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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

¡Chúpate Esa! (13 page)

Así que abrí la puerta y, pensando que me darían un premio por ser una sierva tan leal, fui y dije:

—Lord Flood, hay un muerto apestoso con un gato enorme en tu rellano.

Entonces vi a la vampiresa centenaria: tenía la piel como el alabastro (o sea, sin un solo grano) y parecía que sus poderes interiores la hacían resplandecer. Comprendí entonces por qué hasta un vampiro tan poderoso como Flood estaba indefenso ante su asombrosa fortaleza, acumulada durante siglos de chupar la sangre a miles de víctimas desvalidas, probablemente niños. Y se estaba bebiendo un café en una taza de Garfield, como si alardeara de su inmortalidad ante las narices de nosotros, los minúsculos e insignificantes mortales. Llevaba puesto un albornoz un poco abierto por delante, así que pude ver que la muy zorra tenía un canalillo fantástico.

Así que voy y le digo:

—Hola.

Y ella:

—Bueno, Miércoles, sabrás que Buffy no existe en realidad, ¿no?
9

Bruja.

—¿Qué quieres decir con que está muerto? —preguntó Tommy. Corrió a la puerta y la abrió—. No está aquí. —Bajó corriendo los escalones con los pies descalzos, y Jody se quedó detrás de la barra del desayuno, frente a Abby—. Voy a buscarlo —gritó Tommy. La puerta de abajo se cerró, se oyó el chasquido de la cerradura.

Jody se cerró la bata cuando al ver que Abby Normal la miraba fijamente. Oía el martilleo del corazón de la chica, veía cómo palpitaba la vena de su cuello, notaba el olor de su sudor nervioso, de sus cigarrillos de clavo y de algún tipo de aperitivo con queso.

Se miraron la una a la otra.

—Os he encontrado un apartamento, señora —dijo Abby. Hurgó en el bolsillo de su sudadera y sacó un recibo de alquiler.

—Llámame Jody —dijo Jody.

Abby asintió con la cabeza con aire cómplice, como si supiera que aquel solo era un nombre en clave. Era una chica mona, aunque un poco macabra, con esa pinta que parecía proclamar «seguramente envenenaré al perro y luego abusaré de él». A Jody nunca le había importado tener por competidoras a chicas más jóvenes. A fin de cuentas, solo tenía veintiséis años, y con el tratamiento antiedad radical al que se había sometido con el vampirismo (que hasta se le habían enderezado los dedos de los pies y le habían desaparecido todas las pecas del cuerpo), se sentía superior, incluso un poco maternal hacia Abby, que con su falda de plástico rojo y sus zapatillas verdes era un poco patituerta.

—Yo soy Abby —dijo Abby, e hizo una reverencia.

Jody se atragantó, echó el café por la nariz y se volvió rápidamente para no reírse en su cara.

—¿Estás bien, señora…, digo Jody?

—Sí, sí, estoy bien. —Era extraño lo sensible que era la cavidad nasal del vampiro a los líquidos calientes. Jody pensó que nunca volvería a oler nada más que aquel puñetero café torrefacto francés, y se le saltaron las lágrimas, o eso pensó, pero cuando se dio la vuelta Abby soltó un grito y retrocedió dos metros de un salto.

—¡Ostras! —Abby había chocado contra el futón y estaba a punto de caerse de espaldas.

En menos de una décima de segundo, Jody rodeó la barra del desayuno y la sujetó, lo que hizo que Abby pegara un salto de metro y medio en vertical.

Jody adivinó que la chica iba a caerse: aterrizaría con un pie en la parte de atrás del bastidor del futón y otro en el aire, se caería y se golpearía el hombro y la cabeza contra el suelo de madera. Jody presintió todo esto, pudo agarrar a Abby y depositarla suavemente de pie en el suelo, pero aquel instinto maternal (la certeza de que, si la niña no se daba un golpe o dos, nunca aprendería) volvió a intervenir,

y regresó a la cocina, donde cogió su taza y se quedó mirando mientras la chica se pegaba un buen batacazo.

