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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, #Histórico, #Aventuras

Caribes (12 page)

Cualquiera que fueran los vientos dominantes le señalarían de allí en adelante el camino a seguir, puesto que apenas tenía una ligerísima idea de cómo manejar aquel pesado armatoste, y al fin y al cabo le daba igual cualquier destino ya que tenía plena conciencia de que jamás sabría cómo llegar a una Sevilla que seguía siendo el único lugar al que le interesaba realmente dirigirse.

Al caer la noche arrió las velas y quedó al pairo.

Durmió intranquilo.

El alba le sorprendió completamente rodeado de agua y sin la más mínima señal de tierra en cualquiera de los puntos cardinales, y únicamente un tiburón, tan solitario y abandonado como él mismo acudió a hacerle compañía.

Meditó largamente en su difícil situación y llegó al convencimiento de que necesitaba la mejor y más rápida ayuda disponible, por lo que tomó un poco de agua en el cuenco de la mano para derramársela muy despacio sobre la cabeza al tiempo que pronunciaba en el tono más alto y serio posible:

—«Yo me bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo… De ahora en adelante me llamaré Mesías, Mesías Cienfuegos».

Concluida la sencilla ceremonia, alzó el rostro hacia el cielo y añadió no sin cierta ironía:

—¡Bien! Ya soy cristiano… ¡A ver qué haces ahora!

Luego se comió la más madura de las papayas arrojándole las cáscaras a las tortugas e iguanas que conservaba vivas y que constituirían su última reserva de alimentos e izando de nuevo las velas permitió que una suave brisa que ya no tenía idea de dónde soplaba exactamente, le empujara por popa hacia cualquier destino.

Dejó que la caña del timón se balanceara a su gusto y abriendo la hermosa caja de madera, comenzó a jugar una solitaria partida de ajedrez.

Navegó sin rumbo fijo y sin grandes problemas durante cinco tranquilos y calurosos días, hasta que un viento racheado y molesto y un mar encrespado y amenazante le obligaron a arriar la mayor dejando tan sólo el foque, teniendo que luchar a partir de aquel momento con un anárquico oleaje en el que se diría que altas ondas azules se divertían en golpearle desde todas las direcciones, como si allá en los abismos dos monstruos gigantescos libraran una dura batalla.

Toda una noche de intentar mantenerse a flote le dejó exhausto, y el nuevo día trajo la ilusión de una larga tierra llana que parecía constituir una inmensa barrera contra la que las olas se estrellaban brutalmente.

Había llegado.

No sabía adónde, pero había llegado.

Permitió que el mar le arrastrara hacia la costa, a riesgo a cada instante de volcar o destrozar el casco contra una roca, y desistió de intentar gobernar una embarcación que sabía de antemano ingobernable, atento a salvar ante todo sus armas, sus escasísimos objetos personales, y su ya inseparable e imprescindible caja de ajedrez.

Por fortuna, una hermosa ola, larga, mansa y profunda, elevó al
Seviya
hasta la cima de su cresta, le hizo cruzar a salvo sobre la última barrera de arrecifes, y lo estrelló contra la arena despanzurrándolo como un coco caído desde la copa de una alta palmera.

A los pocos minutos
Cienfuegos
se encontraba sentado en medio de una inmensa playa de arena muy gruesa, contemplando los destrozados despojos del único medio de transporte que tenía para intentar regresar algún día a su patria, y preguntándose si por casualidad los vientos y las corrientes le habrían devuelto a algún punto perdido de aquella Haití de la que había escapado tantos meses atrás, o se encontraba, por el contrario, en una tierra que no había sido pisada con anterioridad por ningún europeo.

—¡Qué más da…! —masculló al fin roncamente ya que en los últimos tiempos había adquirido la costumbre de silbar o hablar en voz alta como único remedio conocido para no volverse loco—. Las putadas serán las mismas dondequiera que vaya.

Al poco buscó un redondo cayado y comenzó a afilar cuidadosamente su ancha espada y sobre todo la estilizada daga que había pertenecido al maestro armero, porque si de algo estaba absolutamente convencido, era de que no volvería a sufrir cuanto había sufrido en los últimos tiempos, y antes de caer de nuevo en manos de los caribes, si es que era aquella también tierra de caníbales, vendería cara su vida para acabar cortándose la yugular de un solo tajo.

Morir no era desde luego lo peor que podía ocurrirle.

Comió algo de fruta para beberse a continuación el dulce jugo de un coco, lanzar una postrer mirada de agradecimiento al cadáver de la embarcación que era la única cosa que aún le unía al pasado y a su mundo, para ponerse en pie pesadamente dispuesto a adentrarse en la espesura.

Orinó largo rato contra el primer tronco que encontró a su paso y masculló intentando darse ánimos:

—¡Vamos allá! Tal vez el
Cienfuegos
cristiano tenga un poco más de suerte de la que tuvo hasta el presente el
Cienfuegos
pagano.

