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Authors: Lluís Hernàndez i Sonali

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Certificado C99+

 

Un descubrimiento científico ha revolucionado el mundo: la energía de los agujeros negros permite determinar si una persona continuará viva o no en el futuro. Esta información tan valiosa, pero a la vez tan inquietante, obliga a redactar una legislación específica y a crear un organismo, la Corporación, que garantice su uso correcto. La Ley Única del Certificado regula la vida cotidiana, que se ha adaptado con total normalidad a la situación. Pero las piezas que no encajan en el rompecabezas pueden poner en peligro la Corporación y el futuro de la humanidad.

Lluís Hernàndez i Sonali

Certificado C99
+

ePUB v1.2

Miope
27.01.12

Título original catalán:
Certificat C99
+

Diseño de la cubierta: Xavier Peralta

Primera edición:
Febrero de 2008

ISBN: 978-84-246-2947-2

© Lluís Hernàndez i Sonali, 2008, por el texto

© Paulino Rodríguez, 2008, por la traducción

© La Galera, SAU Editorial, 2008 por la edición en lengua castellana

LEY ÚNICA DEL CERTIFICADO

Artículo 98.7

a)
Se establece la categoría de certificado de oficio y función, que se expedirá a toda persona que haya demostrado la suficiente aptitud profesional para acceder a un puesto de trabajo para cuyo ejercicio sea indispensable la posesión de un certificado.

b)
La expedición del certificado de oficio y función será gratuita.

c)
La vigencia del certificado de oficio y función caducará en el mismo momento en que la persona a la que se le haya otorgado deje de prestar los servicios para los que se le ha expedido, con la excepción contemplada en el apartado c) del artículo 111 y en los apartados f) y g) del artículo 121 de esta ley.

Alberto y Pedro

Alberto se aburría.

El profesor de física había iniciado una de aquellas clases tan rollo que les daba de vez en cuando, quizá para compensar una semana seguida de clases de esas en las que la pizarra se llenaba de fórmulas, y Alberto se aburría oyéndole hablar.

Claro que Alberto, como muchos de sus compañeros de grupo, era de los que se aburrían en clase, se aburrían con los amigos, se aburrían estudiando… Incluso, a menudo, cuando volvía a casa después de jugar un partido de fútbol y su padre le preguntaba cómo había ido, él contestaba:

—Un partido aburrido.

De todas formas, reconocía el propio Alberto mientras el profesor seguía hablando, había aburrimientos y aburrimientos. Por ejemplo, no es lo mismo decir que «hoy, con los amigos, nos aburríamos sin saber que hacer y entonces a Pedro se le ha ocurrido que podíamos ir a jugar un rato con la play en su casa…», que decir que «la clase de hoy de física ha sido una de esas aburridas aburridas…».

Y eso que a Alberto le gusta la física. Más que las mates y, por supuesto, más que la lengua o la historia. La física le gusta cuando se trata de medir fuerzas, de calcular movimientos e incluso de estudiar fórmulas que después podrá aplicar para hacer más cálculos… Pero todos esos rollos de la física de los astros y de millones de años luz y de constantes gravitatorias de fondo y del universo en expansión… no le gustan. Son cosas demasiado lejanas que no puedes tocar.

Tampoco le gusta, seguramente menos aún, oír hablar de las teorías de la física de siglos atrás. Los profesores, piensa Alberto, tienen especial manía en hacerles aprender cosas del pasado, del siglo
XIX
o del siglo
XX
, cosas que, añaden inmediatamente, eran suposiciones equivocadas…

¿Por qué, piensa Alberto, nos hacen aprender cosas que no son ciertas, si ya saben que no son ciertas? ¿Qué sentido tiene seguir explicando y explicando cosas que no sólo han pasado de moda sino que, además, no sirven para nada?

Como si quisiera darle la razón, el profesor decía en aquel momento:

—A finales del siglo
XX
, por ejemplo, la mayoría de los físicos, incluidos los físicos de primer nivel de los principales centros de investigación estelar, aún aceptaban como cierta la teoría que decía que un agujero negro estaba formado por una estrella o por otro cuerpo estelar con una masa tan comprimida que su fuerza gravitatoria era capaz de impedir incluso la salida de la luz —es decir, los fotones— fuera de su radio de influencia gravitatoria. Y eso sin contar con que había bastantes físicos que aún negaban la propia existencia de los agujeros negros…

Cuando tienes quince años no resulta fácil distinguir entre las cosas de hace trescientos años y las de hace quinientos, porque todas pertenecen a la misma nebulosa de lo que existió
antes
. Por tanto, Alberto nunca hablaba de tal siglo o tal otro; siempre decía «aquellos tiempos antiguos» o «antes». Y sabía, vaya si lo sabía, porque los profesores se habían encargado de metérselo en la cabeza una y otra vez, que en aquellos tiempos antiguos había quien pensaba que la Tierra era plana, y también sabía que hubo gente quemada en la hoguera por defender que la Tierra no era el centro del mundo. ¡Cómo si alguien pudiera imaginarse tal cosa!

De acuerdo. Eran estupideces, eran tragedias… Pero eran cosas del pasado. Y el profesor de física no era, ¿verdad que no?, profesor de historia o de ética. ¿Por qué se ponía tan pesado? ¿Por qué no se limitaba a explicarles las cosas que tenía que explicarles, las cosas del presente, tal como son?

Pero el profesor seguía:

—Pasó mucho tiempo antes de que los científicos más tozudos llegaran a aceptar que había un tipo de energía que sí podía salir de los agujeros negros…

Y los miraba como esperando ver en sus caras una expresión de incredulidad y de escándalo, como diciendo:

—¡No puede ser! ¡Qué brutos!

