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Authors: Julio Cortázar

Tags: #Cuentos y Relatos

Bestiario (6 page)

De noche no es tanto, nos ayudan la fatiga y el silencio —porque el rondar de las mancuspias escande dulcemente este silencio de la pampa— y a veces dormimos hasta el amanecer y nos despierta un esperanzado sentimiento de mejoría. Si uno de nosotros salta de la cama antes que el otro, puede ocurrir con todo que asistamos consternados a la repetición de un fenómeno
Camphora monobromata
, pues cree que marcha en una dirección cuando en realidad lo está haciendo en la opuesta. Es terrible, vamos con toda seguridad hacia el baño, y de improviso sentimos en la cara la piel desnuda del espejo alto. Casi siempre lo tomamos a broma, porque hay que pensar en el trabajo que espera y de nada serviría desanimarnos tan pronto. Se buscan los glóbulos, se cumplen sin comentarios ni desalientos las instrucciones del doctor Harbín. (Tal vez en secreto seamos un poco
Natrum muriaticum
. Típicamente, un natrum llora, pero nadie debe observarlo. Es triste, es reservado; le gusta la sal.)

¿Quién puede pensar en tantas vanidades si la tarea espera en los corrales, en el invernadero y en el tambo? Ya andan Leonor y el Chango alborotando fuera, y cuando salimos con los termómetros y las bateas para el baño, los dos se precipitan al trabajo como queriendo cansarse pronto, organizando su haraganeo de la tarde. Lo sabemos muy bien, por eso nos alegra tener salud para cumplir nosotros mismos con cada cosa. Mientras no pase de esto y no aparezcan las cefaleas, podemos seguir. Ahora es febrero, en mayo estarán vendidas las mancuspias y nosotros a salvo por todo el invierno. Se puede continuar todavía.

Las mancuspias nos entretienen mucho, en parte porque están llenas de sagacidad y malevolencia, en parte porque su cría es un trabajo sutil, necesitado de una precisión incesante y minuciosa. No tenemos por qué abundar, pero esto es un ejemplo: uno de nosotros saca las mancuspias madres de las jaulas de invernadero —son las 6.30 a.m.— y las reúne en el corral de pastos secos. Las deja retozar veinte minutos, mientras el otro retira los pichones de las casillas numeradas donde cada uno tiene su historia clínica, verifica rápidamente la temperatura rectal, devuelve a su casilla los que exceden los 37.1º, y por una manga de hojalata trae el resto a reunirse con sus madres para la lactancia. Tal vez sea este el momento más hermoso de la mañana, nos conmueve el alborozo de las pequeñas mancuspias y sus madres, su rumoroso parloteo sostenido. Apoyados en la baranda del corral olvidamos la figura del mediodía que se acerca, de la dura tarde inaplazable. Por momentos tenemos un poco de miedo a mirar hacia el suelo del corral —un cuadro
Onosmodium
marcadísimo—, pero pasa y la luz nos salva del síntoma complementario, de la cefalea que se agrava con la oscuridad.

A las ocho es hora del baño, uno de nosotros va echando puñados de sales Krüschen y afrecho en las bateas, el otro dirige al Chango que trae cubos de agua tibia. A las mancuspias madres no les agrada el baño, hay que tomarlas con cuidado de las orejas y las patas, sujetándolas como conejos, y sumergirlas muchas veces en la batea. Las mancuspias se desesperan y erizan, eso es lo que queremos para que las sales penetren hasta la piel tan delicada.

A Leonor le toca dar de comer a las madres, y lo hace muy bien; nunca vimos que errara en la distribución de porciones. Se les da avena malteada, y dos veces por semana leche con vino blanco. Desconfiamos un poco del Chango, nos parece que se bebe el vino; sería mejor guardar la bordalesa adentro, pero la casa es chica y luego ese olor dulzón que rezuma en las horas del sol alto.

