Por la época en que se le ocurrió la lotería de adivinanzas, Aureliano Segundo despertaba con un nudo en la garganta, como si estuviera reprimiendo las ganas de llorar. Petra Cotes lo interpretó como uno de los tantos trastornos provocados por la mala situación, y todas las mañanas, durante más de un año, le tocaba el paladar con un hisopo de miel de abejas y le daba jarabe de rábano. Cuando el nudo de la garganta se le hizo tan opresivo que le costaba trabajo respirar, Aureliano Segundo visitó a Pilar Ternera por si ella conocía alguna hierba de alivio. La inquebrantable abuela, que había llegado a los cien años al frente de un burdelito clandestino, no confió en supersticiones terapéuticas, sino que consultó el asunto con las barajas. Vio el caballo de oros con la garganta herida por el acero de la sota de espadas, y dedujo que Fernanda estaba tratando de que el marido volviera a la casa mediante el desprestigiado sistema de hincar alfileres en su retrato, pero que le había provocado un tumor interno por un conocimiento torpe de sus malas artes. Como Aureliano Segundo no tenía más retratos que los de la boda, y las copias estaban completas en el álbum familiar, siguió buscando por toda la casa en los descuidos de la esposa, y por fin encontró en el fondo del ropero media docena de pesarios en sus cajitas originales. Creyendo que las rojas llantitas de caucho eran objetos de hechicería, se metió una en el bolsillo para que la viera Pilar Ternera. Ella no pudo determinar su naturaleza, pero le pareció tan sospechosa, que de todos modos se hizo llevar la media docena y la quemó en una hoguera que prendió en el patio. Para conjurar el supuesto maleficio de Fernanda, le indicó a Aureliano Segundo que mojara una gallina clueca y la enterrara viva bajo el castaño, y él lo hizo de tan buena fe, que cuando acabó de disimular con hojas secas la tierra removida, ya sentía que respiraba mejor. Por su parte, Fernanda interpretó la desaparición como una represalia de los médicos invisibles, y se cosió en la parte interior de la camisola una faltriquera de jareta, donde guardó los pesarios nuevos que le mandó su hijo.
Seis meses después del enterramiento de la gallina, Aureliano Segundo despertó a medianoche con un acceso de tos, y sintiendo que lo estrangulaban por dentro con tenazas de cangrejo. Fue entonces cuando comprendió que por muchos pesarios mágicos que destruyera y muchas gallinas de conjuro que remojara, la única y triste verdad era que se estaba muriendo. No se lo dijo a nadie. Atormentado por el temor de morirse sin mandar a Bruselas a Amaranta Úrsula, trabajó como nunca lo había hecho, y en vez de una hizo tres rifas semanales. Desde muy temprano se le veía recorrer el pueblo, aun en los barrios más apartados y miserables, tratando de vender los billetitos con una ansiedad que sólo era concebible en un moribundo. «Aquí está la Divina Providencia», pregonaba. «No la dejen ir, que sólo llega una vez cada cien años». Hacía conmovedores esfuerzos por parecer alegre, simpático, locuaz, pero bastaba verle el sudor y la palidez para saber que no podía con su alma. A veces se desviaba por predios baldíos, donde nadie lo viera, y se sentaba un momento a descansar de las tenazas que lo despedazaban por dentro. Todavía a la medianoche estaba en el barrio de tolerancia, tratando de consolar con prédicas de buena suerte a las mujeres solitarias que sollozaban junto a las victrolas. «Este número no sale hace cuatro meses», les decía, mostrándoles los billetitos. «No lo dejes ir, que la vida es más corta de lo que uno cree». Acabaron por perderle el respeto, por burlarse de él, y en sus últimos meses ya no le decían don Aureliano, como lo habían hecho siempre, sino que lo llamaban en su propia cara don Divina Providencia. La voz se le iba llenando de notas falsas, se le fue destemplando y terminó por apagársele en un ronquido de perro, pero todavía tuvo voluntad para no dejar que decayera la expectativa por los premios en el patio de Petra Cotes. Sin embargo, a medida que se quedaba sin voz y se daba cuenta de que en poco tiempo ya no podría soportar el dolor, iba comprendiendo que no era con cerdos y chivos rifados como su hija llegaría a Bruselas, de modo que concibió la idea de hacer la fabulosa rifa de las tierras destruidas por el diluvio, que bien podían ser restauradas por quien dispusiera de capital. Fue una iniciativa tan espectacular, que el propio alcalde se prestó para anunciarla con un bando, y se formaron sociedades para comprar billetes a cien pesos cada uno, que se agotaron en menos de una semana. La noche de la rifa, los ganadores hicieron una fiesta aparatosa, comparable apenas a las de los buenos tiempos de la compañía bananera, y Aureliano Segundo tocó en el acordeón por última vez las canciones olvidadas de Francisco el Hombre, pero ya no pudo cantarlas.
