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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #drama

Cien años de soledad (32 page)

Nunca tuvo mejor semblante, ni lo quisieron más, ni fue más desaforado el paritorio de sus animales. Se sacrificaban tantas reses, tantos cerdos y gallinas en las interminables parrandas, que la tierra del patio se volvió negra y lodosa de tanta sangre. Aquello era un eterno tiradero de huesos y tripas, un muladar de sobras, y había que estar quemando recámaras de dinamita a todas horas para que los gallinazos no les sacaran los ojos a los invitados. Aureliano Segundo se volvió gordo, violáceo, atortugado, a consecuencia de un apetito apenas comparable al de José Arcadio cuando regresó de la vuelta al mundo. El prestigio de su desmandada voracidad, de su inmensa capacidad de despilfarro, de su hospitalidad sin precedente, rebasó los límites de la ciénaga y atrajo a los glotones mejor calificados del litoral. De todas partes llegaban tragaldabas fabulosos para tomar parte en los irracionales torneos de capacidad y resistencia que se organizaban en casa de Petra Cotes. Aureliano Segundo fue el comedor invicto, hasta el sábado de infortunio en que apareció Camila Sagastume, una hembra totémica conocida en el país entero con el buen nombre de La Elefanta. El duelo se prolongó hasta el amanecer del martes. En las primeras veinticuatro horas, habiendo despachado una ternera con yuca, ñame y plátanos asados, y además una caja y media de champaña, Aureliano Segundo tenía la seguridad de la victoria. Se veía más entusiasta, más vital que la imperturbable adversaria, poseedora de un estilo evidentemente más profesional, pero por lo mismo menos emocionante para el abigarrado público que desbordó la casa. Mientras Aureliano Segundo comía a dentelladas, desbocado por la ansiedad del triunfo, La Elefanta seccionaba la carne con las artes de un cirujano, y la comía sin prisa y hasta con un cierto placer. Era gigantesca y maciza, pero contra la corpulencia colosal prevalecía la ternura de la femineidad, y tenía un rostro tan hermoso, unas manos tan finas y bien cuidadas y un encanto personal tan irresistible, que cuando Aureliano Segundo la vio entrar a la casa comentó en voz baja que hubiera preferido no hacer el torneo en la mesa sino en la cama. Más tarde, cuando la vio consumir el cuadril de la ternera sin violar una sola regla de la mejor urbanidad, comentó seriamente que aquel delicado, fascinante e insaciable proboscidio era en cierto modo la mujer ideal. No estaba equivocado. La fama de quebrantahuesos que precedió a La Elefanta carecía de fundamento. No era trituradora de bueyes, ni mujer barbada en un circo griego, como se decía, sino directora de una academia de canto. Había aprendido a comer siendo ya una respetable madre de familia, buscando un método para que sus hijos se alimentaran mejor y no mediante estímulos artificiales del apetito sino mediante la absoluta tranquilidad del espíritu. Su teoría, demostrada en la práctica, se fundaba en el principio de que una persona que tuviera perfectamente arreglados todos los asuntos de su conciencia, podía comer sin tregua hasta que la venciera el cansancio. De modo que fue por razones morales, y no por interés deportivo, que desatendió la academia y el hogar para competir con un hombre cuya fama de gran comedor sin principios le había dado la vuelta al país. Desde la primera vez que lo vio, se dio cuenta de que a Aureliano Segundo no lo perdería el estómago sino el carácter. Al término de la primera noche, mientras La Elefanta continuaba impávida, Aureliano Segundo se estaba agotando de tanto hablar y reír. Durmieron cuatro horas. Al despertar, se bebió cada uno el jugo de cincuenta naranjas, ocho litros de café y treinta huevos crudos. Al segundo amanecer, después de muchas horas sin dormir y habiendo despachado dos cerdos, un racimo de plátanos y cuatro cajas de champaña, La Elefanta sospechó que Aureliano Segundo, sin saberlo, había descubierto el mismo método que ella, pero por el camino absurdo de la irresponsabilidad total. Era, pues, más peligroso de lo que ella pensaba. Sin embargo, cuando Petra Cotes llevó a la mesa dos pavos asados, Aureliano Segundo estaba a un paso de la congestión.

