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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (13 page)

—El hijo del parado.

—Sí.

—El eslabón débil.

—Esa gente me da ganas de vomitar —dijo Espérandieu.

Tenía una voz lánguida y juvenil. A causa de ella y de su tendencia algo amanerada, algunos compañeros sospechaban que no se interesaba solo por las mujeres, aunque fueran tan guapas como la suya. El propio Servaz se planteó la cuestión cuando se integró en el servicio. Vincent Espérandieu tenía unos gustos en materia de ropa que ponían los pelos de punta a ciertos hombres de cromañón de la brigada, los que consideraban que un policía digno de tal nombre debía exhibir todos los atributos de la virilidad y del machismo dominantes.

La vida había sonreído a Espérandieu. A los treinta años, se había casado con un buen partido y tenía una preciosa hija de cinco años… la que iluminaba con su sonrisa la pantalla de su ordenador. Servaz había congeniado enseguida con su subordinado, que lo había invitado a cenar media docena de veces en los dos años que llevaba en la brigada. En cada ocasión había quedado deslumbrado por el encanto y el ingenio de la señora y la señorita Espérandieu. Ambas habrían podido figurar en las portadas de revistas, en anuncios de dentífricos, de viajes o de vacaciones en familia.

Después se produjo un incidente entre el recién llegado y los veteranos de la brigada, entre quienes despertaba instintos asesinos la perspectiva de compartir su espacio cotidiano con un joven compañero con posibles tendencias bisexuales. Servaz tuvo que intervenir, y a raíz de ello se granjeó unas cuantas enemistades duraderas. Había en especial dos individuos —dos machistas acabados, de tendencia hortera, que iban de duros— que no se lo perdonarían jamás. Uno de ellos recibió un poco en el transcurso de la discusión. Pero Servaz ganó, con todo, el agradecimiento y el aprecio definitivos de Espérandieu, que le había pedido que fuera el padrino de su próximo hijo… pues Charlène Espérandieu volvía a estar embarazada.

—Ha llamado un periodista del canal France 3 y varios de la prensa. Querían saber si teníamos pruebas contra los niños, pero, sobre todo, si les habíamos pegado. «Rumores de violencia policial sobre menores», es la expresión que han empleado. Como de costumbre, hacen correr la voz entre ellos. Copiar y pegar, eso es lo único que saben hacer. Aunque, claro, antes tuvo que haber una primera persona que hiciera correr el rumor.

Servaz arrugó la frente. Si los periodistas olían el filón, el teléfono no iba a parar de sonar. Habría declaraciones, denegaciones, conferencias de prensa… y un ministro aparecería en la televisión prometiendo «esclarecerlo todo». E incluso una vez que hubieran demostrado que todo se había desarrollado de manera conforme a las reglas, en el supuesto de que lo consiguieran, siempre quedaría la duda.

—¿Quieres un café? —le ofreció su ayudante.

Aceptó y Espérandieu salió a buscarlo. Servaz miró las pantallas de ordenador, que palpitaban en la penumbra, y se puso a pensar de nuevo en aquellos tres muchachos, en lo que les habría llevado a realizar aquel insensato acto.

A aquellos jóvenes les vendían sueños y mentiras todo el día sin parar. Se los vendían: no se los daban. Unos cínicos mercaderes habían convertido la insatisfacción adolescente en su fondo de comercio. Mediocridad, pornografía, violencia, mentira, odio, alcohol, droga… todo se hallaba en venta en los rutilantes escaparates de la sociedad de consumo en masa, y los jóvenes ofrecían un blanco ideal.

Espérandieu volvió con los cafés.

—¿Y las habitaciones de los adolescentes? —preguntó Servaz.

Samira Cheung apareció. La neófita llevaba aquella mañana una cazadora de piel demasiado ligera para el tiempo, una sudadera que proclamaba «Soy una anarquista», un pantalón de cuero y botas altas de plástico rojo.

—Hola —dijo, con los cascos del iPod colgando de la cazadora y una humeante taza en la mano.

Servaz le devolvió el saludo, no sin experimentar una mezcla de fascinación y perplejidad ante la pinta de su subordinada. Samira Cheung era de origen chino por parte de su padre y franco-marroquí por su madre. Había contado a Espérandieu, quien a su vez se había apresurado a transmitir la información a Servaz, que su madre, interiorista de fama internacional, se había enamorado locamente de un cliente de Hong Kong veintiséis años atrás, un hombre de una belleza e inteligencia excepcionales, según Samira. La madre había regresado encinta a París después de haber averiguado que el padre era un ferviente consumidor de drogas duras y salía casi a diario con prostitutas. Samira Cheung tenía algo turbador: en ella se combinaban un cuerpo perfecto con una de las caras más feas que Servaz había visto nunca: unos ojos saltones realzados con una densa raya de perfil, una boca inmensa pintada de un rojo chillón y una barbilla puntiaguda. Uno de los falócratas de la brigada había resumido su
look
con una frase: «Con ella, todos los días es Halloween». Había, sin embargo, un aspecto positivo atribuible a sus genes o a su educación: Samira Cheung tenía un cerebro que funcionaba a la perfección, y no dudaba en usarlo. Había incorporado rápidamente los rudimentos del oficio y, en más de una ocasión, había demostrado capacidad de iniciativa. De manera espontánea, Servaz le había confiado tareas cada vez más complejas y ella multiplicaba las horas suplementarias para llevarlas a cabo.