—¡Ay! —exclamó Abby, hecha un ovillo negro y rojo en el suelo.

—Jo, eso ha tenido que doler —dijo Jody.

Abby se puso de pie, cojeando y frotándose la cabeza.

—¿Qué coño ha pasado, condesa? Creía que me estabas sujetando por la espalda.

—Sí, perdona —dijo Jody—. ¿Por qué te has asustado?

—Tienes sangre en la cara. Supongo que no me lo esperaba.

Jody se limpió los ojos con la manga del albornoz, y quedaron manchitas rojas en la tela de felpa blanca.

—Vaya, fíjate en esto. —Intentaba hacerse la indiferente y comportarse como se comportaría un vampiro de cuatrocientos o quinientos años, pero aquellas lágrimas de sangre la estaban poniendo de los nervios.

Había que cambiar de tema.

—Bueno, y ese apartamento que has encontrado, ¿dónde está?

—¿No quieres esperar a Flood? —preguntó Abby. —¿A Flood? ¿Qué Flood?

—Flood, el vampiro de color naranja que acaba de salir corriendo por la puerta.

—Ah, él —dijo Jody. Tommy y su loción bronceadora. Estaba por ahí, corriendo por la calle sin camisa ni zapatos. Y teñido de color naranja—. ¿Era naranja?

Abby sacó su cadera casi inexistente.

—¿Qué pasa? ¿Tú lloras sangre y tu compañero es naranja y no lo notas? ¿Es que os volvéis seniles con los años o qué?

Jody dejó la taza sobre la encimera solo para asegurarse de que no se le rompía en la mano. Recurrió a su experiencia laboral en el departamento de reclamaciones de Transamérica, donde había tenido que esforzarse cada minuto del día para no golpearle repetidamente el cráneo contra el cajón archivador a la gilipollas de su jefa. Le gustaba pensar en ello como en su faceta profesional. Así que en lugar de partir el pálido pescuecillo de Abby, sonrió y contó hasta diez. Al llegar a diez, dijo:

—Ve a buscarlo. Tráelo aquí. —Otra sonrisa—. ¿Quieres, cielo?

—Pero ¿por qué está de color naranja?

—Porque está con la muda —dijo Jody—. Cada cien años, más o menos, cambiamos de piel, y unas semanas antes nos ponemos de color naranja. Es una época muy peligrosa para nosotros. Así que, por favor, ve a buscarlo.

Abby asintió con vehemencia y retrocedió hacia la puerta.

—¿En serio?

—En serio —dijo Jody, inclinando la cabeza con seriedad—. Corre, date prisa, está mudando de piel. —Señaló hacia la puerta como creía que lo haría una condesa cinco veces centenaria. (¿De dónde había salido aquello de la condesa, por cierto?)

—Vale —dijo Abby, y salió por la puerta del loft y bajó las escaleras en pos de Tommy.

Jody se fue al cuarto de baño y se limpió las lágrimas de sangre de la cara con una toalla húmeda. A lo mejor soy mala de verdad, se dijo. Sabía que debería molestarle más ser mala y todo eso, pero después de ponerse un poco de rímel y de carmín, y de servirse otra taza de café con sangre, le pareció que aquello no estaba mal del todo.

13
Día de mudanza

Jody bebió un sorbo de café y suspiró satisfecha, como si acabara de tener un suave orgasmo cafeínico (esa placentera descarga que solo parecen experimentar los protagonistas de los anuncios de café espumoso y crema para las almorranas). El fenómeno de la bebida sanguínea daba un nuevo giro a sus vidas. ¿Una copa de vino? Una Coca-Cola Light, quizá. O no, a la mierda lo light. Una Coca-Cola con toda su azúcar, de la que picaba los dientes. ¿Y en cuanto a la comida sólida? Ser una divina criatura de la noche era genial, claro, pero ¿y los dónuts con crema? ¿Y las patatas fritas? Ella era irlandesa, sentía la necesidad, profundamente arraigada, de comer patatas.

