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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

Balas de plata (24 page)

—Sé que esto no te gusta, Chey —le dijo. Parecía sincero, y Chey le amó un poquito por ello. Porque, pese a todo el horror y la violencia que les circundaban, Bobby aún tenía una cierta consideración para con sus sentimientos. Recordó cuánto le debía. Sin él, no habría podido llegar tan lejos. No habría sido capaz de encontrarle un sentido a su vida.

—Tienes que ponerte en mi lugar —le dijo—. Lester y yo tenemos derecho a no correr peligro. ¿Verdad que sí? Y mañana por la mañana llegarán los muchachos desde Selkirk. Lo vas a pasar muy mal, ya lo sé. Pero no podemos hacerlo de otra manera.

Chey aspiró la fragancia de la pinaza húmeda. Allí arriba no correría ningún peligro. Si se quedaba allí arriba, nadie correría ningún peligro. La noche anterior, su loba no había podido escapar de allí. Funcionaría de nuevo.

—Lo entiendo —contestó ella, y subió por la escalera.

—Buena chica —le gritó Fenech. Chey se volvió y le respondió con un sonido que era mitad risa y mitad gruñido, y le lanzó una mirada asesina en plan de broma, pero Bobby ya se había puesto en marcha de nuevo hacia la cabaña.

Capítulo 39

La luz de plata se filtró y le entró en los ojos, y entonces Chey se vio en el suelo, desnuda y gruñendo, con los dedos despellejados, las uñas rotas. Arañaba y se revolvía, y clavaba los dientes en el entablado de madera. La mejilla le ardía, porque oprimía el rostro con más y más fuerza contra el suelo, y el pelo se le metía en los ojos. Gimoteó y sollozó, y sus dedos se clavaron más y más en el suelo, pero no podían con la madera vieja y seca.

Luego se levantó de medio cuerpo, con tanta brusquedad que la cabeza le dio vueltas. ¿Qué... qué había estado haciendo? La torre de vigilancia se hallaba a oscuras, pero Chey no quería levantarse para abrir los postigos, porque no sabía lo que se podría encontrar. Se había llevado una fuerte impresión la última vez que había despertado de aquella manera y había descubierto que su loba había hecho trizas todo lo que había en la sala.

Tenía las manos doloridas y agarrotadas. Abrió poco a poco los dedos y se masajeó las palmas. Entonces bajó las manos y tocó el suelo. Antes lo había encontrado cubierto de arañazos, pero en esta ocasión había verdaderos surcos. Eran cuatro, y alguno tan profundo que las yemas de los dedos le cabían dentro.

Todavía a oscuras, se vistió, se puso en pie y, sin acabar de decidirse, abrió uno de los postigos. Afuera, el sol de la tarde arrojaba sus alargados rayos sobre una nube de polen. Las doradas esporas flotaban en el aire, entre los árboles, como neblina. Chey oyó que abajo había gente, tal vez otras personas aparte de Bobby y Lester. Oyó una y otra vez el sordo estrépito de un martillo. Pensó que, al cabo de un segundo, bajaría y se reuniría con los demás seres humanos. Sí. Eso estaría bien. Pero primero tenía que asegurarse de que la loba no hubiera destruido su único refugio.

Chey miró lentamente en derredor. Aquello no se veía tan mal como había supuesto. Había surcos, sí, pero tan sólo en unos pocos lugares. La loba no había podido abrirse paso a través del suelo. Chey había tenido miedo de que encontrase alguna manera de escapar. Aun cuando no recordara casi nada de las últimas dieciocho horas, sabía que la loba había hecho esfuerzos desesperados, casi patéticos, por escapar de la torre. Pero parecía que los tablones de madera eran demasiado gruesos.