Dos meses después, Amaranta Úrsula se fue a Bruselas. Aureliano Segundo le entregó no sólo el dinero de la rifa extraordinaria, sino el que había logrado economizar en los meses anteriores, y el muy escaso que obtuvo por la venta de la pianola, el clavicordio y otros corotos caídos en desgracia. Según sus cálculos, ese fondo le alcanzaba para los estudios, así que sólo quedaba pendiente el valor del pasaje de regreso. Fernanda se opuso al viaje hasta el último momento, escandalizada con la idea de que Bruselas estuviera tan cerca de la perdición de París, pero se tranquilizó con una carta que le dio el padre Ángel para una pensión de jóvenes católicas atendida por religiosas, donde Amaranta Úrsula prometió vivir hasta el término de sus estudios. Además, el párroco consiguió que viajara al cuidado de un grupo de franciscanas que iban para Toledo, donde esperaban encontrar gente de confianza para mandarla a Bélgica. Mientras se adelantaba la apresurada correspondencia que hizo posible esta coordinación, Aureliano Segundo, ayudado por Petra Cotes, se ocupó del equipaje de Amaranta Úrsula. La noche en que prepararon uno de los baúles nupciales de Fernanda, las cosas estaban tan bien dispuestas que la estudiante sabía de memoria cuáles eran los trajes y las babuchas de pana con que debía hacer la travesía del Atlántico, y el abrigo de paño azul con botones de cobre, y los zapatos de cordobán con que debía desembarcar. Sabía también cómo debía caminar para no caer al agua cuando subiera a bordo por la plataforma, que en ningún momento debía separarse de las monjas ni salir del camarote como no fuera para comer, y que por ningún motivo debía contestar a las preguntas que los desconocidos de cualquier sexo le hicieran en alta mar. Llevaba un frasquito con gotas para el mareo y un cuaderno escrito de su puño y letra por el padre Ángel, con seis oraciones para conjurar la tempestad. Fernanda le fabricó un cinturón de lona para que guardara el dinero, y le indicó la forma de usarlo ajustado al cuerpo, de modo que no tuviera que quitárselo ni siquiera para dormir. Trató de regalarle la bacinilla de oro lavada con lejía y desinfectada con alcohol, pero Amaranta Úrsula la rechazó por miedo de que se burlaran de ella sus compañeras de colegio. Pocos meses después, a la hora de la muerte, Aureliano Segundo había de recordarla como la vio la última vez, tratando de bajar sin conseguirlo el cristal polvoriento del vagón de segunda clase, para escuchar las últimas recomendaciones de Fernanda. Llevaba un traje de seda rosada con un ramito de pensamientos artificiales en el broche del hombro izquierdo; los zapatos de cordobán con trabilla y tacón bajo, y las medias satinadas con ligas elásticas en las pantorrillas. Tenía el cuerpo menudo, el cabello suelto y largo y los ojos vivaces que tuvo Úrsula a su edad, y la forma en que se despedía, sin llorar pero sin sonreír, revelaba la misma fortaleza de carácter. Caminando junto al vagón a medida que aceleraba, y llevando a Fernanda del brazo para que no fuera a tropezar, Aureliano Segundo apenas pudo corresponderle con un saludo de la mano, cuando la hija le mandó un beso con la punta de los dedos. Los esposos permanecieron inmóviles bajo el sol abrasante, mirando cómo el tren se iba confundiendo con el punto negro del horizonte, y tomados del brazo por primera vez desde el día de la boda.
El nueve de agosto, antes de que se recibiera la primera carta de Bruselas, José Arcadio Segundo conversaba con Aureliano en el cuarto de Melquíades, y sin que viniera a cuento dijo:
—Acuérdate siempre de que eran más de tres mil y que los echaron al mar.
Luego se fue de bruces sobre los pergaminos, y murió con los ojos abiertos. En ese mismo instante, en la cama de Fernanda, su hermano gemelo llegó al final del prolongado y terrible martirio de los cangrejos de hierro que le carcomieron la garganta. Una semana antes había vuelto a la casa, sin voz, sin aliento y casi en los puros huesos, con sus baúles trashumantes y su acordeón de perdulario, para cumplir la promesa de morir junto a la esposa. Petra Cotes lo ayudó a recoger sus ropas y lo despidió sin derramar una lágrima, pero olvidó darle los zapatos de charol que él quería llevar en el ataúd. De modo que cuando supo que había muerto, se vistió de negro, envolvió los botines en un periódico, y le pidió permiso a Fernanda para ver al cadáver. Fernanda no la dejó pasar de la puerta.
