente, y no estaba seguro de que las respuestas obvias eran las correctas.

—Tal vez me he mostrado demasiado cauto —respondió—. He tratado de evitarnos problemas. Pero ésta es nuestra última oportunidad. Si nos vemos obligados a retirarnos, no habremos perdido mucho.

—Me figuro que nos retiraremos en orden.

—Por supuesto. Pero los «biots» nunca se han mostrado hostiles. Y, a excepción de las arañas, no creo que haya nada aquí que pueda darnos alcance si realmente tenemos que correr.

—Correrá usted, jefe; por mi parte pienso retirarme de Rama con dignidad. Y a propósito, ya sé por qué los «biots» son tan corteses con nosotros.

—Es un poco tarde para una nueva teoría.

—De todas maneras, ahí va: ellos piensan que somos ramanes. No reconocen la diferencia entre un comedor de oxígeno y otro.

—No creo que sean tan estúpidos.

—No es una cuestión de estupidez. Han sido programados para los trabajos que realizan, y nosotros, simplemente, no entramos en su marco de referencia.

—Tal vez tenga razón, Karl. Es posible que lo aclaremos, tan pronto como comencemos a trabajar en Londres.

Joe Calvert siempre había disfrutado mucho con esas viejas películas de asaltos a los bancos, pero nunca creyó que se vería mezclado en uno. No obstante, en esencia, era lo que estaba haciendo ahora.

Las desiertas calles de Londres aparecían llenas de amenazas, aunque él sabía que sólo era su conciencia culpable. No creía de verdad que esas estructuras selladas, sin aberturas, alineadas alrededor de ellos, estuvieran llenas de habitantes en estado de alerta, esperando para emerger en hordas furiosas tan pronto como los invasores tendieran la mano hacia su propiedad. Por el contrario, estaba seguro de que todo ese complejo, así como el resto de las ciudades, era simplemente una especie de campo de almacenaje.

Pero un segundo temor, basado también en innumerables dramas antiguos de crimen, tenía tal vez más fundamento. Aunque no hubiera timbres de alarma y aullantes sirenas, era razonable suponer que Rama dispondría de algún sistema de llamada de atención. ¿Cómo, si no, sabían los biots cuándo y dónde se requerían sus servicios?

—Los que no traen gafas protectoras, vuélvanse de espaldas —ordenó Willard Myron.

Se expandió un olor a óxidos nítricos mientras el aire mismo comenzaba a arder al haz de luz del proyector láser, y se oyó un firme siseo mientras el ígneo cuchillo avanzaba hacia secretos ocultos desde el nacimiento del hombre.

Nada material podía resistir esta concentración de poder, y el corte prosiguió sin interrupción a una velocidad de varios metros por segundo. En un tiempo notablemente corto había sido cortada una sección lo bastante grande como para permitir el paso de un hombre.

Puesto que la sección cortada no mostraba señales de moverse, Myron la golpeó con suavidad primero, luego un poco más fuerte, y por fin con todas sus fuerzas. Sólo entonces cayó hacia atrás con un ruido sordo y retumbante.

Una vez más, como le ocurrió cuando por primera vez penetró en Rama, Norton recordó al arqueólogo que había abierto la antigua tumba egipcia. Sin embargo no esperaba ver el brillo del oro; en realidad, no tenía ideas preconcebidas mientras se deslizaba a través de la abertura con la antorcha extendida delante de él.

Un templo griego hecho de cristal: ésa fue su primera impresión. El edificio estaba lleno de filas y filas de columnas verticales y cristalinas, de un metro de ancho y que se extendían del piso al techo. Había cientos de ellas, perdiéndose en la oscuridad fuera del alcance de su antorcha.

Se aproximó a la columna más próxima y dirigió el haz de luz a su interior. Refractada, como a través de una lente cilíndrica, la luz se extendía en abanico hasta el extremo más alejado para ser enfocada y vuelta a enfocar, tornándose más débil con cada repetición, en la formación de pilares más y más atrás. Tuvo la sensación de encontrarse en el centro de alguna complicada demostración de óptica.

—Muy bonito —comentó el práctico Mercer—, pero, ¿qué significa? ¿Quién necesita un bosque de pilares de cristal?

Norton dio unos golpecillos secos en la columna. Parecía sólida, aunque más metálica que cristalina. Estaba completamente desconcertado, y en consecuencia siguió un sabio consejo, oído alguna vez, mucho tiempo atrás: «Cuando tengas dudas no digas nada y sigue adelante.»

Al aproximarse a la columna siguiente, que era una réplica exacta de la anterior, oyó la exclamación de sorpresa lanzada por Mercer.

—¡Habría jurado que este pilar estaba vacío! Y ahora hay algo en su interior.

Norton miró rápidamente hacia atrás.

—¿Dónde? —preguntó—. No veo nada.

Siguió la dirección señalada por el índice de Mercer. No indicaba nada; la columna estaba transparente por completo.

—¿No lo ve? —inquirió Mercer incrédulo—. Venga por este lado. ¡Maldición... ya lo he perdido!

—¿Qué está pasando aquí? —exclamó Calvert. Transcurrieron varios minutos antes de que recibiera algo parecido a una respuesta.

Las columnas no eran transparentes desde todos los ángulos o en cualquier iluminación. Mientras se caminaba alrededor, distintos objetos surgían súbitamente a la vista, al parecer encajados en su interior como moscas en ámbar, y volvían a desaparecer. Había docenas de tales objetos, todos diferentes. Daban la impresión de ser reales y sólidos, y sin embargo muchos parecían ocupar idéntico volumen de espacio.

—Hologramas —dictaminó Calvert—. Exactamente como en un museo de la Tierra.

Tal era la explicación obvia, y por lo mismo Norton la consideraba con desconfianza. Sus dudas se acrecentaron cuando examinó otras columnas, y conjuró las imágenes almacenadas en su interior.

Herramientas de mano (aunque para manos muy grandes y peculiares); recipientes; pequeñas máquinas con teclado que parecían haber sido hechas para más de cinco dedos; instrumental científico; utensilios domésticos sorprendentemente convencionales y que incluían cuchillos y platos que, a no ser por sus medidas, no habrían provocado una segunda mirada en cualquier mesa de la Tierra: todo estaba allí, con cientos de objetos menos identificables, a menudo mezclado en el mismo pilar. Un museo, seguramente, tendría algún ordenamiento lógico, alguna selección de temas relacionados entre sí. Este parecía ser una colección completamente azarosa de quincallería.

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