Chey se alisó sus revueltos cabellos y se limpió las babas secas que le habían quedado en las comisuras de los labios. Quizá pudiera bañarse en la gran bañera de hojalata galvanizada de Powell. Quizá lograra persuadir a Bobby y a Lester de que calentasen agua suficiente para que el baño fuera cálido de verdad. Agarró la anilla con la que se abría la trampilla y tiró hacia arriba, dispuesta, según creía, a tener compañía decente.

La trampilla se levantó medio centímetro y entonces se detuvo. Chey no consiguió abrirla ni siquiera con su fuerza sobrehumana. La explicación era obvia, aunque no quisiera creérsela. Bobby la había encerrado dentro de la torre.

No podía pasar un minuto más allí dentro. Sabía que estaba a punto de perder el control sobre sí misma. Tenía que salir.

Chey golpeó y aporreó la trampilla, luego se dirigió al postigo abierto y gritó que alguien viniese a abrirle. Quien fuera. Oyó que alguien subía por la escalera de metal, y luego el sonido de un candado al abrirse. Al levantarse la trampilla, vio un rostro desconocido que la saludaba.

—Ah, eras tú la que chillabas —le dijo el rostro. Pertenecía a un hombre de mediana edad, de mandíbula cuadrada y cabeza rapada casi por completo. Tenía las espaldas muy anchas y las manos enormes. Chey las vio porque el hombre se agarró al borde de la trampilla para subir—. Me llamo Frank Pickersgill y estoy encantado de conocerte.

Le tendió una de aquellas manos tan gruesas y Chey le ofreció la suya para que se la estrujara con su masa de carne. Pero el hombre no le estrechó la mano, sino que se limitó a sujetarla, igual que Chey habría podido sujetar la de un niño.

—Usted es amigo de Bobby —dijo—. Quiero decir, del señor Fenech. ¿Está por aquí?

—Está en el lago haciendo labores de coordinación. De supervisión, ¿sabes? —explicó Pickersgill, y meneó la cabeza de un lado para otro, como si pensara que el talento de Bobby se habría aprovechado más en otro lugar—. Se pondrá contento cuando sepa que has vuelto.

—Me ha encerrado —dijo Chey, y luego apartó rápidamente la mirada para no encontrarse con la de Pickersgill. Pensó que tal vez la hubiera apartado con excesiva rapidez.

—Bueno, sólo como medida de seguridad —le dijo aquel hombre tan corpulento. Acabó de entrar en la sala y Chey vio que medía más de dos metros. El entablado, que había resistido los peores ataques de su loba, crujió cuando Pickersgill se sentó al borde de la trampilla con los pies colgando por fuera.

Chey asintió. Creía haberlo entendido. Aunque hasta aquel momento su loba no hubiera logrado abrir la trampilla, entendía muy bien que Bobby tuviese miedo de que finalmente lograra escapar.

—Tengo que ir abajo —dijo Chey, porque las paredes de la torre de vigilancia se le hacían demasiado estrechas.

Bajó por la escalera y oyó que Pickersgill venía tras ella. El mero peso de éste hacía que el esqueleto de metal de la torre temblase y gimiera. Al llegar abajo, Chey se preguntó qué tenía que hacer. Le habría apetecido echarse a correr, correr hasta donde sus piernas quisieran llevarla. Pero no sabía en qué dirección ir. Se volvió, miró hacia todas partes, respiró al aire libre. Sólo entonces se fijó en los tubos.

Mientras su loba hundía las zarpas en el entablado de la torre, alguien, probablemente Pickersgill, había clavado a martillazos varios tubos de PCV en el suelo. Habría una docena, dispuestos en círculo en torno a la base de la torre, a varios metros de distancia el uno del otro. Estaban clavados en el suelo en ángulo agudo y apuntaban hacia fuera. Le recordaron a los cañones de un barco pirata. Un extraño olor brotaba del tubo más cercano. Chey se acercó y se agachó para olerlo, como si hubiera querido oler una rosa. Pero se encontró con un aroma acre y almizcleño. De hecho, le pareció reconocerlo. Tocó el borde del tubo y trató de meter la mano dentro. ¿Qué era ese olor? Era el olor de... de...

