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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

Balas de plata (30 page)

Más adelante, fue encontrando árboles de tronco cada más Delgado, y aún más delgado, hasta el momento en el que Chey no estuvo ya en un bosque, sino en un llano arenoso, punteado aquí y allá por ocasionales tocones. En el terreno que alcanzaba a divisar, los arroyos bajaban sobre roca desnuda y atravesaban ventisqueros de nieves superficiales. Al haber dejado atrás la miopía del bosque, le parecía como si pudiera ver hasta los confines del mundo. La luz de las estrellas pintaba de blanco el suelo y de negro las aguas, y entre lo uno y lo otro el mundo entero quedaba en parte listado, en parte moteado. Columbró en el horizonte lo que podría haber sido el océano, una masa inacabable de agua surcada de arrugas. Debía de tratarse de la ribera del Gran Lago del Oso.

Siguió adelante.

El sol salió cuando todavía era humana. El calor del sol en la espalda y los hombros la llenó, hizo que le hormigueara la piel, aligeró el dolor de las articulaciones, al mismo tiempo que pintaba los grandes espacios abiertos con luz amarilla. Se sintió bien. Sabía que no por mucho tiempo.

—Dzo —dijo, como si el otro hubiera podido oírla. Se le ocurrió que tal vez sí podía.

Oyó un chapoteo a su espalda y le vio salir de una charca negra. Sus pieles chorreaban agua, pero cuando llegó a su lado ya estaba seco. Se levantó la máscara hasta colocársela en la cabeza.

—Sí, ¿qué quieres? —le preguntó, como si la hubiera acompañado durante todo el tiempo. Chey aún no tenía ni idea de qué clase de criatura sería, pero comprendió que aquellas extrañas tierras eran su hogar en una medida en que jamás lo serían para ella.

—Dzo —dijo—, ¿falta mucho?

—Sí —respondió él—. Pero tu lobo podría recorrer todo el camino hoy mismo. —El desconcierto se reflejó en su rostro—. ¿Es que tienes miedo?

Chey asintió.

—Sí, tengo miedo.

—Parece que los humanos son propensos a asustarse. Los animales, cuando se asustan, a veces se limitan a quedarse quietos. ¿Lo sabías? Sus músculos se detienen y no pueden dar ni un paso más. ¿Lo has intentado alguna vez?

—Eso no funcionaría conmigo, Dzo... he matado a un tío. Se puede decir así. No sé en qué me convierte eso.

—¿En una depredadora? —Dzo se sentó en el suelo y se frotó las manos—. No soy el más indicado para ese tipo de preguntas.

Chey asintió.

—Lo sé. Lo más curioso es que lo que me da más miedo no es que me maten, sino volver a hablar con Powell. Pero no creo que lo entiendas.

Dzo levantó las manos a modo de disculpa.

—Quizá te maten antes de que puedas hablar con él —le sugirió.

—Sí. —Chey se puso a andar de nuevo—. Gracias, Dzo —dijo.

—Ha sido un placer. Escucha —le gritó—, yo no puedo ir más allá. El agua de allí está envenenada y no podré seguirte. Si vieras a Powell, ¿podrías darle un mensaje de mi parte?

—Sí, claro —le respondió ella, al tiempo que se volvía.

—Dile que sus botas están en mi camioneta. Por si las buscara.

Chey sonrió. No le pareció que sonreír fuera lo más adecuado pero de todas maneras le gustó.

—Sí, lo haré.

Una hora después de que saliera el sol, salió también la luna.

Capítulo 51

La loba no comprendía por qué el aliento que le llenaba los pulmones parecía estar podrido y amargo. No comprendía por qué, al acercarse a su meta, se le ponía la carne de gallina. No es que le importara. El hedor humano se había abatido sobre ella y no se iba a detener por unas pocas toxinas.

Subió al trote hasta lo alto de un esker, un cúmulo alargado y bajo de arenas sobre roca desnuda, depositado por los glaciares en tiempos en que los verdaderos lobos gigantes aún rondaban por la Tierra. Habría querido aullar de regocijo y expectación ante el derramamiento de sangre que se avecinaba, pero prefirió no alertar todavía a la presa.

Sus ojos no eran lo bastante agudos como para ver los edificios medio kilómetro más allá. Distinguía unos contornos angulosos... angulosos contra natura, angulosos porque eran humanos. No veía los pigmentos rojos y verdes que coloreaban la superficie de las aguas, pero sí olía los metales pesados que flotaban en extensos remolinos cual manchas de aceite.

No percibía la radiación que se filtraba hacia arriba como la oscuridad desde el mismo suelo que pisaba. No habría podido entender de ninguna manera que la tierra misma padecía la maldición del uranio, del gas radón, de los gigantescos depósitos de pecblenda y radio sin tratar que le habían dado a aquel sitio su antiguo nombre.

Pero sí sabía que el lugar estaba maldito.

«Maldito —jadeaba—, maldito, maldito.» Maldito para siempre. Si hubiera podido, se habría marchado a otro lugar. A cualquier otro lugar. Pero era una depredadora y tenía que seguir a sus presas. Si éstas se refugiaban en territorio contaminado, se sumergiría en el veneno con tal de darles alcance.