Apoyando los tacones de las botas en el borde del escritorio, se recostó contra el respaldo del sillón, antes de volverse hacia ellos.

—Registramos las habitaciones de los tres chicos —declaró, respondiendo a la pregunta de Servaz—. Globalmente, no encontramos gran cosa… exceptuando un detalle.

Servaz la miró.

—Los dos primeros tenían videojuegos muy violentos, de esos en los que hay que pulverizar la cabeza de los adversarios para ganar el máximo de puntos, en los que hay que bombardear poblaciones o cargarse a los enemigos con toda clase de armas sofisticadas. Cosas bien
gore
, bien sangrientas.

Servaz se acordó de la reciente polémica que había habido en la prensa en relación a aquellos videojuegos violentos. Los editores de estos habían afirmado, indignados, que tenían «mucho cuidado con ese problema de la violencia y no cometían desmanes», y habían calificado de «inaceptables» ciertas acusaciones. Mientras, seguían vendiendo juegos en los que el participante podía cometer asesinatos, asaltos y torturas. En aquella ocasión, ciertos psiquiatras habían afirmado con docta actitud que no había correlación entre los videojuegos y la violencia juvenil. Otros estudios demostraban, en cambio, lo contrario: que los jóvenes acostumbrados a los videojuegos violentos presentaban una indiferencia mucho mayor y una reactividad menor frente al sufrimiento de los otros.

—En la habitación del tal Clément, sin embargo, no había ningún juego, pero sí que había una consola…

—Como si alguien lo hubiera limpiado todo —apuntó Espérandieu.

—El padre —dedujo Servaz.

—Sí —convino su ayudante—. Sospechamos que hizo desaparecer esos juegos para dar una imagen más favorable de su hijo y cargar mejor la culpa contra los otros.

—¿Pusisteis precintos en las habitaciones?

—Sí, pero el abogado de la familia presentó un recurso para hacerlos retirar, alegando que no era el escenario del crimen.

—¿Esos chavales tenían ordenadores en su habitación?

—Sí, los examinamos, pero alguien pudo haber borrado los datos. Ordenamos a los padres que no tocaran nada. Tendríamos que volver con un técnico para sacar información de los discos duros.

—Si pudiéramos demostrar que esos jóvenes prepararon el crimen —intervino Samira—, podríamos probar que hubo premeditación. Eso desmontaría la tesis del accidente.

Servaz la observó con aire interrogador.

—¿Cómo?

—Hombre, hasta ahora nada demuestra que quisieran matarlo realmente. La víctima tenía un elevado índice de alcohol en la sangre. Los abogados de la defensa aducirán quizá que la causa principal del fallecimiento fue el ahogo.

—¿Que se ahogó en cincuenta centímetros de agua?

—¿Por qué no? No sería la primera vez que ocurre.

Servaz reflexionó un momento y concluyó que Samira tenía razón.

—¿Y las huellas? —preguntó.

—Estamos esperando.

Volvió a posar los talones de las botas en el suelo y se levantó.

—Me tengo que ir. Tengo cita con el juez.

—Buen fichaje ¿no? —comentó Espérandieu una vez que hubo abandonado la habitación.

—Parece que la aprecias bastante —señaló Servaz, sonriendo.

—Trabaja bien, es legal y tiene ganas de aprender.

Servaz asintió con la cabeza. No había dudado en confiar el peso de la investigación de la muerte del vagabundo a Vincent y Samira. Compartían el mismo despacho, bastantes gustos en común (algunos en lo tocante a la ropa) y parecían llevarse todo lo bien que cabía esperar de dos policías dotados de un fuerte carácter.

—El sábado organizamos una pequeña fiesta —dijo Vincent—. Estás invitado. Charlène ha insistido.

Servaz pensó en la turbadora belleza de la esposa de su ayudante. La última vez que la vio, con un vestido de noche rojo que realzaba su cuerpo y la larga cabellera pelirroja bailando con el reflejo de la luz, sintió un nudo en la garganta. Charlène y Vincent se habían comportado como unos anfitriones adorables y había pasado una excelente velada, pero no por ello tenía la intención de formar parte de su círculo de amigos. Rehusó el ofrecimiento, pretextando que había prometido acompañar a su hija.

—¡He dejado el expediente de los chicos encima de tu mesa! —le informó su ayudante en el momento de salir.