En realidad, Alberto, lo mismo que sus compañeros, lo había pensado la primera vez, y quizá también la segunda que se lo habían explicado. Pero ahora no, ya lo sabían, ¡no sé por qué piensan los profesores que tienen que repetir las cosas una y mil veces!

—De hecho, a principios del siglo
XXI
incluso había gente que decía que el hombre nunca había ido a la Luna, que todo había sido un engaño de los gobernantes y de la televisión. Pues, de igual manera, ahora todavía hay mucha gente, supersticiosa, ignorante, que se niega a creer en la técnica del Certificado.

Aquí, el profesor había llegado a un punto que le interesaba incluso a Alberto, y también a muchos de sus compañeros de clase.

El Certificado. Se necesitaba ser mayor de edad para poder solicitar un certificado, y además era muy caro. De hecho, ninguno de los adultos que Alberto conocía tenía el certificado individual, un lujo que quedaba muy fuera de sus posibilidades.

—Incluso, como sabéis, han aparecido grupos religiosos que le tienen una especial manía al Certificado, quizá porque piensan que adivinar o saber cualquier cosa del futuro, aunque sólo sea saber si el futuro existe o no, es un privilegio de los dioses que no puede estar al alcance de los hombres.

Pero Alberto lo tenía claro: él quería ser aviador, porque los aviadores tenían garantizado el certificado.

Ignorando lo que seguía diciendo el profesor, Alberto no se pudo aguantar:

—¡Yo seré piloto de avión! —exclamó en voz alta.

—¡No podrás! —replicó de inmediato el envidioso de Pedro—. Necesitas el certificado y no lo podrás conseguir.

El profesor, contento porque había conseguido que aquella colección de caras aburridas que tenía delante reaccionara, aunque fuera gracias al sencillo recurso de hablar del Certificado, esperó un instante para ver si alguien más se sumaba a la discusión, pero como parecía que nadie más se animaba a decir algo, concluyó:

—Si apruebas los exámenes, Alberto, me refiero a los de la escuela politécnica, y demuestras que lo mereces, ya encontrarás alguna empresa que te contrate y se haga cargo de tu certificado, si lo necesitas. Incluso podrás tener un certificado de oficio.

Y dirigiéndose a Pedro y a toda la clase, añadió:

—Por suerte, vivimos en un mundo en el que a nadie se le cierran las puertas, siempre que demuestre, por supuesto, que lo merece…

Y mientras que el profesor seguía con el sermón que ya habían oído tantas veces y les contaba que él mismo había podido estudiar gracias a una beca de la Corporación, Alberto, que ya se había olvidado de que se aburría, pensaba:

—¡Seré piloto de aviones! ¡Y tendré el certificado!

LEY ÚNICA DEL CERTIFICADO

Artículo 122

Con carácter general, toda persona que haya de efectuar un trayecto en cualquier tipo de aeronave, sea pública o particular, deberá disponer de un certificado que le asegure, como mínimo, el tiempo preciso para la duración del viaje, aumentando en el porcentaje necesario para prever los retrasos que estadísticamente se hayan calculado como previsibles.

Artículo 123

a)
Se establece la categoría de certificado colectivo, a los efectos que establece el artículo 122. El certificado colectivo se expedirá en el momento inmediatamente anterior al embarque.

b)
Se autoriza a las autoridades de Vuelo del Consorcio del Certificado para que establezcan el reglamento necesario para la tramitación del apartado b) de este artículo.

Elena y Jaime

En la cola de facturación del aeropuerto, Elena se armaba de paciencia. Jaime, su marido, había repetido ya tres veces:

—¡No, si aún perderemos el avión!

—Tenemos tiempo, no te preocupes… —le había respondido ella en las dos ocasiones anteriores, pero esta vez calló, pensando que todavía se pondría más nervioso y, además, le echaría a ella la culpa. No andaba desencaminada, porque él continuó:

—¡Es que deberíamos haber salido una hora antes de casa!

Y eso sí era un reproche, porque él insistía en llegar a los sitios con tanta antelación que siempre les tocaba esperar. No es que Elena quisiera llegar tarde, es que no le entraba en la cabeza por que tenían que perder siempre el tiempo de una manera tan exagerada como él quería hacer. Prefería esperar en casa en vez de hacerlo en el aeropuerto.

Por suerte, en aquel momento se abrieron dos nuevas ventanillas de facturación y la cola que había ante ellos se deshizo en un par de minutos, como si nunca hubiera existido, y pudieron acceder al siguiente control, el personal.

Precisamente porque no le gustaba el control personal, e incluso le daba miedo, Jaime insistía siempre en facturar todas las maletas y las bolsas, sin hacerle caso a ella cuando le decía que sería prudente quedarse con una bolsa con las cuatro prendas de vestir que necesitarían si la compañía les extraviaba el equipaje.

Pero ella se resignaba, porque había comprendido desde hacía tiempo que para él era realmente importante. Bastaba verle la cara de sufrimiento que ponía delante de los policías que controlaban el detector… Una vez en el avión, como siempre, él volvería a ser la persona amable y cariñosa de la que ella se había enamorado… y de la que seguía enamorada. A ella, en cambio, lo que le molestaba sin poder evitarlo, lo que la ponía de mal humor, era la ceremonia del certificado colectivo.

—¡És que realmente nos tratan como un rebaño de ovejas!

Él, que ahora, una vez superada la cola del mostrador y cruzado sin ningún problema el detector de la policía, ya estaba tranquilo, la cogió del brazo y le dio un beso:

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