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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (12 page)

—A vos, no obstante —habló Milva mirándolo penetrantemente—, como que no sus estorba. Un enano, y hasta con buena carga, puede hacer a pie y hasta las treinta millas por jornada, por un pelo casi lo que un hombre a caballo. Yo me conozco el Camino Viejo. Sin los huidos, hasta el Jotla en tres jornadas y aún menos estaríais.

—Son mujeres con niños. —Zoltan Chivay se acarició la barba y la tri­pa—. No los dejaremos a su suerte en el bosque. ¿Acaso nos aconsejaríais lo contrario?

—No —dijo el brujo—. No os lo aconsejaríamos.

—Contento estoy de oír esto. Significa que no me equivoqué en mi pri­mera impresión. ¿Entonces qué? ¿Vamos juntos?

Geralt miró a Milva, la arquera asintió.

—Bien. —Zoltan Chivay percibió el gesto—. En camino pues, antes de que nos agarre aquí algún destacamento. Aunque, a lo primero... Yazon, Munro, echarle un vistazo a los carros. Si quedara algo de utilidad, al saco con ello. Figgis, comprueba si nuestra rueda se puede poner en aquel fur­gón pequeño. Nos vendría de perilla.

—¡Se puede! —gritó al cabo el que iba arrastrando la rueda—. ¡Ni hecha aposta!

—¿Lo ves, testa de carnero? ¡Te asombraste ayer cuando te dije que cogieras la rueda y te la llevaras! ¡Ayúdale, Caleb!

En un tiempo imponentemente corto, el carro de la difunta Vera Loewenhaupt, provisto con una nueva rueda, limpio de lonas y todos los elemen­tos innecesarios, fue arrastrado de la cuneta al camino. En un decir amén se cargó en él todo el equipaje. Tras un instante de reflexión, Zoltan Chivay ordenó sentar también en el carro a los niños. La orden se realizó con vaci­lación: Geralt observó que los fugitivos miraban de reojo a los enanos e intentaban mantenerse alejados.

Jaskier contempló con evidente desagrado a dos enanos que se estaban probando unas ropas arrebatadas a los cadáveres. Los otros rebuscaban entre los carros, pero no encontraron nada que fuera digno de llevarse. Zoltan Chivay silbó con los dedos, dando la señal de que era hora de aca­bar con el saqueo, después de lo cual pasó una mirada profesional sobre Sardinilla, Pegaso y el moro de Milva.

—Caballos de silla —afirmó, frunciendo la nariz en señal de desaproba­ción—. Es decir, que no sirven para nada. Figgis, Caleb, al timón. Nos turnaremos con el tiro. ¡En maaarcha!

Geralt estaba seguro de que los enanos iban a tener que abandonar pronto el carro, cuando éste se atascara en los senderos embarrados, pero se equivocaba. Los enanos eran fuertes como toros y las trochas del bosque que conducían al este resultaron estar cubiertas de hierba y no eran de­masiado fangosas. Seguía lloviendo sin tregua. Milva se puso sombría y de mal humor, si hablaba era sólo para expresar su convencimiento de que en cualquier momento a los caballos les iba a estallar el empapado cuerno de los cascos. Zoltan Chivay, en respuesta, se inclinó, echó un vistazo a los cascos y dijo ser maestro en la preparación de carne de caballo, lo que puso furiosa a Milva.

Seguían manteniendo una misma formación cuyo centro lo constituía el carro, que era arrastrado por turnos. Delante del carro marchaba Zoltan, junto a él iba Jaskier sobre su Pegaso, jugueteando con el loro. Detrás del carro iban Geralt y Milva, al final caminaban las seis mujeres de Kernow.