—Póngase en mi lugar —suplicó Petra Cotes—. Imagínese cuánto lo habré querido para soportar esta humillación.
—No hay humillación que no la merezca una concubina —replicó Fernanda—. Así que espere a que se muera otro de los tantos para ponerle esos botines.
En cumplimiento de su promesa, Santa Sofía de la Piedad degolló con un cuchillo de cocina el cadáver de José Arcadio Segundo para asegurarse de que no lo enterraran vivo. Los cuerpos fueron puestos en ataúdes iguales, y allí se vio que volvían a ser idénticos en la muerte, como lo fueron hasta la adolescencia. Los viejos compañeros de parranda de Aureliano Segundo pusieron sobre su caja una corona que tenía una cinta morada con un letrero:
Apártense vacas que la vida es corta
. Fernanda se indignó tanto con la irreverencia que mandó tirar la corona en la basura. En el tumulto de última hora, los borrachitos tristes que los sacaron de la casa confundieron los ataúdes y los enterraron en tumbas equivocadas.
Aureliano no abandonó en mucho tiempo el cuarto de Melquíades. Se aprendió de memoria las leyendas fantásticas del libro desencuadernado, la síntesis de los estudios de Hermann, el tullido; los apuntes sobre la ciencia demonológica, las claves de la piedra filosofal, las
Centurias
de Nostradamus y sus investigaciones sobre la peste, de modo que llegó a la adolescencia sin saber nada de su tiempo, pero con los conocimientos básicos del hombre medieval. A cualquier hora que entrara en el cuarto, Santa Sofía de la Piedad lo encontraba absorto en la lectura. Le llevaba al amanecer un tazón de café sin azúcar, y al mediodía un plato de arroz con tajadas de plátano fritas, que era lo único que se comía en la casa después de la muerte de Aureliano Segundo. Se preocupaba por cortarle el pelo, por sacarle las liendres, por adaptarle la ropa vieja que encontraba en baúles olvidados, y cuando empezó a despuntarle el bigote le llevó la navaja barbera y la totumita para la espuma del coronel Aureliano Buendía. Ninguno de los hijos de éste se le pareció tanto, ni siquiera Aureliano José, sobre todo por los pómulos pronunciados, y la línea resuelta y un poco despiadada de los labios. Como le ocurrió a Úrsula con Aureliano Segundo cuando éste estudiaba en el cuarto, Santa Sofía de la Piedad creía que Aureliano hablaba solo. En realidad, conversaba con Melquíades. Un mediodía ardiente, poco después de la muerte de los gemelos, vio contra la reverberación de la ventana al anciano lúgubre con el sombrero de alas de cuervo, como la materialización de un recuerdo que estaba en su memoria desde mucho antes de nacer. Aureliano había terminado de clasificar el alfabeto de los pergaminos. Así que cuando Melquíades le preguntó si había descubierto en qué lengua estaban escritos, él no vaciló para contestar.
—En sánscrito —dijo.
Melquíades le reveló que sus oportunidades de volver al cuarto estaban contadas. Pero se iba tranquilo a las praderas de la muerte definitiva, porque Aureliano tenía tiempo de aprender el sánscrito en los años que faltaban para que los pergaminos cumplieran un siglo y pudieran ser descifrados. Fue él quien le indicó que en el callejón que terminaba en el río, y donde en los tiempos de la compañía bananera se adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, un sabio catalán tenía una tienda de libros donde había un
Sanskrit Primer
que sería devorado por las polillas seis años después si él no se apresuraba a comprarlo. Por primera vez en su larga vida Santa Sofía de la Piedad dejó traslucir un sentimiento, y era un sentimiento de estupor, cuando Aureliano le pidió que le llevara el libro que había de encontrar entre la
Jerusalén Libertada
y los poemas de Milton, en el extremo derecho del segundo renglón de los anaqueles. Como no sabía leer, se aprendió de memoria la parrafada, y consiguió el dinero con la venta de uno de los diecisiete pescaditos de oro que quedaban en el taller, y que sólo ella y Aureliano sabían dónde los habían puesto la noche en que los soldados registraron la casa.
Aureliano avanzaba en los estudios del sánscrito, mientras Melquíades iba haciéndose cada vez menos asiduo y más lejano, esfumándose en la claridad radiante del mediodía. La última vez que Aureliano lo sintió era apenas una presencia invisible que murmuraba: «He muerto de fiebre en los médanos de Singapur». El cuarto se hizo entonces vulnerable al polvo, al calor, al comején, a las hormigas coloradas, a las polillas que habían de convertir en aserrín la sabiduría de los libros y los pergaminos.