Estaba pensando en irse al McDonald’s de la calle Market y vaciar una jeringa de sangre de William sobre una caja gigante de deliciosas patatas fritas cuando sonó el teléfono. En la pantalla no aparecía el número; solo ponía «móvil». Quizá fuera Tommy. Había activado los teléfonos móviles que habían comprado, pero seguramente no había grabado los números.

—Hola, tesoro —dijo Jody.

Oyó un estrépito al otro lado de la línea.

—Perdona, se me ha caído el teléfono.

Ups. No era Tommy. —¿Quién es?

—Eh… soy… eh… Steve. El estudiante de Medicina que te llamó por lo tuyo.

Se habían conocido cuando Jody fue a una reunión de Chupasangres Anónimos en Japan Town que resultó ser una reunión de capullos con problemas para distinguir entre fantasía y realidad. La había vigilado desde lejos y la había llamado desde una cabina, a unas manzanas de distancia, listo para meterse de un salto en su coche y salir pitando si se acercaba a él. Sabía que era una vampira.

Le había dicho que había examinado uno de los cuerpos abandonados por el viejo vampiro. Elijah les había partido el cuello para que no se convirtieran en polvo y alguien encontrara los cadáveres.

—¿Qué quieres?

—Bueno, ya te dije que estudio Medicina en Berkeley. Estoy haciendo una investigación. Terapia génica.

—Sí, ya, siguiente mentira, por favor. —La mente de Jody iba a mil por hora. Había demasiada gente que sabía lo suyo. Tal vez Tommy y ella deberían haberse ido de la ciudad.

—¿Qué mentira? —preguntó Steve.

—En Berkeley no hay facultad de Medicina —respondió Jody—. Así que, ¿qué quieres?

—No quiero nada. He intentado decírtelo, he estudiado la sangre de las víctimas. Creo que quizá pueda revertir tu estado. Volver a transformarte. Solo necesito pasar un poco de tiempo en el laboratorio, trabajando con tu sangre.

—Chorradas, Steve. Esto no es cuestión de biología. —Sí que lo es. Se lo dije a tu novio la noche que lo convertiste.

—¿Cómo sabes…?

—Estaba hablando con él por teléfono cuando le dijiste que ibais a estar juntos mucho tiempo.

—Pues fue una grosería escuchar de esa manera.

—Perdona. He conseguido que células clonadas de las gargantas de las víctimas vuelvan a su estado humano natural.

—O sea, que se mueran —dijo Jody.

—No, son células vivas. Solo necesito que nos veamos.

Steve había insistido otras veces y Jody había aceptado verse con él, pero por desgracia Tommy la había metido en el congelador unos días mientras estaba dormida, y había faltado a la cita.

—No hay cita, Steve. Olvida todo lo que sabes sobre esto. Tendrás que escribir tu tesis sobre otra cosa.

—Bueno, quédate con mi número por si cambias de idea, ¿vale?

Le dio el número y Jody lo anotó.

—Es un móvil desechable —dijo Steve—. Así que no puedes encontrarme a través de él.

—No quiero encontrarte, Steve.

—Prometo que no le revelaré a nadie tu… tu estado, así que no hace falta que me busques.

—No te preocupes —dijo Jody—. No quiero buscarte. —No te des tantos aires, quiso añadir.

—¿Qué hay del otro vampiro sobre el que me advertiste?

Jody miró la estatua de bronce que contenía a Elijah ben Sapir.

—Tampoco te molestará. —Ah, vale. —¿Steve? —¿Sí?

—Si se lo dices a alguien, te buscaré y te romperé todos los huesos del cuerpo antes de matarte —dijo Jody intentando parecer alegre, pero la amenaza se coló por entre el tono amistoso y jovial de su voz.

—De acuerdo, entonces. Adiós.

—Sí —dijo Jody—. Cuídate.

—¿La muda? —dijo Tommy al entrar por la puerta. Jody estaba de pie junto a la encimera, con su chaqueta de cuero rojo nueva, sus botas y sus vaqueros negros bien ceñidos.