Una vez en su oficina, Servaz puso a cargar el móvil y encendió el ordenador. Al cabo de dos segundos, el móvil le indicó que tenía un mensaje y lo activó. Lo hizo a desgana, porque le faltaba poco para considerar los teléfonos móviles como el estado definitivo de la alienación tecnológica. Margot le había obligado, con todo, a comprar uno después de que llegara un día con media hora de retraso a una de sus citas.

papa soy yo sábado tarde libre? Besos

«Pero ¿qué manera de escribir es esta? —se preguntó—. ¿Acaso estamos volviendo a subirnos al árbol después de haber bajado de él?». De repente tuvo la impresión de haber perdido la clave de todo aquello. Ese era el efecto que le causaba el mundo de hoy: si hubiera aparecido directamente en el siglo XVIII a bordo de una máquina del tiempo, su sentimiento de extrañeza no habría sido mayor. Seleccionó un número de la memoria, tras lo cual oyó la voz de su hija, que explicaba que devolvería la llamada a todo aquel que le dejara un mensaje sobre un fondo sonoro que le hizo pensar que el infierno estaba atestado de malos músicos.

Después posó la mirada sobre el expediente del vagabundo. Lógicamente, debería haberse concentrado en él sin demora. Se lo debía a aquel pobre individuo cuya existencia ya destrozada había concluido de la manera más estúpida que se pueda imaginar, pero no se sentía con ánimos.

Servaz tenía otro asunto en la cabeza, de modo que encendió el ordenador, se conectó a Google y tecleó una serie de palabras clave. El motor de búsqueda arrojó hasta 20.800 resultados por «Éric Lombard grupo empresarial»; menos que si hubiera introducido Obama o los Beatles, desde luego, pero un número significativo en cualquier caso. No era de extrañar, porque Éric Lombard era un personaje carismático y mediático, que debía de estar situado en el quinto o sexto puesto en la lista de las fortunas nacionales.

Servaz ojeó rápidamente las primeras páginas. Varias webs ofrecían biografías de Éric Lombard, de su padre Henri y de su abuelo Édouard. También había artículos de publicaciones de carácter económico, de prensa del corazón e incluso deportiva… debido al hecho de que Éric Lombard había fundado una cuadra de campeones en ciernes. Algunos artículos estaban consagrados a las hazañas deportivas del propio Éric Lombard. Aquel hombre era un auténtico atleta y un aventurero: alpinista veterano, corredor de maratones y triatlones, piloto de
rallies
… Había participado asimismo en expediciones al Polo Norte y a la Amazonia. Diversas fotografías lo representaban en moto en el desierto o frente a los mandos de un avión de línea. Los artículos estaban salpicados de palabras inglesas cuyo significado Servaz ignoraba por completo, como
freeride, base jumping, kitesurf

En algunos de ellos constaba una foto, siempre la misma. «Un vikingo», pensó Servaz al verla. Cabello rubio, barba rubia, mirada de azul metálico; bronceado, sano, enérgico, viril, seguro de sí. Miraba al objetivo igual como debía de mirar a sus interlocutores, con la impaciencia de la persona que está aquí pero se encuentra ya en otro lugar.

Aquel individuo de treinta y seis años representaba una publicidad viva para el grupo Lombard.

Desde el punto de vista jurídico, el grupo Lombard era una sociedad comanditaria accionarial, pero la empresa madre —Lombard Entreprises— era un
holding
.

Las cuatro principales filiales del grupo eran Lombard Media (libros, prensa, distribución, audiovisual), Lombard Group (venta de material deportivo, ropa, viajes y productos de lujo; cuarto comerciante mundial del sector del lujo), Lombard Químicos (farmacia, química) y AII, especializada en la industria aeronáutica, espacial y de defensa (AII era el acrónimo de aeronáutica, ingeniería e investigación). El grupo Lombard poseía el quince por ciento de AII a través de su empresa madre, Lombard Entreprises. El propio Éric Lombard era director financiero y director general de Lombard SCA, director general de Lombard Group y de Lombard Química y presidente del directorio de AII. Licenciado por una escuela de comercio francesa y por la London School of Economics, había iniciado su carrera trabajando en una de las filiales del Lombard Group, un fabricante de material deportivo muy conocido.

El grupo contaba con un efectivo de más de 78.000 personas repartidas en casi setenta y cinco países y había arrojado un volumen de negocios de 17.928 millones de euros para un resultado de explotación de 1.537 millones y un resultado neto de la parte del grupo de 677 millones, en tanto que sus deudas financieras se elevaban a 3.458. Aquellas cifras habrían causado vértigo a cualquier individuo normal, aunque probablemente no tanto a los especialistas en economía internacional. Al descubrirlas, Servaz comprendió que el hecho de que el grupo hubiera conservado la pequeña y vetusta central hidroeléctrica tenía que obedecer sin duda a razones de orden histórico y sentimental. Era allí, en los Pirineos, donde había nacido el imperio Lombard.

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