Pero pocos cumplirían aquella orden. Sobre todo desobedecía uno de los niños, dedicándose al misterioso pajarero. Era Tiago, un chico soñador, sin otra habilidad que la de perseguir fantasías. Despertaba temprano, se pegaba a los cristales, aguardando la llegada del vendedor. El hombre aparecía y Tiago bajaba la escalera, treinta escalones en cinco saltos. Descalzo, atravesaba el barrio, desapareciendo junto con la nube del pajarerío. El sol se ponía y el niño sin regresar. En casa de Tiago se desgranaban reproches:
—Descalzo, como ellos.
El padre deseaba el castigo. Sólo la suavidad materna aliviaba la llegada del chaval, en plena noche. El padre reclamaba aunque fuera una mínma explicación:
—¿Fuiste a casa de él? Pero ¿ese vagabundo tiene casa?
Su residencia era una baobab, el desocupado agujero del tronco. Tiago contaba: aquel era un árbol muy sagrado, Dios lo había plantado cabeza abajo.
—Vean lo que el negro le anda metiendo en la cabeza al niño.
El padre se dirigía a su esposa, echándole la culpa. El niño proseguía: es verdad, mamá. Ese árbol es capaz de grandes tristezas. Los más viejos dicen que el baobab, en su desesperación, se suicida presa de las llamas, sin que nadie le prenda fuego. Es verdad, mamá.
—Que disparate —atenuaba la señora.
Y ponía a su hijo fuera del alcance paterno. El hombre, entonces, se decidía a salir, para juntar su rabia con la de otros colonos. En el club, todos ellos aclamaban: era necesario acabar con las visitas del pajarero. Que la medida no podía ser de muerte violenta, ni cosa que ofendiera a la vista de las señoras ni de sus hijos. Habría que decidir cuál sería el remedio mejor.
Al día siguiente, el vendedor repitió su alegre invasión. A pesar de todo, los colonos vacilaron: aquel negro traía aves de una belleza nunca vista. Nadie podía resistirse a sus colores, a sus trinos. Aquello no parecía ser cosa de este verídico mundo. El vendedor se mantenía anónimo, en una humilde ausencia de sí:
—Estos son pájaros excelentes, de esos con las alas todas de fuera.
Los portugueses se interrogaban: ¿de dónde traía él tan maravillosas criaturas? ¿Dónde, si ellos ya habían desbrozado los matorrales más extensos?
El vendedor guardaba el secreto, respondiendo con una sonrisa. Los señores ponían en duda sus propias sospechas —¿tendría aquel negro derecho a ingresar en un mundo al que ellos carecían de acceso?—. Pero pronto se disponían a disminuirle los méritos: el tipo dormía en los árboles, en medio de los pájaros. Ellos se igualan a los animales salvajes, concluían.
Fuera por desdén de los grandes o por gloria de los pequeños, la verdad es que, poco a poco, el pajarero se convirtió en el tema dominante en el barrio de cemento. Su presencia fue llenando lapsos, insospechados vacíos. Conforme le compraban, las casas estaban más repletas de dulces cantos. La música causaba extrañeza a los moradores, mostrando que aquel barrio no pertenecía a esta tierra. Entonces, ¿los pájaros les quitaban lo auténtico a los residentes, haciéndolos extranjeros? ¿O el culpable sería ese negro, ese canalla, que se apropiaba de la existencia, ignorante de sus deberes de raza? El comerciante debería saber que sus pasos descalzos no cabían en aquellas calles. Los blancos se inquietaban con esa desobediencia, acusando al tiempo. Sentían celos del pasado, de la buena disposición de las personas por su apariencia. El vendedor, así sobremiso, anticipaba al mundo otras percepciones. Hasta los niños, gracias a su seducción, se olvidaban de las reglas de conducta. Ellos se volvían más hijos de la calle que de la casa. El pajarero se adentraba incluso en sus devaneos:
—Haz cuenta de que soy tu tío.
Los niños emigraban de su condición, desdoblándose en otras felices existencias. Y todos se familiarizaban, parientes aparentes.