—Si no puede, no coma más —dijo La Elefanta—. Quedamos empatados.

Lo dijo de corazón, comprendiendo que tampoco ella podía comer un bocado más por el remordimiento de estar propiciando la muerte del adversario. Pero Aureliano Segundo lo interpretó como un nuevo desafío, y se atragantó de pavo hasta más allá de su increíble capacidad. Perdió el conocimiento. Cayó de bruces en el plato de huesos, echando espumarajos de perro por la boca, y ahogándose en ronquidos de agonía. Sintió, en medio de las tinieblas, que lo arrojaban desde lo más alto de una torre hacia un precipicio sin fondo, y en un último fogonazo de lucidez se dio cuenta de que al término de aquella inacabable caída lo estaba esperando la muerte.

—Llévenme con Fernanda —alcanzó a decir.

Los amigos que lo dejaron en la casa creyeron que le había cumplido a la esposa la promesa de no morir en la cama de la concubina. Petra Cotes había embetunado los botines de charol que él quería tener puestos en el ataúd, y ya andaba buscando a alguien que los llevara, cuando fueron a decirle que Aureliano Segundo estaba fuera de peligro. Se restableció, en efecto, en menos de una semana, y quince días después estaba celebrando con una parranda sin precedentes el acontecimiento de la supervivencia. Siguió viviendo en casa de Petra Cotes, pero visitaba a Fernanda todos los días y a veces se quedaba a comer en familia, como si el destino hubiera invertido la situación, y lo hubiera dejado de esposo de la concubina y de amante de la esposa.

Fue un descanso para Fernanda. En los tedios del abandono, sus únicas distracciones eran los ejercicios de clavicordio a la hora de la siesta, y las cartas de sus hijos. En las detalladas esquelas que les mandaba cada quince días, no había una sola línea de verdad. Les ocultaba sus penas. Les escamoteaba la tristeza de una casa que a pesar de la luz sobre las begonias, a pesar de la sofocación de las dos de la tarde, a pesar de las frecuentes ráfagas de fiesta que llegaban de la calle, era cada vez más parecida a la mansión colonial de sus padres. Fernanda vagaba sola entre tres fantasmas vivos y el fantasma muerto de José Arcadio Buendía, que a veces iba a sentarse con una atención inquisitiva en la penumbra de la sala, mientras ella tocaba el clavicordio. El coronel Aureliano Buendía era una sombra. Desde la última vez que salió a la calle a proponerle una guerra sin porvenir al coronel Gerineldo Márquez, apenas si abandonaba el taller para orinar bajo el castaño. No recibía más visitas que las del peluquero cada tres semanas. Se alimentaba de cualquier cosa que le llevaba Úrsula una vez al día, y aunque seguía fabricando pescaditos de oro con la misma pasión de antes, dejó de venderlos cuando se enteró de que la gente no los compraba como joyas sino como reliquias históricas. Había hecho en el patio una hoguera con las muñecas de Remedios, que decoraban su dormitorio desde el día de su matrimonio. La vigilante Úrsula se dio cuenta de lo que estaba haciendo su hijo, pero no pudo impedirlo.

—Tienes un corazón de piedra —le dijo.

—Esto no es asunto del corazón —dijo él—. El cuarto se está llenando de polillas.

Amaranta tejía su mortaja. Fernanda no entendía por qué le escribía cartas ocasionales a Meme, y hasta le mandaba regalos, y en cambio ni siquiera quería hablar de José Arcadio. «Se morirán sin saber por qué», contestó Amaranta cuando ella le hizo la pregunta a través de Úrsula, y aquella respuesta sembró en su corazón un enigma que nunca pudo esclarecer. Alta, espadada, altiva, siempre vestida con abundantes pollerines de espuma y con un aire de distinción que resistía a los años y a los malos recuerdos, Amaranta parecía llevar en la frente la cruz de ceniza de la virginidad. En realidad la llevaba en la mano, en la venda negra que no se quitaba ni para dormir, y que ella misma lavaba y planchaba. La vida se le iba en bordar el sudario. Se hubiera dicho que bordaba durante el día y desbordaba en la noche, y no con la esperanza de derrotar en esa forma la soledad, sino todo lo contrario, para sustentarla.