Se adentró en una espesa selva que parecía no haber sido hollada anteriormente por ser humano alguno, y que se fue haciendo más y más intrincada por minutos, hasta el punto de que en un momento dado no tuvo siquiera conciencia de hacia dónde dirigía sus pasos puesto que, el tupido manto de ramas, hojas y lianas que se extendía sobre su cabeza le impedía hacerse una idea de qué camino seguía el sol allá en lo alto.

El suelo no era más que una putrefacta alfombra de hojarasca en la que se hundía hasta los tobillos, y continuamente se veía obligado a emplear la espada para abrirse paso a través de una verde maraña que amenazaba con convertirse en auténtico muro impenetrable.

Gritaban los monos en las ramas de los árboles y parloteaban los guacamayos en sus más altas copas, pero a ras de tierra el mundo parecía muerto, y tan sólo los mosquitos y alguna asustadiza serpiente daban fe de que en aquel ambiente denso y pegajoso conseguían realmente aclimatarse seres vivos.

A media tarde comenzó a llover y el rumor del agua acalló cualquier otro sonido, al tiempo que el paisaje parecía haberse diluido como bajo el pincel de un pésimo dibujante, y
Cienfuegos
advirtió de improviso que el alma le pesaba más aún que el brazo que sostenía la espada y una amargura muy honda parecía haberse adueñado de su ánimo convirtiéndolo en plomo, por lo que tomó asiento sobre un caído tronco y se contempló las manos cubiertas de arañazos preguntándose las razones por las que se sentía incapaz de dar un paso pese a que las piernas continuasen manteniéndose tan fuertes como antes.

Era su voluntad la que se hundía como si el verdor de la selva la fuera devorando centímetro a centímetro, porque por más que rebuscara no encontraba, más motivo que el recuerdo de Ingrid para continuar enfrentándose tan porfiadamente a la eterna derrota, e incluso ese recuerdo comenzaba a faltarle.

—¿Adónde iba?

¿De qué valía continuar obstinándose en luchar contra el mar, las montañas, los hombres o las selvas, si a cada instante resultaba más patente el hecho de que su único destino era combatir y combatir inútilmente?

Permitió que las sombras le acunaran y las tinieblas le envolvieran por completo acurrucado como un feto empapado por la lluvia caliente, y le suplicó al pesado sueño que llegaba que no volviera a marcharse, ya qué sabía que el despertarse no iba a traerle ninguna nueva razón por la que valiera la pena enfrentarse a aquella obsesiva e impenetrable jungla.

Soñó con los que habían muerto; con tantos valientes compañeros de destierro que habían pasado a convertirse en pasto de cangrejos o alimañas, y los vio tal como nunca habían sido: callados y pacíficos, tímidos y obedientes, como si el hecho de haber atravesado una última frontera que a él le parecía estarle negada; les afectara tanto que hubiera transformado por completo incluso su carácter.

No le llamaban y ni tan siquiera parecían reparar en su presencia, tal vez íntimamente convencidos de que él,
Cienfuegos
, se encontraba muy lejos, y ese hecho le obligó a estremecerse, pues le ayudó a comprender que el supremo descanso de la muerte continuaba estándole vedado y aún serían muchas, ¡infinitas!, las penalidades que tendría que sufrir arrastrándose a través de oscuras selvas, anchos mares y escarpadas montañas.

¡Larga vida! había sido siempre un afectuoso saludo o una hermosa manera de expresar la amistad y el respeto, pero al pelirrojo cabrero canario la exclamación se le antojaba aquella noche una triste y pesada condena, puesto que si resultaba evidente que los cielos parecían complacerse en concederle innumerables años de existencia, de igual forma lo era que tales años no serían nunca un dulce premio por sus actos, sino más bien un severo castigo por sus culpas.

¿Pero qué culpas? ¿Qué imperdonable delito había cometido durante su cortísima existencia, aparte de dejarse seducir por una hermosa mujer de la que lo ignoraba casi todo?

En el transcurso de aquella triste noche bajo la cálida lluvia de una selva remota, el gomero
Cienfuegos
entrevió que su futuro no sería ya otro que un eterno vagabundear por los más agrestes y salvajes senderos de un «Nuevo Mundo» que parecía haber sido creado para que él lo pateara en un interminable Vía Crucis, sin aspirar jamás a un merecido descanso ni a regresar algún día a la isla en que había nacido.

Se despertó aún más deprimido de lo que se durmiera, y al contemplar el lugar en que se encontraba, en el estómago de una especie de gigantesco monstruo vegetal que parecía haberle engullido y se disponía arrojar sobre él sus verdes jugos gástricos, llegó al convencimiento de que tenía que abandonar de inmediato aquella abrumadora jungla y encontrar horizontes abiertos, o acabaría por volverse completamente loco, puesto que sentirse atrapado en un limitadísimo espacio en el que cada árbol era igual a otro árbol, cada hoja semejante a otra hoja, y cada liana tan atenazante como otra liana, sabiendo que por mucho que avanzara el paisaje continuaría siendo el mismo, constituía, sin duda, una prueba excesiva para alguien tan acostumbrado a la libertad como
Cienfuegos
.