Tal vez esto que decimos fuera monótono e inútil si no estuviese cambiando lentamente dentro de su repetición; en los últimos días —ahora que entramos en el período crítico del destete— uno de nosotros ha debido reconocer, con qué amargo asentimiento, el avance de un cuadro
Silica
. Empieza en el momento mismo en que nos domina el sueño, es un perder la estabilidad, un salto adentro, un vértigo que trepa por la columna vertebral hacia el interior de la cabeza; como el mismo trepar reptante (no hay otra descripción) de las pequeñas mancuspias por los postes de los corrales. Entonces, de repente, sobre el pozo negro del sueño donde ya caíamos deliciosamente, somos ese poste duro y ácido al que trepan jugando las mancuspias. Y es peor cerrando los ojos. Así se va el sueño, nadie duerme con ojos abiertos, nos morimos de cansancio pero basta un leve abandono para sentir el vértigo que repta, un vaivén en el cráneo, como si la cabeza estuviera llena de cosas vivas que giran a su alrededor. Como mancuspias.

Y es tan ridículo, se ha probado que a los enfermos
silica
les falta sílice, arena. Y nosotros aquí, rodeados de médanos, en un pequeño valle amenazado de médanos inmensos, faltándonos arena cuando íbamos a dormirnos.

Contra la probabilidad de que esto avance, hemos preferido perder algún tiempo dosificándonos severamente; advertimos a las doce horas que la reacción es favorable, y la tarde de trabajo sucede sin obstáculos, apenas, quizá, un leve desacomodo de las cosas, de pronto como si los objetos se pararan delante nuestro, irguiéndose sin moverse; una sensación de arista viva en cada plano. Sospechamos un viraje a
Dulcamara
, pero no es fácil estar seguros.

En el aire flotan leves las pelusas de las mancuspias adultas, después de la siesta vamos con tijeras y unas bolsas de caucho al corral alambrado donde el Chango las reúne para la esquila. Ya en febrero hace fresco de noche, las mancuspias necesitan el pelo porque duermen estiradas y carecen de la protección que se dan a sí mismos los animales que se ovillan replegando las patas. Sin embargo, pierden el pelo del lomo, pelechan despacio y a pleno aire, el viento alza del corral una fina niebla de pelos que cosquillean en la nariz y nos hostigan hasta dentro de la casa. Entonces reunimos a las mancuspias y les tusamos el lomo a media altura, cuidando de no privarlas de calor; cuando cae ese pelo, demasiado corto para flotar en el aire, va formando un polvillo amarillento que Leonor moja con la manguera y junta diariamente en una bola de pasta que se tira al pozo.

Uno de nosotros tiene entre tanto que aparear los machos con las mancuspias jóvenes, pesar los pichones mientras el Chango lee en voz alta los pesos del día anterior, verificar el adelanto de cada mancuspia y apartar a las atrasadas para someterlas a la sobrealimentación. Esto nos lleva hasta el anochecer; sólo falta la avena de la segunda comida que Leonor reparte en un momento, y encerrar a las mancuspias madres mientras las pequeñas chillan y se obstinan en seguir a su lado. Es el Chango quien se ocupa del aparte, ya nosotros estamos en la veranda controlando. A las ocho se cierran las puertas y ventanas; a las ocho nos quedamos solos adentro.

Antes era un momento dulce, el recuento de episodios y de esperanzas. Pero desde que no nos sentimos bien parece como si esta hora fuese más pesada. Vanamente nos engañamos con el arreglo del botiquín —es frecuente que el orden alfabético de los remedios se altere por descuido—, siempre al final nos vamos quedando callados en la mesa, leyendo el manual de Alvarez de Toledo ("
Estúdiate a ti mismo
" ) o el Humphreys ("
Mentor Homeopático
" ). Uno de nosotros ha tenido con intermitencias una fase
Pulsatilla
, vale decir que tiende a mostrarse voluble, llorón, exigente, irritable. Esto aflora al anochecer, y coincide con el cuadro
Petroleum
que afecta al otro, un estado en el que todo —cosas, voces, recuerdos— pasan por encima de él, entumeciéndolo y envarándolo. Así es que no hay choque, apenas un sufrir paralelo y tolerable. Después, a veces, viene el sueño.