—Eso no es para ti, niña —le dijo un hombre, al mismo tiempo que le agarraba el brazo y la obligaba a sacarlo del tubo—. A menos que quieras morir.

Capítulo 40

Cuando la mano del desconocido le agarró el brazo, le pareció como si unos alicates le hubieran sujetado la muñeca. No le quedó otro remedio que sacar la mano. Chey estaba asombrada. No había notado la cercanía del hombre, ni le había oído acercarse por detrás.

Se sacudió la mano para aliviarse el dolor. Luego quiso estrechar la del hombre. Miró hacia abajo, hacia el tubo de PVC que se encontraba a sus pies. El olor aún la atraía.

—¿Qué es eso? ¿Almizcle de lobo? —preguntó. Lo identificó por fin. Olía igual que el pelo de Powell. Olía a licántropo.

El hombre que la había sorprendido la contempló durante largo rato antes de aceptarle la mano. A continuación, se inclinó y se la besó.

—Me llamo Bruce —le dijo—, Bruce Pickersgill. Creo que ya te han presentado a mi hermano.

Era más pequeño que el casi gigantesco Frank Pickersgill, considerablemente más pequeño, y de espaldas flacas y estrechas, pero en sus ojos brillaba una astucia que Chey no había visto en los de su hermano. Lucía un bigote fino como un lápiz y vestía un anorak con cuello de castor que olía a tabaco. Llevaba un par de pistolas que le colgaban muy abajo sobre las caderas, como un pistolero, aunque las armas fueran de color negro mate y tipo escuadra, como la que anteriormente le había entregado Bobby. En ningún momento dudó que estuviesen cargadas con balas de plata.

—Encantada de conocerle —dijo Chey.

—Vinimos esta mañana —le explicó el hombre—, cuando tú aún estabas allá arriba aullando. En ese momento no fue posible que nos presentaran. —Metió la mano en el bolsillo, sin perder de vista a la joven ni por un instante. Chey medio esperaba que le sacara un cuchillo. Pero no: sacó la mano del bolsillo con una tarjeta comercial entre los dedos.

CONTROL DE CÁNIDOS PRADERAS DEL OESTE S.L. leyó

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—¿Qué son los cánidos... perros? —preguntó.

—Todos los mamíferos semejantes a los perros —contestó él—. Bestias depredadoras. Normalmente nos llaman pastores que no quieren que los coyotes molesten a sus rebaños. Muchas compañías ofrecen servicios de ese tipo. Pero mis hermanos y yo nos hemos especializado en las bestias más grandes. Híbridos de perro y coyote, osos, y ocasionales jaurías de lobos.

Chey asintió. Creyó haber entendido muy bien en qué consistía el «control» de los animales. Los mataban de la manera más rápida y barata posible.

—Supongo que Bobby le habrá explicado en qué me he convertido, señor Pickersgill.

—Puedes tutearme. Llámame Bruce, por favor —le dijo, mientras asentía—. Por eso no he permitido que tocaras el mecanismo.

Chey se agachó para mirar el tubo de PVC. Llegó a la conclusión de que el olor a Powell debía de ser artificial. No era posible que se hubiera acercado a esos hombres durante el tiempo suficiente como para que tomaran muestras del olor de su cuerpo.

—¿Qué es esto? —preguntó, y señaló el tubo, pero con buen cuidado de no tocarlo.

—Eso —dijo Bruce Pickersgill, con ojos muy afilados— es una de las trampas que empleamos en mi profesión. Es una trampa para coyotes modificada, lo bastante grande para un típico cánido exótico.

Chey creía saber muy bien de qué clase de cánidos exóticos le estaba hablando.

—¿Cómo funciona?

Una sonrisa recorrió el rostro de Bruce, como un gusano que se hubiera arrastrado por los restos podridos de una manzana.