Y el caso es que estaban cerca de allí, la loba lo sabía. Aun a pesar del viento amargo, del hedor de los metales pesados y las vetas abiertas, de la tierra alterada y del metal herrumbroso, del yeso podrido y el hormigón desmenuzado, olía a los humanos. A aquel humano. Al que la había encadenado y había tratado de volverla loca.

Cuando el sol iniciaba su ocaso, descendió del esker y entró en Port Radium, y una vez allí gimoteó y lloriqueó, porque la transformación había llegado muy pronto.

Chey maldijo el dolor que le atenazaba los miembros y escupió sobre él. Tenía los brazos y las piernas doloridos y agarrotados. Se levantó poco a poco y vio que el mundo había cambiado mientras ella no estaba.

De entrada, estaba en una carretera.

Y no un camino para leñadores, ni para animales, sino una carretera de verdad, pavimentada. Largas y agrietadas baldosas de hormigón se alineaban en ambas direcciones hasta el horizonte. Se habían resquebrajado y podrido por varios lugares, y en las hendeduras habían crecido hierbas grisáceas. El inestable terreno del Ártico había torcido y desplazado las baldosas hasta el punto de parecerse a rocas destrozadas. La naturaleza estaba atareada reclamando para sí la carretera abandonada. Aun así, se trataba de una carretera.

Chey se cubrió los pechos con ambos brazos. Se había acostumbrado a caminar desnuda por bosques deshabitados, porque los mirones más cercanos se hallaban a cientos de kilómetros de distancia. Pero ahora había llegado a una ciudad y no tenía ni una sola prenda de vestir.

Abandonó al instante la carretera y pasó por entre dos grandes contenedores de acero, uno del color de la herrumbre, y el otro de un azul desgastado y desigual. Se metió dentro del azul y escuchó alarmada los ecos de sus pisadas. Llegó a la conclusión de que debía de encontrarse en Port Radium. Su loba debía de haber llegado a la legendaria ciudad.

Se asomó desde el contenedor y vio edificios al oeste, grandes pabellones industriales con tejados que se habían venido abajo y fachadas deterioradas. Vio docenas de chimeneas, como ciclópeas piezas de ajedrez sobre un tablero de tierras removidas. Cerca de los edificios vio una excavadora abandonada con la pala devorada por el óxido y un asiento de cuero negro donde un ave ausente había construido su nido.

Entendió lo que ocurría. Port Radium debía de haber estado allí, pero hacía ya mucho tiempo que no estaba en ninguna parte. Allí no encontraría a nadie, salvo a los enemigos con los que iba a enfrentarse. Ya era algo.

Con toda la rapidez de que fue capaz, salió del contenedor y trepó por una colina de tierra y piedras grandes como un puño. El edificio más cercano parecía un hangar, un gigantesco pabellón de chapa acanalada. El viento y la lluvia lo habían agujereado, hasta el punto de que Chey llegó a divisar la puesta de sol a través de sus paredes de metal. Encontró la puerta, o, más bien, el marco donde debía de haber estado la puerta, y entró.

La luz anaranjada se colaba a modo de haces preñados de polvo y arrojaba ardientes manchones por el suelo. En lo alto, un imponente esqueleto de vigas de hierro se sostenía, intacto en parte. Al otro extremo del espacio encerrado dentro del pabellón había materiales de desecho amontonados en forma de cono, de color marrón brillante y con los costados muy empinados. A su lado había un camión volquete, con la caja levantada, como si lo hubieran abandonado en el momento de vaciar una carga.

Un poco más cerca había una zona de dimensiones reducidas, separada físicamente del resto para instalar despachos. Sus amplias ventanas estaban rotas y llenas de porquería, pero Chey alcanzó a ver que dentro había armarios y escritorios. Tal vez encontrara ropa y pudiera ponérsela. Anduvo hasta la puerta y tiró del pomo, aunque se imaginaba que la cerradura estaría oxidada y no se abriría. Que iba a necesitar de su fuerza extraordinaria para abrirla. Pero no, la puerta se abrió con extrema facilidad y la joven retrocedió y dio un traspié; estuvo a punto de perder el equilibrio. Era como si alguien le hubiese dado una patada desde el otro lado.

Y es que, de hecho, eso era lo que había ocurrido. Bruce Pickersgill estaba en el dintel, con su ridículo bigote, su cuello de piel y todo lo demás. Empuñaba una pistola con cada mano. Con una le apuntaba a la frente y con la otra, al corazón.

Tenía órdenes de matarla nada más verla. Chey cerró los ojos y se preparó para aceptar lo inevitable.

Bruce no disparó.

Capítulo 52

Los pies de Chey caminaban sin esfuerzo por el quebrado paraje, mientras que Pickersgill, a sus espaldas, iba tropezando con todas las protuberancias e irregularidades del pedregoso terreno y las maldecía.