La mayor preocupación que tenía Fernanda en sus años de abandono era que Meme fuera a pasar las primeras vacaciones y no encontrara a Aureliano Segundo en la casa. La congestión puso término a aquel temor. Cuando Meme volvió, sus padres se habían puesto de acuerdo no sólo para que la niña creyera que Aureliano Segundo seguía siendo un esposo domesticado, sino también para que no notara la tristeza de la casa. Todos los años, durante dos meses, Aureliano Segundo representaba su papel de marido ejemplar, y promovía fiestas con helados y galletitas, que la alegre y vivaz estudiante amenizaba con el clavicordio. Era evidente desde entonces que había heredado muy poco del carácter de la madre. Parecía más bien una segunda versión de Amaranta, cuando ésta no conocía la amargura y andaba alborotando la casa con sus pasos de baile, a los doce, a los catorce años, antes de que la pasión secreta por Pietro Crespi torciera definitivamente el rumbo de su corazón. Pero al contrario de Amaranta, al contrario de todos, Meme no revelaba todavía el sino solitario de la familia, y parecía enteramente conforme con el mundo, aun cuando se encerraba en la sala a las dos de la tarde a practicar el clavicordio con una disciplina inflexible. Era evidente que le gustaba la casa, que pasaba todo el año soñando con el alboroto de adolescentes que provocaba su llegada, y que no andaba muy lejos de la vocación festiva y los desafueros hospitalarios de su padre. El primer signo de esa herencia calamitosa se reveló en las terceras vacaciones, cuando Meme apareció en la casa con cuatro monjas y sesenta y ocho compañeras de clase, a quienes invitó a pasar una semana en familia, por propia iniciativa y sin ningún anuncio.

—¡Qué desgracia! —se lamentó Fernanda—. ¡Esta criatura es tan bárbara como su padre!

Fue preciso pedir camas y hamacas a los vecinos, establecer nueve turnos en la mesa, fijar horarios para el baño y conseguir cuarenta taburetes prestados para que las niñas de uniformes azules y botines de hombre no anduvieran todo el día revoloteando de un lado a otro. La invitación fue un fracaso, porque las ruidosas colegialas apenas acababan de desayunar cuando ya tenían que empezar los turnos para el almuerzo, y luego para la cena, y en toda la semana sólo pudieron hacer un paseo a las plantaciones. Al anochecer, las monjas estaban agotadas, incapacitadas para moverse, para impartir una orden más, y todavía el tropel de adolescentes incansables estaba en el patio cantando desabridos himnos escolares. Un día estuvieron a punto de atropellar a Úrsula, que se empeñaba en ser útil precisamente donde más estorbaba. Otro día, las monjas armaron un alboroto porque el coronel Aureliano Buendía orinó bajo el castaño sin preocuparse de que las colegialas estuvieran en el patio. Amaranta estuvo a punto de sembrar el pánico, porque una de las monjas entró a la cocina cuando ella estaba salando la sopa, y lo único que se le ocurrió fue preguntar qué eran aquellos puñados de polvo blanco.

—Arsénico —dijo Amaranta.