—Hemos instalado un cartucho de rifle en el fondo del tubo, de calibre 38 para ser exactos. Está conectado a un resorte. Cuando la víctima mete el hocico en el tubo, activa el cartucho, y entonces el cartucho explota y le mete una bala en plena cara. Si hay suerte, entra directa por la garganta del objetivo. Si no, se le queda alojada en la mandíbula, o en el rostro.

—Qué chulo —dijo Chey, e hizo una mueca—. ¿Qué clase de bala? —Casi le daba miedo preguntarlo.

Bruce se rascó el bigote.

—Bueno, pues, con los lobos grises, coyotes, híbridos de perro y coyote, y perros salvajes solemos emplear sodio fluoroacetato. La gente del oficio lo llamamos 1080. Cuando les entra en el cuerpo, los animales sufren convulsiones, empiezan a correr sin control, y luego vomitan y se mueren en seguida.

Chey se estremeció.

—Por Dios bendito... pero con eso no mataríais a un lobo como el de ahora —dijo.

El rostro de Bruce se iluminó de alegría.

—A nosotros, en Pradera del Oeste, nos encantan los retos. Mi hermano se pasa noches largas y solitarias en el taller, siempre ideando nuevos ingenios y probando nuevos cebos y trampas. Lo que preparó para este trabajo es sensacional. Hicimos pruebas con una trampa con balas de plata, pero entre los cinco cobayas que empleamos, sólo uno de ellos sufrió una herida lo bastante grave como para garantizar su muerte. Entonces, Bruce tuvo otra idea. Las balas que hemos utilizado en esta trampa van cargadas de plata coloidal, es decir, una solución acuosa con partículas de plata. Para las personas como yo y como... bueno, para el Homo sapiens, en general, esa agua es casi inofensiva. Si nos entrara en cantidad suficiente, quizá nos teñiría la piel de azul. Pero para el cánido exótico es un veneno mortal.

A Chey se le retorcieron las manos. Había faltado muy poco para que activase una de las trampas. La bala de plata que aguardaba en su interior la habría matado tanto en su forma humana como en la animal. Y el olor, el olor que servía para atraer a la víctima.

—Le habéis puesto una especie de cebo —dedujo—. Un almizcle.

—Genuina matriz de lobo —dijo el otro alegremente—. Empleamos una forma patentada. La llamamos Curiosidad Canina, y funciona muy bien en la gran mayoría de las trampas para cánidos. La elaboramos con una base de aceite de ruda y encima le ponemos aceite de levístico. Es un simulador de pasión cánida ya tradicional.

—Ah, ya... —respondió ella, que había comprendido más o menos la mitad.

—Luego trituramos un poquito de glándula precaudal natural y lo añadimos a la mezcla. Esto último debe de ser lo que más hueles, porque estaba muy fresca.

—Es asqueroso —dijo Chey, incapaz de ocultar sus sentimientos.

Bruce se encogió de hombros.

—Es lo que funciona normalmente.

—Habéis tenido que pensar mucho para organizar esto —dijo Chey.

—Llevamos seis meses preparando este trabajo —le explicó Bruce—. Un encargo de control de poblaciones como éste no se resuelve con los instrumentos que uno tiene a mano. Hay que hacerlo todo por encargo.

Chey frunció el ceño. Porque aquello significaba que...

—Yo pensaba que el señor Fenech os había llamado ayer. —Estaba confusa—. Hace seis meses, él y yo aún estábamos trabajando en el plan original.

Pickersgill se encogió de hombros.

—Puede que tan sólo quisiera estar preparado para todas las eventualidades, como un buen Boy Scout. De todas maneras, tal como nos lo contó, parecía que nosotros fuéramos el plan principal, y tú el plan B. —Se encogió de hombros—. No te lo tomes mal, pero es que eres una niña. ¿De verdad crees que él esperaba que mataras al cánido tú sola?

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