—¿Tío? ¿Dónde se ha visto que se le diga tío a un negro?
Los padres querían tapiarles el sueño, su pequeña e infinita alma. Surgió la orden: tenéis prohibida la calle, no volveréis a salir. Se corrieron las cortinas, las casas cerraron sus párpados.
Parecía que ya imperaba el orden. Fue cuando surgieron las sorpresas. Las puertas y las ventanas se abrían solas, los muebles aparecían volcados, los cajones fuera de lugar.
En casa de los Silva.
—¿Quién abrió este armario?
Nadie, nadie había sido. El mayor de los Silva se indignaba: todos, en la casa, sabían que en aquel mueble se guardaban las armas. Sin vestigios de fuerza, ¿quién podía ser el asaltante? Duda del indignatario.
En casa de los Peixoto:
—¿Quién echó alpiste en el cajón de los documentos?
¿Quién?: nadie, ninguno, nada. El jefe máximo de los Peixoto advertía: ustedes saben muy bien qué tipos de documentos tengo ahí guardados. Invocaba sus secretas funciones, sus sigilosos asuntos. Que se denunciara al vendedor de alpiste. Mierda de pajarracos, rezongaba.
En el hogar del presidente del municipio:
—¿Quién abrió la puerta de los pájaros?
Nadie la había abierto. El gobernante, víctima del desgobierno, había sorprendido a un ave dentro del armario. Las serias instancias municipales estaban llenas de cagarrutas.
—Vean ésta: cagada incluso en el sello.
En la suma de los acontecimientos, un alboroto general se apoderó del barrio. Los colonos se reunieron para tomar una decisión. Se juntaron en casa del papá de Tiago. El niño eludió la cama. Permaneció en la puerta escuchando las graves amenazas. No esperó a escuchar la sentencia. Se lanzó hacia el bosque, rumbo al baobab. El viejo estaba allí acomodándose al calor de una hoguera.
—Allí vienen, te vienen a buscar.
Tiago jadeaba. El vendedor no se alteró: que ya sabía, estaba a la espera. El niño se esforzaba, nunca aquel hombre le había demostrado tanto valor.
—Huye, todavía hay tiempo.
Pero el vendedor se confortaba, soñolento. Sereno, entró en el tronco y allí se demoró. Cuando salió ya tenía una corbata y traje de hombre blanco. De nuevo se sentó, apartando la arena del suelo. Después, permaneció balconeando, retocando el horizonte.
—Vete, niño. Ya es de noche.
Tiago se quedó. Observaba al pajarero, aguardando su gesto. Si al menos el viejo fuese como el río: fijo pero en movimiento. Pero no. El vendedor se mantenía más en la leyenda que en la realidad.
—¿Y por qué te pusiste el traje?
Explicó: es que él era nativo, retoño de aquella tierra. Debía saber recibir a los visitantes. Le correspondía el respeto, los deberes de anfitrión.
—Ahora vete, vuelve a tu casa.
Tiago se levantó, era difícil partir. Miró al enorme árbol, como pidiéndole protección.
—¿Estás viendo la flor? —preguntó el viejo.
Y recordó la leyenda. Aquella flor era la morada de los espíritus. Quien hiciese daño al baobab sería perseguido hasta el final de su vida.
Ruidosos, los colonos fueron llegando. Rodearon el lugar. El chico huyó, se escondió, se quedó al acecho. Vio levantarse al pajarero, saludando a los visitantes. Enseguida llegaron los golpes, los empujones, los puntapiés. El viejo parecía no sufrir, semejante a un vegetal, sino fuera por la sangre. Le amarraron las muñecas, lo empujaron por el camino oscuro. Los colonos iban detrás, dejando al niño sólo con la noche. La criatura titubeaba, daba un paso atrás, otro adelante. Entonces, fue entonces: las flores del baobab cayeron, parecían astros de fieltro. En el suelo, sus blancos pétalos, uno a uno, se enrojecieron.
