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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (65 page)

No tenía más que decir.

Marius y David estaban claramente asombrados, pero lo que les había dicho no los había dejado excesivamente impresionados; tuve la sensación de que analizaban mis palabras de forma errónea, aunque no puedo estar seguro.

En cualquier caso, no me importaba lo que pensaran. No era un hecho particularmente positivo el que me hubieran formulado esas preguntas ni que yo me hubiera esforzado en explicarles la verdad.

Vi en mi imaginación el viejo icono, el que mi madre me había entregado aquel día en Kíev: la Encarnación. Imposible de explicar según la filosofía de ellos. Me pregunté si el horror de mi vida consistía en que, hiciera lo que hiciere y fuera donde fuere, siempre lo comprendería. La Encarnación. Una especie de luz teñida de sangre.

Deseaba quedarme a solas, alejarme de ellos.

Sybelle me esperaba, lo cual era infinitamente más importante, y fui a abrazarla.

Conversamos durante horas, Sybelle, Benji y yo. Al cabo de un rato se acercó Pandora, trastornada pero procurando disimularlo, y se puso a charlar animadamente con nosotros. Más tarde se unieron a nosotros Marius y David.

Nos hallábamos sentados en un círculo sobre el césped, bajo las estrellas. En bien de los dos jóvenes, me esforcé en poner buena cara y hablamos sobre cosas hermosas y lugares que deseábamos visitar, y de las maravillas que Marius y Pandora habían visto, y de vez en cuando discutíamos sobre temas sin importancia.

Dos horas antes del amanecer, nos separamos. Sybelle fue a sentarse sola en un rincón del jardín, contemplando las flores ensimismada. Benji había descubierto que era capaz de leer a una velocidad sobrenatural y se dedicó a saquear la biblioteca, que era impresionante. David, sentado ante el escritorio de Marius, corregía los errores de sintaxis y abreviaturas de la transcripción, esmerándose en pulir la copia que había hecho apresuradamente para mí.

Marius y yo estábamos sentados debajo de un roble; yo apoyé mi hombro en el suyo.

No hablábamos.

Observábamos lo que nos rodeaba, escuchando quizá las mismas canciones de la noche.

Yo deseaba que Sybelle tocara de nuevo el piano. No solía permanecer tanto rato sin tocar, y me apetecía oír tocar de nuevo la sonata.

Fue Marius quien se percató de un ruido extraño y se tensó, alarmado.

Al cabo de unos instantes se relajó.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Un ruido sin importancia. No he podido... descifrarlo —repuso Marius, apoyando de nuevo el hombro contra el mío.

Casi de inmediato vi a David alzar la vista del manuscrito. En éstas apareció Pandora, caminando con paso lento y cansino hacia una de las puertas iluminadas.

Entonces percibí el sonido, y también Sybelle, pues se volvió hacia la puerta del jardín. Hasta Benji, al oír el ruido, se dignó dejar el libro a medio leer y se dirigió hacia la puerta, con gesto irritado, para comprobar qué ocurría y controlar la situación.

Al principio creí que mis ojos me engañaban, pero enseguida reconocí la identidad de la figura que se acercó a la puerta del jardín, la abrió y cerró silenciosamente a sus espaldas con un brazo rígido y deforme.

Avanzó renqueando hacia la luz que caía sobre el césped a nuestros pies; parecía víctima de un tremendo cansancio y falta de práctica de algo tan sencillo como caminar.

Me quedé estupefacto. Nadie conocíamos sus intenciones. Ninguno de nosotros nos movimos.

Era Lestat, que presentaba un aspecto tan desastrado y polvoriento como cuando yacía en el suelo de la capilla. Por lo que deduje, de su mente no emanaba pensamiento alguno y sus ojos reflejaban asombro, confusión y cansancio. Se plantó ante nosotros y nos miró de hito en hito. Cuando me levanté apresuradamente para abrazarlo, se acercó y me habló al oído.

Se expresó con voz temblorosa y débil debido a la falta de uso, suavemente; su aliento apenas me rozó la piel.

—Sybelle —dijo.

—¿Sí, qué quieres decirme sobre ella, Lestat? —pregunté, sosteniendo sus manos tan firme y cariñosamente como pude.

—Sybelle —repitió—. ¿Crees que accederá a tocar la sonata para mí si tú se lo pides? La Appassionata. Retrocedí un paso y contemplé sus ojos azules, ofuscados.

—Desde luego —respondí, presa de una gran excitación y emoción—. Estoy seguro de que accederá. ¡Sybelle!

Ella se volvió y lo observó sorprendida mientras Lestat cruzaba el césped hacia la casa. Pandora se apartó para cederle paso, y todos le observamos en respetuoso silencio cuando se sentó junto al piano, de espaldas a la pata derecha del mismo, con las piernas encogidas y la cabeza apoyada sobre sus brazos. Luego cerró los ojos.

—¿Quieres tocar la sonata para él, Sybelle? La Appassionata. Te lo ruego.

Por supuesto, ella aceptó sin vacilar.

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