El helicóptero de Bobby estaba inmóvil en el aire, tal vez a medio kilómetro de distancia, tal vez a setenta metros de altura. La cabina estaba vuelta hacia ella. ¿La observaba a ella u observaba a Pickersgill, que la llevaba presa por un solar de piedras quebradas? ¿Se preguntaba por qué no la había matado todavía? Quizá no se encontrara en el helicóptero. Quizá sólo estuviera Lester.

—Bueno, ahora camina hacia ese poste de iluminación —dijo Pickersgill a su espalda. No quería correr riesgos. La joven tenía que mantener los dos brazos en alto si no quería que el hombre le disparase por la espalda con una de sus pistolas.

Chey pensó que, en otro tiempo, aquel lugar debía de haberse empleado como aparcamiento. Era relativamente llano y tan sólo sobresalían aquí y allá unos postes de unos diez metros de altura, coronados cada uno de ellos con un par de reflectores Klieg que llevaban mucho tiempo rotos. Los postes tenían el grosor de los brazos de la joven y estaban hechos con un metal que no se había corroído con el paso de los años.

—Escucha —le dijo Chey—, ¿no me podría tapar con un abrigo, o con una sábana, o lo que sea? Me estoy congelando.

El hombre le arrojó un mono devorado por las polillas y manchado de grasa, y Chey se lo puso. Le venía muy grande, pero de todas maneras se alegró de no ir ya desnuda.

—Gracias —le dijo—. ¿No podríamos hablar un momento? Querría...

Bruce no la dejó terminar.

—Ponte de espaldas al poste y agárralo con las dos manos —le ordenó Pickersgill.

La joven obedeció. El metal estaba muy frío y parecía sólido, aunque a la vez se notara que estaba hueco. No era más que un tubo atravesado por unos pocos cables que salía del suelo. Pickersgill se puso detrás de ella y le esposó la mano izquierda. Chey se dio cuenta de que le estaba costando ponerle el otro grillete en la derecha. Tenía que hacerlo con una sola mano, porque necesitaba la otra para apuntarle a la nuca con la pistola.

—No son de plata, pero el acero extensible también tiene su utilidad —le dijo. En cuanto le hubo puesto el otro grillete, se encaró con ella. Llevaba una de las pistolas en la mano, la otra en su funda.

—¿No me vais a matar? —le preguntó Chey.

—No, todavía no. Primero tenemos que capturar a tu macho alfa. Está claro que es más inteligente que el cánido medio. Ése es el único motivo por el que estamos tardando tanto en capturarlo. Pero, de todos modos, comparte las debilidades de su especie. Lo que llamamos conductas instintivas. Por ejemplo: no abandonará a su compañera.

—No soy su compañera —le dijo Chey—. Quiere matarme.

Pickersgill se encogió de hombros.

—En su caso, poco importa que el cebo sea de uno u otro tipo. En cuanto te oiga, vendrá.

Chey frunció el ceño.

—¿Estás seguro?

—Cuando estabas encerrada en la torre, aullando como una perra en celo, su mitad exótica no se pudo contener. Cada noche se te acercaba más, y en cierta ocasión llegamos a pegarle dos disparos. Si hubiera seguido haciendo lo mismo, habríamos terminado por capturarle. Debió de darse cuenta. Entonces su mitad humana huyó y vino hasta aquí, lo bastante lejos como para que tus vocalizaciones no volvieran a tentarle. —Se rascó los bigotes—. Tardamos cierto tiempo en encontrarle. Sabe muy bien cómo moverse sin dejar rastro. Pero ahora os tenemos a los dos en un solo lugar. Esto va a ser muy fácil.

—Así que pensáis que si me oye aullar aquí, vendrá a investigar —dijo Chey.

—Sí, eso es. Tan pronto como salga la luna te pondrás a aullar, y él vendrá. Entonces podremos cumplir con el contrato y marcharnos todos a casa. Excepto vosotros dos, por supuesto.

—Y tu hermano —le dijo Chey. Seguramente, provocar a Pickersgill era un error, pero la joven no logró contenerse.

—Sí. Hace tiempo que no sabemos nada de Frank. Me imagino que habrás tenido algo que ver con eso.

Chey suspiró. Los remordimientos le revolvían el estómago como si hubiera estado digiriendo comida en mal estado.

—Creo que puede decirse que lo maté. Mi loba lo mató. Parece que ahora soy una depredadora.

Pickersgill se rascó de nuevo los bigotes. Chey se preguntó si tendría pulgas.

—Bueno, sí, supongo que sí lo eres —dijo por fin—. Y eso significa que soy mejor depredador que tú, que soy más inteligente que tú y dispongo de mejores armas que las tuyas. Creo que he ganado.

Chey no tuvo nada que decirle.

Pickersgill se sacó un móvil del bolsillo con la mano izquierda y marcó un número. La pistola que llevaba en la derecha descendió hasta que dejó de apuntar directamente a Chey, pero de todas maneras el hombre no la metió en la funda. Era muy listo, había que reconocerlo. Había calibrado la situación mejor que ella.

Pero bueno, urdir planes no había sido nunca la especialidad de Chey. Durante toda su vida se había guiado por su instinto. Y había llegado el momento en el que, por ese motivo, iba a morir. No.

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