El niño, de pronto, se decidió. Se arrojó a los matorrales, en pos de la comitiva. Seguía las voces, entendiendo que llevaban al pajarero al calabozo. Cuando se cubrió de sombra tras el muro, en la proximidad de la prisión, Tiago estaba sofocado. ¿Valía la pena rezar? Alrededor, el mundo se había despojado de sus bellezas. Y, en el cielo, igual que el baobab, ninguna estrella se envanecía.
La voz del pajarero le llegaba, venida de más allá de las rejas. Ahora, podía ver el rostro de su amigo y cuanta sangre lo cubría. Interroguen al tipo, exprímanlo bien. Era la orden de los colonos, antes de retirarse. El guardia hizo el saludo militar, obediente. Pero no sabía siquiera qué secretos debía arrancarle al viejo. ¿Qué rabias se comprobaban en contra del vendedor ambulante? Ahora, sólo, el retrato del detenido le parecía libre de sospechas.
—Le pido permiso para tocar. Es una melodía de su tierra, patrón.
El pajarero preparó la armónica, intentó soplar, pero desistió de la intención con un gesto.
—Me pegaron mucho en la boca. Me duele demasiado; si no, la tocaría.
El policía se irritó con él. Arrojó por la ventana la armónica, que cayó junto al escondrijo de Tiago. El chico agarró el instrumento, juntó sus pedazos. Aquellos pedazos se asemejaban a su alma, necesitada de una mano que la hiciese entera. El niño se acurrucó, calentándose en su propia redondez. Mientras se embarcaba en el sueño, se llevó la armónica a la boca y tocó como arrullándose a sí mismo. ¿Oiría el pajarero, encerrado en su celda, aquel consuelo?
Despertó en medio de gorjeos. ¡Los pájaros! Tantos eran que inundaban la comisaría. Ni el mundo, en su universal tamaño, era suficiente aseladero. Tiago se acercó a la celda, vigiló el calabozo. Las puertas estaban abiertas, la prisión desierta. El vendedor no había dejado ni rastro, el lugar quedaba amnésico. Le gritó al viejo, respondieron los pájaros.
Decidió volver al árbol. Otro paradero para él ya no existía. Ni calle ni casa: sólo el vientre del baobab. Mientras caminaba, las aves lo seguían, en un cortejo de gorjeos, por encima del cielo. Llegó a la residencia del pajarero, miró el suelo cubierto de pétalos. Ya no estaban rojos, habían vuelto a su blanco original. Entró en el tronco, se mantuvo en la distancia de un rato. ¿Valía la pena esperar al viejo? Seguramente se habría esfumado, huyendo de los blancos. Mientras tanto, él volvió a tocar la armónica. Se fue arrullando en el ritmo, dejando de oír el mundo de fuera. Si hubiera puesto la atención debida, habría notado la llegada de muchas voces.
—El canalla del negro está dentro del árbol.
Los pasos de la venganza rodeaban al baobab, pisando las flores.
—Es el tipo con su flauta. ¡Toca, cabrón, que vas danzar!
Las antorchas se aproximaron al tronco, el fuego sedujo a las viejas cortezas. Dentro, el niño había empezado un sueño: sus cabellos figuraban como hojas pequeñitas, las piernas y los brazos se volvían madera. Los dedos, leñosos, buscaban lombrices en la tierra. El niño transitaba de reino: arborecido, en un estado de consentida imposibilidad. Y desde el sonámbulo baobab subían las manos del pajarero. Tocaban las flores, las corolas se encapsulaban: nacían asombrosos pájaros y se soltaban, como pétalos, sobre la cresta de las llamas. ¿Las llamas? ¿De dónde llegaban estas, excediendo la lejanía del sueño? Fue cuando Tiago sintió la herida de las llamaradas, la seducción de la ceniza. Entonces el niño, aprendiz de la savia, emigró entero hacia sus recientes raíces.