Tampoco quisiéramos poner en estas notas un énfasis progresivo, un crecer articulándose hasta el estallido patético de la gran orquesta, tras la cual decrecen las voces y se reingresa a una calma de hartazgo. A veces estas cosas que inscribimos ya nos han ocurrido (como la gran cefalea
Glonoinum
el día en que nació la segunda camada de mancuspias), a veces es ahora o por la mañana. Creemos necesario documentar estas fases para que el doctor Harbín las agregue a nuestra historia clínica cuando volvamos a Buenos Aires. No somos hábiles, sabemos que de pronto nos salimos del tema, pero el doctor Harbín prefiere conocer los detalles circundantes de los cuadros. Ese roce contra la ventana del baño que oímos de noche puede ser importante. Puede ser un síntoma
Cannabis indica
; ya se sabe que un
cannabis indica
tiene sensaciones exaltadas, con exageración de tiempo y distancia. Puede ser una mancuspia que se ha escapado y viene como todas a la luz.

Al principio éramos optimistas, todavía no hemos perdido la esperanza de ganar una buena suma con la venta de las crías jóvenes. Nos levantamos temprano, midiendo el creciente valor del tiempo en la fase final, y al principio casi no nos afecta la fuga del Chango y Leonor. Sin preaviso, sin cumplir para nada el estatuto, se nos han ido anoche los muy hijos de puta, llevándose el caballo y el sulky, la manta de una de nosotros, el farol a carburo, el último número de
Mundo Argentino
. Por el silencio en los corrales sospechamos su ausencia, hay que apurarse a soltar las crías para la lactancia, preparar los baños, la avena malteada. Todo el tiempo pensamos que no se debe pensar en lo ocurrido, trabajamos sin admitir que ahora estamos solos, sin caballo para salvar las seis leguas hasta Puan, con provisiones para una semana, y rondados por linyeras inútiles ahora que en las otras poblaciones se ha difundido el rumor estúpido de que criamos mancuspias y nadie se arrima por miedo a enfermedades. Sólo trabajando y con salud podemos tolerar una conjuración que nos agobia hacia mediodía, en el alto del almuerzo (uno de nosotros prepara bruscamente una lata de lenguas y otra de arvejas, fríe jamón con huevos), que rechaza la idea de no dormir la siesta, nos encierra en la sombra del dormitorio con más dureza que las puertas a doble cerrojo. Recién ahora recordamos con claridad el mal dormir de la noche, ese vértigo curioso, transparente, si se nos permite inventar esta expresión. Al despertar, al levantarnos, mirando hacia delante, cualquier objeto —pongamos, por ejemplo, el ropero— es visto rotando a velocidad variable y desviándose en forma inconstante hacia un costado (lado derecho); mientras al mismo tiempo, a través del remolino, se observa el mismo ropero parado firmemente y sin moverse. No hay que pensar mucho para distinguir allí un cuadro
Cyclamen
, de modo que el tratamiento actúa en pocos minutos y nos equilibra para la marcha y el trabajo. Mucho peor es advertir en plena siesta (cuando las cosas son tan ellas mismas, cuando el sol las repliega duramente en sus aristas) que en corral de las mancuspias grandes hay agitación y parloteo, una renuncia súbita e inquietante al reposo que las engorda. No queremos salir, el sol alto sería la cefalea, cómo admitir ahora la posibilidad de cefalea, cuando todo depende de nuestro trabajo. Pero habrá que hacerlo, crece la inquietud de las mancuspias y es imposible seguir en la casa cuando de los corrales llega un rumor nunca oído, entonces nos lanzamos fuera protegidos por cascos de corcho, nos separamos después de un precipitado conciliábulo, uno de nosotros corre a las jaulas de las madres en tanto que el otro verifica los cierres de portones, el nivel del agua en el tanque australiano, la posible irrupción de una zorra o un gato montés. Apenas llegamos a la entrada de los corrales y ya nos enceguece el sol, como albinos vacilamos entre las llamaradas blancas, quisiéramos continuar el trabajo pero es tarde, el cuadro
Belladona
nos arrasa hasta precipitarnos agotados en la hondura sombría del galpón. Congestionados, cara roja y caliente; pupilas dilatadas. Violentas punzadas y lanzazos. Cefalea como sacudidas. A cada paso sacudida hacia abajo como si hubiera un peso en le occipital. Cuchilladas y punzadas. Dolor de estallido; como si se empujara el cerebro; peor agachándose, como si el cerebro cayera hacia fuera, como si fuera empujado hacia delante, o los ojos estuvieran por salirse. (
Como
esto,
como
aquello; pero nunca como es de veras). Peor con los ruidos, sacudidas, movimiento, luz. Y de pronto cesa, la sombra y la frescura se la lleva en un instante, nos deja una maravillada gratitud, un deseo de correr y sacudir la cabeza, asombrarse de que un minuto antes… Pero está el trabajo, y ahora sospechamos que la inquietud de las mancuspias obedece a falta de agua fresca, a la ausencia de Leonor y el Chango —son tan sensibles que han de sentir de algún modo esa ausencia—, y un poco a que extrañan el cambio en las labores de la mañana, nuestra torpeza, nuestro apuro.