En la casa no faltaba qué comer. Al día siguiente de la muerte de Aureliano Segundo, uno de los amigos que habían llevado la corona con la inscripción irreverente le ofreció pagarle a Fernanda un dinero que le había quedado debiendo a su esposo. A partir de entonces, un mandadero llevaba todos los miércoles un canasto con cosas de comer, que alcanzaban bien para una semana. Nadie supo nunca que aquellas vituallas las mandaba Petra Cotes, con la idea de que la caridad continuada era una forma de humillar a quien la había humillado. Sin embargo, el rencor se le disipó mucho más pronto de lo que ella misma esperaba, y entonces siguió mandando la comida por orgullo y finalmente por compasión. Varias veces, cuando le faltaron ánimos para vender billetitos y la gente perdió el interés por las rifas, se quedó ella sin comer para que comiera Fernanda, y no dejó de cumplir el compromiso mientras no vio pasar su entierro.
Para Santa Sofía de la Piedad, la reducción de los habitantes de la casa debía haber sido el descanso a que tenía derecho después de más de medio siglo de trabajo. Nunca se le había oído un lamento a aquella mujer sigilosa, impenetrable, que sembró en la familia los gérmenes angélicos de Remedios, la bella, y la misteriosa solemnidad de José Arcadio Segundo; que consagró toda una vida de soledad y silencio a la crianza de unos niños que apenas si recordaban que eran sus hijos y sus nietos, y que se ocupó de Aureliano como si hubiera salido de sus entrañas, sin saber ella misma que era su bisabuela. Sólo en una casa como aquélla era concebible que hubiera dormido siempre en un petate que tendía en el piso del granero, entre el estrépito nocturno de las ratas, y sin haberle contado a nadie que una noche la despertó la pavorosa sensación de que alguien la estaba mirando en la oscuridad, y era que una víbora se deslizaba por su vientre. Ella sabía que si se lo hubiera contado a Úrsula la hubiera puesto a dormir en su propia cama, pero eran los tiempos en que nadie se daba cuenta de nada mientras no se gritara en el corredor, porque los afanes de la panadería, los sobresaltos de la guerra, el cuidado de los niños, no dejaban tiempo para pensar en la felicidad ajena. Petra Cotes, a quien nunca vio, era la única que se acordaba de ella. Estaba pendiente de que tuviera un buen par de zapatos para salir, de que nunca le faltara un traje, aun en los tiempos en que hacía milagros con el dinero de las rifas. Cuando Fernanda llegó a la casa tuvo motivos para creer que era una sirvienta eternizada, y aunque varias veces oyó decir que era la madre de su esposo, aquello le resultaba tan increíble que más tardaba en saberlo que en olvidarlo. Santa Sofía de la Piedad no pareció molestarse nunca por aquella condición subalterna. Al contrario, se tenía la impresión de que le gustaba andar por los rincones, sin una tregua, sin un quejido, manteniendo ordenada y limpia la inmensa casa donde vivió desde la adolescencia, y que particularmente en los tiempos de la compañía bananera parecía más un cuartel que un hogar. Pero cuando murió Úrsula, la diligencia inhumana de Santa Sofía de la Piedad, su tremenda capacidad de trabajo, empezaron a quebrantarse. No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes. Cuando ya no hubo un lugar pelado en los patios, la maleza rompió por debajo el cemento del corredor, lo resquebrajó como un cristal, y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo antes había encontrado Úrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de Melquíades. Sin tiempo ni recursos para impedir los desafueros de la naturaleza, Santa Sofía de la Piedad se pasaba el día en los dormitorios, espantando los lagartos que volverían a meterse por la noche. Una mañana vio que las hormigas coloradas abandonaron los cimientos socavados, atravesaron el jardín, subieron por el pasamanos donde las begonias habían adquirido un color de tierra, y entraron hasta el fondo de la casa. Trató primero de matarlas con una escoba, luego con insecticida y por último con cal, pero al otro día estaban otra vez en el mismo lugar, pasando siempre, tenaces e invencibles. Fernanda, escribiendo cartas a sus hijos, no se daba cuenta de la arremetida incontenible de la destrucción. Santa Sofía de la Piedad siguió luchando sola, peleando con la maleza para que no entrara en la cocina, arrancando de las paredes los borlones de telaraña que se reproducían en pocas horas, raspando el comején. Pero cuando vio que también el cuarto de Melquíades estaba telarañado y polvoriento, así lo barriera y sacudiera tres veces al día, y que a pesar de su furia limpiadora estaba amenazado por los escombros y el aire de miseria que sólo el coronel Aureliano Buendía y el joven militar habían previsto, comprendió que estaba vencida. Entonces se puso el gastado traje dominical, unos viejos zapatos de Úrsula y un par de medias de algodón que le había regalado Amaranta Úrsula, e hizo un atadito con las dos o tres mudas que le quedaban.