[…] Bastó que corriese la fama
de que en Manica había oro
y se anunciara que para transportarlo
se construiría una línea férrea,
para que enseguida se invirtieran
muchísimos miles de libras para abrir tiendas,
establecer líneas de navegación a vapor,
montar servicios de transporte terrestre,
experimentar industrias, vender aguardiente,
intentando explotar de mil formas no tanto el oro,
sino a los propios explotadores del futuro oro […]
António Ennes,
Mozambique
Informe presentado al Gobierno, Lisboa,
Agencia General de las Colonias, 1946, pp. 27-30
Disculpe, padre, no estoy arrodillado como es debido, es mi pierna, usted lo sabe: esta pierna izquierda delgadita no se ajusta bien a mi cuerpo.
Vengo a confesar pecados de hace mucho tiempo, sangre pisada en mi alma, tengo miedo sólo de acordarme. Hágame el favor, padre, escúcheme despacio, tenga paciencia. Es una larga historia. Como yo digo siempre: sendero de hormiga nunca termina cerca.
Usted tal vez no sepa pero esta pequeña ciudad ya disfrutó de otro tipo de vida. Hubo tiempos en los que llegaba gente de muy lejos. El mundo está lleno de países, la mayor parte de ellos extranjeros. Ya llenaron los cielos de banderas, ni yo me explico cómo pueden circular los ángeles sin chocar con los lienzos. ¿Cómo dice? ¿Que entre directamente en la historia? Sí, claro. Pero no lo olvide: yo ya le pedí muchito de su tiempo. Es que una vida tarda, padre.
Continúo, entonces. En esa época, llegó también a la ciudad de Manica una señora rusa. Nadia era su nombre. Decían que era princesa en la tierra de donde venía. Acompañaba a su marido Yuri, ruso también. La pareja llegó debido al oro, como todos los demás extranjeros que venían a desenterrar riquezas de nuestro suelo. El tal Yuri compró las minas, con la esperanza de volverse rico. Pero conforme dicen los más viejos: no corras detrás de la gallina con la sal ya en la mano. Porque las minas, padre, eran del tamaño de una polvareda, basta un soplo y casi no queda nada.
Sin embargo, los rusos traían restos de sus haberes, lujos de antaño. Su casa, si usted la hubiera visto, estaba llena de cosas. ¿Y los sirvientes? Eran muchísimos. Y yo, como tenía documento portugués, quedé como jefe de los criados. ¿Sabe cómo me llamaban? Encargado general. Era mi categoría, yo era alguien. No trabajaba: les ordenaba trabajar. Yo atendía las peticiones de los patrones, que hablaban conmigo con buenos modales, siempre con respeto. Después yo transmitía las peticiones y les gritaba las órdenes a los sirvientes. Gritaba, sí. Unicamente así obedecían. Nadie desempeña el trabajo sólo por gusto. ¿El mismo Dios, cuando expulsó a Adán del paraíso, no lo echó a puntapiés?
Los criados me odiaban, padre. Yo sentía la inquina de ellos cuando les robaba los días festivos. No me importaba, hasta me gustaba que no me quisieran. Esa inquina me hacía sentirme ancho, yo me sentía casi el patrón. Me dijeron que ese gusto por mandar es un pecado. Pero yo creo que es mi pierna la que me aconseja hacer maldades. Tengo dos piernas, una de santo, otra de diablo. ¿Cómo puedo seguir un solo camino?
A veces, lograba escuchar las conversaciones de los criados en sus cuartuchos. Les daban inquina muchas cosas, hablaban mostrando dientes. Yo me aproximaba y ellos se callaban. Desconfiaban de mí. Pero para mí era un elogio aquella sospecha: infundía un miedo que los hacía sentirse pequeños. Se vengaban, se burlaban siempre, siempre remedaban mi cojera. Se reían, los cabrones. Discúlpeme por usar palabrotas en un lugar de respeto. Pero, para mí, ese antiguo enojo permanece actual. Nací con este defecto, fue el castigo que Dios me reservó incluso antes de que yo me convirtiese en persona. Yo sé que Dios es completamente grande. Con todo, padre, con todo: ¿usted cree que El fue justo conmigo? ¿Estoy injuriando al Santísimo? Bueno, me estoy confesando. Si ofendo ahora, usted después me impone más penitencias.