El guía solía ser Percival Schuttenbach, el gnomo de largas narices. Aunque su altura y fuerza eran menores que las de los enanos, les iguala­ba en resistencia y les superaba significativamente en agilidad. Durante la marcha correteaba incansablemente, se metía entre los arbustos, se ade­lantaba y desaparecía, después de lo cual acababa por surgir de improviso y con nerviosos gestos de mono daba desde lejos la señal de que todo esta­ba en orden, de que se podía seguir adelante. A veces volvía y describía rápidamente los obstáculos del camino. Cuantas veces volvía traía para los cuatro niños sentados en el carro un puñado de moras, nueces o algunas raíces de extraño aspecto pero a todas luces deliciosas.

Avanzando a una velocidad desesperadamente lenta, marcharon por los senderos durante tres días. No se tropezaron con soldados, no vieron humos ni resplandores de incendios. Sin embargo, tampoco estaban solos. Percival, el explorador, les comunicó varias veces que había visto a grupos de huidos escondidos en los bosques. Pasaron a algunos grupos de éstos, y lo hicieron deprisa, porque los gestos de los campesinos armados de viernos y estacas no invitaban a entablar contacto. Se escuchó la propues­ta de, sin embargo, intentar negociar y dejarles las mujeres de Kernow a alguno de los grupos de fugitivos, pero Zoltan estaba en contra y Milva le apoyó. Las mujeres tampoco se apresuraron a dejar el grupo. Esto resulta­ba todavía más extraño porque estaba claro que se relacionaban con los enanos guardando un evidente desagrado lleno de miedo y reserva, no hablaban apenas con ellos y en cada parada se mantenían a un lado.

Geralt achacaba el comportamiento de las mujeres a la tragedia que ha­bían vivido hacía poco, aunque sospechaba que los modales demasiado libe­rales de los enanos también podían ser causa del desagrado. Zoltan y su compañía blasfemaban con tanta frecuencia y palabras tan terribles como el loro llamado Mariscal de Campo Duda, pero tenían un repertorio mucho más rico. Cantaban canciones puercas que, al fin y al cabo, también Jaskier secundaba calurosamente. Escupían, se hurgaban la nariz y se tiraban tre­mendos pedos, lo que por lo general solía dar ocasión a risas, bromas y competencias. Detrás de un árbol se iban sólo cuando de verdad tenían una necesidad grande, por una más pequeña no se fatigaban yendo más lejos. Esto último acabó por enervar a Milva, quien amonestó con fuerza a Zoltan cuando éste una mañana echó una meada sobre las cenizas todavía tibias del fuego, sin importarle para nada el público. El reprendido Zoltan no se turbó y declaró que esconderse con vergüenza para tales actividades sólo acostumbraban a hacerlo personas hipócritas, pérfidas y dadas a la trai­ción, y así se les suele reconocer. Esta elocuente justificación, sin embargo, no le produjo impresión alguna a la arquera. Los enanos fueron regalados con una rica sarta de improperios y algunas amenazas bastante concretas que debieron de surtir efecto porque a partir de entonces todos, obediente­mente, comenzaron a meterse entre los árboles. Eso sí, para no arriesgarse a ser considerados como pérfidos traidores, se iban en grupo.

La nueva compañía cambió inmediatamente a Jaskier. El poeta era uña y carne con los enanos, especialmente cuando resultó que algunos habían oído hablar de él y hasta conocían algunos de sus romances y coplillas. Jaskier no se quedaba atrás con respecto a la compaña de Zoltan ni un paso. Llevaba puesto un gabán de piqué que les había camelado a los enanos y sustituyó su destrozado sombrerito de plumas por un arro­gante gorrete de marta. Se puso un cinturón ancho y cuajado de latón en el que metió un cuchillo que le regalaron y que tenía un aspecto asesino. Aquel cuchillo tenía la mala costumbre de clavarse en la ingle cada vez que intentaba agacharse. Por suerte, perdió muy rápidamente el puñal de ase­sino y ya no volvieron a regalarle otro.