Como no es día de esquila, uno de nosotros se ocupa del apareo prefijado y del control de peso; es fácil advertir que de ayer a hoy las crías han desmejorado bruscamente. Las madres comen mal, huelen prolongadamente la avena malteada antes de dignarse morder la tibia pasta alimenticia. Cumplimos silenciosos las últimas tareas, ahora la venida de la noche tiene otro sentido que no queremos examinar, ya no nos separamos como antes de un orden establecido y funcionando, de Leonor y el Chango y las mancuspias en sus sitios. Cerrar las puertas de la casa es dejar a solas un mundo sin legislación, librado a los sucesos de la noche y el alba. Entramos temerosos y prolijos, demorando el momento, incapaces de aplazarlo y por eso furtivos y esquivándonos, con toda la noche que espera como un ojo.

Por suerte tenemos sueño, la insolación y el trabajo pueden más que una inquietud incomunicada, nos vamos quedando dormidos sobre los restos fríos que masticamos penosamente, los recortes de huevo frito y pan mojado en leche. Algo rasca otra vez en la ventana del baño, en el techo parecen oírse corrimientos furtivos, no sopla viento, es noche de luna llena y los gallos cantarían antes de medianoche, si tuviéramos gallos. Vamos a la cama sin hablar, distribuyéndonos casi a tientas la última dosis del tratamiento. Con la luz apagada —pero no está bien dicho, no hay luz apagada, simplemente falta la luz, la casa es un fondo de tiniebla y por fuera todo luna llena— queremos decirnos algo y es apenas un preguntarse por mañana, por la forma de conseguir el alimento, llegar al pueblo. Y nos dormimos. Una hora, no más, el hilo ceniciento que tira la ventana apenas se ha movido hacia la cama. De pronto estamos sentados a oscuras, oyendo a oscuras porque se oye mejor. Algo les pasa a las mancuspias, el rumor es ahora un clamoreo rabioso o aterrado, se distingue el aullido afilado de las hembras y el ulular más bronco de los machos, se interrumpen de pronto y por la casa se mueve como una
ráfaga
de silencio, entonces otra vez el clamoreo crece contra la noche y la distancia. No pensamos en salir, demasiado es estar oyéndolas, uno de nosotros duda si los alaridos son fuera o aquí porque hay momentos en que nacen como desde dentro, y a lo largo de esa hora entramos en un cuadro
Aconitum
donde todo se confunde y nada es menos cierto que su contrario. Sí, las cefaleas vienen con tal violencia que apenas se las puede describir. Sensación de desgarro, de quemazón en el cerebro, en el cuero cabelludo, con miedo, con fiebre, con angustia. Plenitud y pesadez en la frente, como si allí hubiera un peso que presionara hacia fuera: como si todo fuera arrancado por la frente.
Aconitum
es repentino; salvaje; peor por vientos fríos; con inquietud, angustia, miedo. Las mancuspias rondan la casa, inútil repetirnos que están en los corrales, que los candados resisten.

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