La noche de su llegada, las estudiantes se embrollaron de tal modo tratando de ir al excusado antes de acostarse, que a la una de la madrugada todavía estaban entrando las últimas. Fernanda compró entonces setenta y dos bacinillas, pero sólo consiguió convertir en un problema matinal el problema nocturno, porque desde el amanecer había frente al excusado una larga fila de muchachas, cada una con su bacinilla en la mano, esperando turno para lavarla. Aunque algunas sufrieron calenturas y a varias se les infectaron las picaduras de los mosquitos, la mayoría demostró una resistencia inquebrantable frente a las dificultades más penosas, y aun a la hora de más calor correteaban en el jardín. Cuando por fin se fueron, las flores estaban destrozadas, los muebles partidos y las paredes cubiertas de dibujos y letreros, pero Fernanda les perdonó los estragos en el alivio de la partida. Devolvió las camas y taburetes prestados y guardó las setenta y dos bacinillas en el cuarto de Melquíades. La clausurada habitación, en torno a la cual giró en otro tiempo la vida espiritual de la casa, fue conocida desde entonces como
el cuarto de las bacinillas
. Para el coronel Aureliano Buendía, ese era el nombre más apropiado, porque mientras el resto de la familia seguía asombrándose de que la pieza de Melquíades fuera inmune al polvo y la destrucción, él la veía convertida en un muladar. De todos modos, no parecía importarle quién tenía la razón, y si se enteró del destino del cuarto fue porque Fernanda estuvo pasando y perturbando su trabajo una tarde entera para guardar las bacinillas.

Por esos días reapareció José Arcadio Segundo en la casa. Pasaba de largo por el corredor, sin saludar a nadie, y se encerraba en el taller a conversar con el coronel. A pesar de que no podía verlo, Úrsula analizaba el taconeo de sus botas de capataz, y se sorprendía de la distancia insalvable que lo separaba de la familia, inclusive del hermano gemelo con quien jugaba en la infancia ingeniosos juegos de confusión, y con el cual no tenía ya ningún rasgo común. Era lineal, solemne, y tenía un estar pensativo, y una tristeza de sarraceno, y un resplandor lúgubre en el rostro color de otoño. Era el que más se parecía a su madre, Santa Sofía de la Piedad. Úrsula se reprochaba la tendencia a olvidarse de él al hablar de la familia, pero cuando lo sintió de nuevo en la casa, y advirtió que el coronel lo admitía en el taller durante las horas de trabajo, volvió a examinar sus viejos recuerdos, y confirmó la creencia de que en algún momento de la infancia se había cambiado con su hermano gemelo, porque era él y no el otro quien debía llamarse Aureliano. Nadie conocía los pormenores de su vida. En un tiempo se supo que no tenía una residencia fija, que criaba gallos en casa de Pilar Ternera, y que a veces se quedaba a dormir allí, pero que casi siempre pasaba la noche en los cuartos de las matronas francesas. Andaba al garete, sin afectos, sin ambiciones, como una estrella errante en el sistema planetario de Úrsula.

En realidad, José Arcadio Segundo no era miembro de la familia, ni lo sería jamás de otra, desde la madrugada distante en que el coronel Gerineldo Márquez lo llevó al cuartel, no para que viera un fusilamiento, sino para que no olvidara en el resto de su vida la sonrisa triste y un poco burlona del fusilado. Aquel no era sólo su recuerdo más antiguo, sino el único de su niñez. El otro, el de un anciano con un chaleco anacrónico y un sombrero de alas de cuervo que contaba maravillas frente a una ventana deslumbrante, no lograba situarlo en ninguna época. Era un recuerdo incierto, enteramente desprovisto de enseñanzas o nostalgia, al contrario del recuerdo del fusilado, que en realidad había definido el rumbo de su vida, y regresaba a su memoria cada vez más nítido a medida que envejecía, como si el transcurso del tiempo lo hubiera ido aproximando. Úrsula trató de aprovechar a José Arcadio Segundo para que el coronel Aureliano Buendía abandonara su encierro. «Convéncelo de que vaya al cine», le decía. «Aunque no le gusten las películas tendrá por lo menos una ocasión de respirar aire puro». Pero no tardó en darse cuenta de que él era tan insensible a sus súplicas como hubiera podido serlo el coronel, y que estaban acorazados por la misma impermeabilidad a los afectos. Aunque nunca supo, ni lo supo nadie, de qué hablaban en los prolongados encierros del taller, entendió que fueran ellos los únicos miembros de la familia que parecían vinculados por las afinidades.

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