Caminaban por entre los densos bosques de las laderas cubiertas de vegetación de Turlough. Los bosques parecían muertos, no había ni rastro de fieras, seguramente la presencia de los ejércitos y los fugitivos las ha­bían espantado. No había nada para cazar, pero de momento no les ame­nazaba el hambre. Los enanos arrastraban consigo bastantes provisiones. Pero cuando éstas se terminaron —y se terminaron bastante pronto, pues­to que bocas que alimentar tenían muchas—, Yazon Varda y Munro Bruys desaparecieron apenas oscureció, llevando consigo unos sacos vacíos. Cuando volvieron al amanecer tenían dos sacos, ambos repletos. En uno había forraje para los caballos, en el otro trigo para gachas, harina, cecina de vaca, un queso casi entero e incluso un enorme kindziuk, un manjar consistente en una tripa rellena con menudillos de ternera, tundida entre dos tablillas en forma de fuelle para avivar el fuego en la chimenea.

Geralt se imaginó de dónde provenían los hallazgos. No habló sobre ello enseguida, sino que esperó al momento adecuado. Cuando se quedó a solas con Zoltan, le preguntó con cortesía si no veía nada inmoral en robar a otros fugitivos que no estarían menos hambrientos que ellos y que esta­rían también luchando por su supervivencia. El enano respondió muy se­rio que ciertamente se avergonzaba, pero que tal era su carácter.

—Mi defecto más terrible —aclaró— es mi irrefrenable bondad. Yo, sim­plemente, tengo que hacer el bien. Sin embargo, soy un enano racional y sé que no soy capaz de repartir mi bondad a todos. Si intentara ser bondado­so para con todos, para el mundo entero y todas las criaturas que lo pue­blan, sería una gota de agua dulce en un mar de agua salada, en otras palabras, un esfuerzo desperdiciado. Así que decidí hacer el bien concreta­mente, de modo que no sea en vano. Soy bondadoso para mí y mi entorno más inmediato.

Geralt no hizo más preguntas.

Durante una de las acampadas, Geralt y Milva charlaron largo rato con Zoltan Chivay, el altruista incorregible y empedernido. En lo referente al discurrir de las actividades bélicas, el enano sabía bastante. O al menos producía esa impresión.

—El ataque —respondió, acariciando cada dos por tres al Mariscal de Campo Duda, que estaba blasfemando a grito pelado— vino de Drieschot, comenzó allí al amanecer del séptimo día después de Lammas. Junto con los nilfgaardianos marcharon los ejércitos aliados de Verden, porque Verden, como sabéis, es ahora un protectorado imperial. Marcharon a paso rápido, tornando en humo todas las aldeas a partir de Drieschot y arrastrando al ejército de Brugge, que estaba allí en las fortalezas. Y sobre la fortaleza de Dillingen marchó la infantería negra de Nilfgaard, desde el otro lado del Yaruga. Cruzaron el río por el sitio más inesperado. Hicieron un puente sobre pontones, en mitad del día, ¿podéis creerlo?

—En todo habrá que empezar a creer —murmuró Milva—. ¿Estabais en Dillingen cuando se lió todo?

—Por los alrededores —respondió apañuscado el enano—. Cuando nos llegaron las nuevas del ataque ya estábamos en camino a la ciudad de Brugge. En el camino real se formó una tumulto terrible, estaba lleno de fugitivos, unos iban del sur al norte, otros al revés. Atascaron el camino, entonces nos encallamos. Y los nilfgaardianos, como se vio luego, esta­ban tanto por detrás de nosotros como por delante. Los que salieron de Drieschot deben de haberse dividido. Me da la sensación de que un des­tacamento de caballería se fue hacia el noreste, precisamente hacia la ciudad de Brugge.

—Entonces los Negros están ya al norte de Turlough. Parece que esta­mos en el medio, entre dos destacamentos. En el vacío.