Recobró su entereza, empuñó con firmeza la espada, y a fuerza de mandobles se abrió paso por donde no lo había, buscando una salida a un laberinto del que incluso los loros y los simios parecían haber huido horrorizados.

Mucho más tarde, y cuando experimentaba de nuevo aquel insistente deseo de dejarse vencer por la apatía, desembocó de improviso frente a una extensa laguna que era sólo una nueva forma de selva totalmente anegada por las aguas, de las que surgían aquí y allá altos y copudos árboles que se negaban a permitir que ni siquiera esas aguas les arrebataran su reino.

Había otros muchos, docenas, de oscuros troncos semihundidos en mitad de la laguna, y comenzó a vadearla lentamente, preocupado ante todo por cerciorarse de que no se volviese demasiado profunda, ya que a pesar de que se consideraba un aceptable nadador, las armas, el macuto de víveres, y la caja de ajedrez le impedirían mantenerse a flote mucho tiempo.

Se encontraría a unos cien metros de la orilla, cuando de improviso reparó, asombrado, en el desconcertante hecho de que varios de los troncos flotantes comenzaban a ponerse lentamente en movimiento avanzando hacia él amenazantes, y al prestar atención cayó en la cuenta de que iban precedidos por dos prominentes ojos y una especie de morro puntiagudo bajo el que, de tanto en tanto, destacaban inmensos y afiladísimos colmillos.

—¡Mierda! —exclamó estupefacto—. ¡Son lagartos!

Uno de ellos, de casi tres metros de largo y ancho vientre, aceleró el ritmo de su marcha al tiempo que abría apenas la boca, y al reparar en la inmensidad de aquella trampa de amarillentos dientes, el pobre gomero tomó plena conciencia del riesgo que corría.

—¡Dios bendito! —sollozó horrorizado—. ¿Qué demonios es esto?

Se lanzó alocadamente hacia el árbol más cercano trepando nerviosamente hasta las primeras ramas, donde se acomodó como Dios le dio a entender aferrándose al tronco y luchando por vencer el irreprimible temblor que hacía que a cada instante estuviera a punto de caer de golpe al agua.

Miró hacia abajo.

Una treintena de aquellos gigantescos lagartos se aproximaban mostrándole sus férreas mandíbulas, y comprendió que el más mínimo descuido le convertiría de inmediato en un montón de sangrantes despojos desgarrados.

—¡Vaya lugar! —masculló furibundo—. Cuando no es la gente, son los lagartos los que intentan comerte. Está visto que aquí también vale de poco ser cristiano.

Consiguió dominar el insistente temblor que estremecía cada centímetro de su cuerpo y se acomodó sobre la más gruesa de las ramas intentando calmar de igual modo su estado de ánimo en busca de una posible salida a la difícil situación en que él mismo se había colocado.

No encontró ninguna.

Pasaron las horas y ni una sola de aquellas repugnantes bestias de ojos saltones hizo el menor ademán de alejarse del pie del árbol, puesto que parecían estar dotadas de una infinita paciencia, e igual les daba flotar donde podía estar su almuerzo que a cincuenta metros de distancia.

Ni una hoja ni una flor se movían, y tal era la quietud de aquel dantesco lugar, que podría creerse que más era una pintura que un paisaje dotado de vida propia, y debía conservarse exactamente igual que el día en que fue creado un millón de años antes.

La oscuridad aumentó el terror del infeliz cabrero, y cuando las tinieblas se adueñaron por completo de la silenciosa laguna comprendió que en cuanto el sueño le venciera caería como un fruto maduro en las fauces de las fieras, por lo que despojándose del ancho cinturón, lo anudó a las correas de la espada y el macuto y se amarró fuertemente al tronco dispuesto a soportar una vez más una nueva y larga noche de angustia y tormento.

La fatiga libró poco después su larga batalla con el miedo, acabó venciendo, y media hora más tarde Mesías
Cienfuegos
roncaba quedamente.

Al amanecer, una espesa bruma, deshilachada y como arrojada caprichosamente sobre la quieta superficie del agua, confería un aire aún más impresionante y siniestro a la laguna, en la que nada parecía por otra parte haber cambiado, excepto quizá por el notable aumento del número de caimanes —lagartos según
Cienfuegos
— que se habían ido congregando en torno al árbol en que éste aún permanecía encaramado.

La noche había sido larga, desesperanzada y agotadora, y el nuevo día no pareció ofrecer mejora alguna a una comprometida situación ante la que el pelirrojo se sentía por completo impotente, ya que no se le ocurría forma alguna de abandonar su precario refugio para alcanzar tierra firme atravesando aquella impresionante barrera de mandíbulas de afiladísimos colmillos.

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