Oyó que Abby cerraba con llave la puerta de abajo, así que tenían unos segundos para estar solos.

—¿Y qué querías que le dijera? ¿Que eras un gran merluzo de color naranja?

—Supongo que no. Oye…

—¿Te llama Flood?

—No podía decirle que me llamara «Tommy». Soy su señor oscuro. Y tu señor oscuro no puede llamarse Tommy. «Flood» tiene un no sé qué de potente.

—Y de húmedo.

—Sí, también está lo de la humedad.

Abby entró respirando laboriosamente. Había sudado y el rímel le corría en dos manchas negras por las mejillas.

—No lo hemos encontrado. Habría jurado que estaba muerto. Olía a muerto.

—¿Tienes algo contra los muertos? —dijo Jody con voz de tipo duro—. ¿Estás diciendo que los muertos te dan asco? ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Estás diciendo que eres demasiado buena para los muertos, es eso lo que estás diciendo?

Abby se puso detrás de Tommy y asomó la cabeza. Todavía estaba sin aliento de tanto correr tras Tommy, y ahora estaba también asustada.

—No, señora, los muertos me parecen fantásticos. Me encantan los muertos. Hasta tengo una camiseta que pone «Yo me folio a los muertos». Puedo ponérmela mañana, si quieres. No quería decir que…

—No pasa nada, Abby —dijo Jody, sacudiendo una mano—. Solo era una broma.

—¡Jody! —exclamó Tommy con el ceño fruncido—. No asustes a la esbirra.

—Perdona —dijo Jody, y pensó otra vez que debía de ser mala de verdad—. ¿Qué hay del apartamento nuevo? ¿Le has echado un vistazo?

—Hemos pasado por él. Está solo a unos portales de aquí. Ni siquiera tenemos que cruzar la calle.

—¿Y crees que estaremos lo bastante lejos? ¿No nos encontrarán allí?

—Bueno, por lo menos no nos encontrarán aquí. No creo que nadie vaya a pensar que nos hemos mudado unas cuantas puertas más allá. Creerán que por fin nos hemos ido de San Francisco. ¿Qué clase de idiota se mudaría unas puertas más allá? Es una idea brillante.

—Y una mudanza fácil —dijo Jody—. Podéis hacerla sin camión.

—¿Podemos?

—Bueno, yo tengo que encontrar a William y tú no puedes andar correteando por ahí hasta que se te haya pasado la muda. Abby, ¿tienes maquillaje suficiente para cubrirle la cara y las manos?

—Tengo maquillaje a montones —contestó Abby. Levantó su bolsa de mensajero—. Pero solo puedo quedarme un rato. Tengo que irme a casa.

—¿Por qué? —preguntó Tommy—. Necesitamos tus servicios. —Pretendía parecer sofisticado y europeo, y pareció lascivo.

—Se refiere a la mudanza —dijo Jody—. Sus otras necesidades ya las cubro yo.

—No puedo quedarme —dijo Abby—. Mi hermana tiene piojos.

—Bueno —dijo Abby—, la condesa es un poco bruja.

—Qué va, solo es una criatura siniestra y de inefable maldad —repuso Tommy. Cargaba con el futón a la espalda y bajaba por la calle seguido por Abby, que llevaba una lámpara en una mano y una batidora en la otra—. Dicho sea con cariño —añadió, pensando que quizá ya había impresionado bastante a Abby.

Aunque era todavía temprano y era un poco raro ver a un tipo caminando por la calle con un futón a cuestas seguido por una chica gótica cargada con una lámpara y una batidora, la gente se habría sentido estúpida si hubiera preguntado qué estaba pasando allí y alguien le hubiera contestado que era una danza moderna o una performance, o que estaban desvalijando un apartamento. San Francisco es una ciudad de gente sofisticada, y habían trasladado ya la mitad de los muebles sin que nadie dijera nada (menos un indigente, que comentó lo horteras que eran los adornos de Tommy).

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