—En el medio —reconoció el enano—. Pero no en el vacío. Los Ardillas, los voluntarios de Verden y otros grupos sueltos cubren los flancos a los destacamentos imperiales, y son peores que los nilfgaardianos. Ellos son los que prendieron fuego a Kernow y luego por poco no nos apiolaron, casi no tuvimos tiempo de largarnos al bosque. Así que no vamos a sacar las narices de los montes. Y estaremos vigilantes. Iremos al Camino Viejo, de allí siguiendo el río Jotla hasta el Ina, después del Ina hemos ya de encon­trar a los ejércitos temerios. Seguro que los soldados del rey Foltest ya habrán salido de su asombro y le habrán dado la cara a los nilfgaardianos.

—Ojalá —dijo Milva, mirando al brujo—. Mas la cosa es que asuntos de importancia nos llevan hacia el sur. Teníamos pensamiento de bajar al sur desde Turlough, al Yaruga.

—No sé cuáles son esos asuntos que os llevan en aquella dirección. —Zoltan les clavó unos ojos llenos de sospecha—. Pero deben de ser tan importantes y urgentes como para arriesgar el pescuezo por ellos.

Dejó de hablar, esperó, pero nadie se apresuró a dar explicaciones. El enano se rascó las posaderas, carraspeó, escupió.

—No me asombraría nada —dijo por fin— que Nilfgaard tuviera ya en sus garras ambas orillas del Yaruga hasta la misma desembocadura del Ina. Y vosotros, ¿a qué parte del Yaruga tenéis que llegaros?

—A ninguna en concreto —Geralt se decidió a responder—. Simple­mente junto al río. Queremos navegar en bote hasta la desembocadura.

Zoltan le miró y comenzó a reír. Se calló de inmediato cuando compren­dió que no era una broma.

—Hay que reconocer —dijo al cabo— que no es poca cosa la ruta que planeáis. Pero dejar los sueños a un lado. Todo el sur de Brugge está en llamas, antes de que alcancéis el Yaruga os clavarán en un palo o sus arrastrarán hasta Nilfgaard atados a una soga. Si, por cualquier milagro, consiguierais llegar hasta el río, no tenéis ni una posibilidad de navegar hasta la desembocadura. Ya os he hablado del pontón que cruza el río desde Cintra hasta la orilla de Brugge. Ese pontón, lo sé bien, está vigilado día y noche, por allí no pasa nadie el río a menos que sea un salmón. Vuestros negocios importantes y urgentes habrán de perder importancia y urgencia. No se puede mear más alto. Así veo yo el asunto.

El gesto del rostro de Milva y sus ojos atestiguaban que veía el asunto de forma similar. Geralt no dijo nada. Se sentía muy mal. El hueso del antebra­zo y la rodilla seguían mordiéndole con unos invisibles colmillos, producién­dole un dolor sordo y palpitante que era reforzado por el cansancio y la omnipresente humedad. Le martirizaban también unos sentimientos pene­trantes, deprimentes, muy desagradables, ajenos, que nunca hasta enton­ces había conocido y contra los que no sabía cómo luchar.

Impotencia y resignación.

Al cabo de dos días la lluvia dejó de caer, el sol comenzó a brillar. Los bos­ques exudaban rocío y una neblina que se iba deshaciendo rápidamente, los pájaros comenzaron a recuperar con avidez el tiempo de obligado silen­cio. Zoltan se puso de buen humor, ordenó un largo descanso y prometió que después habría una rápida marcha y llegarían al Camino Viejo en un día como máximo.

Las mujeres de Kernow adornaron todas las ramas de los alrededores con el negro y el gris de sus ropas, y luego, vestidas sólo con su ropa interior, se escondieron tímidas entre los arbustos y engulleron sus ali­mentos. La muchachería desnuda se puso a jugar, perturbando en formas muy elaboradas la placidez de la selva envuelta en vapor. Jaskier durmió su cansancio. Milva desapareció.

Los enanos descansaban activamente. Figgis Merluzzo y Munro Bruys se dispusieron a buscar setas. Zoltan, Yazon Varda, Caleb Stratton y Percival Schuttenbach se sentaron no lejos del carro y jugaron sin descanso a la quinta, su juego de cartas favorito, al que dedicaban todo momento libre, incluso durante las lluviosas tardes anteriores.

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