Read Antología de novelas de anticipación III Online
Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon
Tags: #Ciencia Ficción, Relato
—¿Alguien como..., ejem..., la Federación Europea?
Cross asintió. Los otros permanecían en silencio, escuchando. Jones sacudió la cabeza.
—Si apretaras el botón de una bomba atómica que por casualidad se encontrara en una rampa de lanzamiento, apuntando a una de las ciudades de la Federación, sería un acto de guerra, Jake. Y no hay ninguna guerra.
—¿De veras? —preguntó sarcásticamente Cross.
—Acabo de oír una emisión de radio en la cual se hablaba de los esfuerzos que está realizando la Federación para ayudar a esta pobre y desdichada nación —dijo Jones—. No querrás hacer volar a nuestros amigos, ¿verdad?
—Sam —dijo Cross en tono grave—, te aseguro que si puedo descubrir una de esas ocultas rampas de lanzamiento va a haber una guerra. Puedes apostar lo que quieras a que habrá una guerra. —Se echó a reír, pero su risa sonó a falso—. Si consigo encontrar una bomba atómica, la enviaré hacia su blanco. Será una buena broma que voy a gastarle a la Federación.
Sin soltar la metralleta, dio media vuelta y se hundió en la oscuridad del taller.
Jones se encontró enfrentado con tres pares de ojos suspicaces.
—¿Qué le pasa a Jake? —preguntó.
—Su esposa cogió la gripe amarilla —respondió la muchacha.
—¡Oh! —murmuró Jones. Por un instante se sintió lleno de compasión por Jake Cross; luego se encogió de hombros y apartó la idea de su cerebro, un truco mental que había realizado con tanta frecuencia para evitar volverse loco, que había acabado por convertirse en una segunda naturaleza. Miró los tres rostros que seguían contemplándole con expresión suspicaz—. De modo que todos ustedes tratan de difundir el rumor de que teníamos un par de centenares de bombas atómicas instaladas en rampas de lanzamiento secretas y apuntando a las ciudades más importantes del mundo, dispuestas a ser utilizadas en caso de que el país fuese atacado ¿no? ¡Bien! —Volvió a encogerse de hombros—. Personalmente, creo que el rumor es un bulo. No creo que haya ninguna bomba atómica dispuesta para ser lanzada. Tenía interés en saber como reaccionarían.
—Habla usted como un hombre que tuviera la cabeza llena de aserrín —gruñó Talbot.
—No hay ninguna duda de que tenemos las bombas —dijo Baine—. Los Federados han descubierto ya una de las rampas.
—Bien —dijo Jones—. Parece que estamos llegando a alguna parte... ¿Cómo sabe usted eso?
—Me lo dijo un hombre en Amarillo, hace un par de semanas —respondió Baine—. Estaba en las Colinas Negras. Los proyectiles dirigidos, con cabezas atómicas, se hallaban a punto de ser disparados.
—¿Qué le hace creer que esos informes son simples bulos, Sam? —preguntó Talbot—. ¿Acaso trata de tirarnos de la lengua?
Jones se encogió de hombros.
—Si hubiésemos tenido bombas atómicas, las habríamos utilizado.
Se lo había repetido a sí mismo un millar de veces. Jake Cross se hizo de nuevo visible y le respondió:
—¿Cómo podíamos utilizarlas? Oficialmente, no estábamos en guerra; y ni siquiera podíamos estar seguros de que se trataba de una guerra oficiosa. Cuando abrimos los ojos a la realidad, la mitad de nuestra población había muerto a consecuencia de la gripe amarilla, y los que habían quedado vivos sólo deseaban encontrar un lugar seguro donde ocultarse. Apuesto a que en las rampas no había un solo soldado vivo cuando llegó la orden de disparar..., si es que llegó esa orden, lo cual es más que dudoso, ya que los oficiales que podían darla probablemente estaban también muertos. Si crees que la historia de las bombas ocultas no es más que un bulo sin fundamento, ¿qué diablos estás haciendo aquí, en la parte del país donde se encuentran las rampas de lanzamiento secretas?
Su voz era acerada como un cuchillo, y empuñaba la metralleta con una fría determinación.
Jones volvió a encogerse de hombros y sonrió.
—Bueno, Jake, debo admitir que trataba de tiraros un poco de la lengua, para proteger mi propia piel en el caso de que uno de vosotros resultara ser un espía. En cuanto a lo que estoy haciendo aquí, pensé que si mantenía los ojos bien abiertos, tal vez podría encontrar una rampa de lanzamiento... y apretar un botón, o empujar una palanca, o algo así.
Mientras hablaba, los rostros se distendieron. Era uno de ellos. Y era lo que querían saber. Jake Cross sonrió, palmeó la espalda de Jones y le devolvió su metralleta.
—¡Uf! —gruñó Talbot—. Confieso que me ha hecho pasar usted un mal rato, Sam.
Sólo Baine parecía conservar una parte de sus sospechas, y trató de disimularlo mirando en otra dirección.
—Las rampas de lanzamiento existen —dijo Jean Crane. En su voz había una nueva animación—. Los otros ya saben lo que voy a decirle, Sam. Las rampas existen..., y yo tengo el mapa de una de ellas.
—¿Eh? —exclamó Sam Jones excitadamente—. ¿Qué es lo que está diciendo, muchacha? —Estaba realmente impresionado—.
¿Que tiene usted un mapa de una de ellas? ¿Dónde diablos lo consiguió, y dónde está?
—Era enfermera del Ejército en un hospital de Baltimore —respondió Jean Crane—. Uno de mis pacientes era el general Deepers. La fiebre le hacía delirar, y en su delirio habló del mapa; cuando falleció, busqué el mapa entre sus pertenencias y lo encontré.
—¡Cielo santo! —exclamó Jones. Era un milagro, desde luego. ¡Un mapa de una de las rampas de lanzamiento!
—¡Sssst! —susurró Jake Cross súbitamente.
El sibilante sonido era apenas audible. Pero todos ellos conocían su significado. ¡Las aspas de un helicóptero!
—¡Cuerpo a tierra! —rugió Jake Cross.
Se aplastaron rápidamente contra el suelo. La bomba cayó muy cerca, detrás del taller.
La bomba era probablemente de las ligeras: cincuenta libras, a lo sumo. El blanco debía de haber sido el automóvil de Jones, ya que la bomba lo cogió de lleno, haciéndolo volar por los aires, completamente destrozado. En su caída, los fragmentos del vehículo repiquetearon en el techo metálico del taller.
Mientras duraba el repiqueteo, Sam Jones vivió de nuevo la terrible destrucción de América, y cómo se había producido. En primer lugar se presentó la gripe amarilla, desde luego; la gente se acatarraba, tenía fiebre durante un par de días; se curaba. Creía haber pasado un simple resfriado. Los médicos opinaban lo mismo. Pero la epidemia de resfriados atacó a todas las ciudades del país al mismo tiempo, y se extendió como fuego sobre una capa de aceite. Las infecciones eran benignas; no necesitaban mucho tratamiento, aunque exigían guardar cama, y todo el mundo se reponía... o parecía reponerse. Tres meses más tarde, la piel adquiría un tono amarillento. Si se permanecía completamente inmóvil, sin mover un solo músculo, existían posibilidades de curación. Pero el menor esfuerzo provocaba un colapso cardíaco. Millares de personas habían muerto a consecuencia del esfuerzo que realizaron para sentarse en la cama. Durante los tres meses transcurridos desde que se presentó el "resfriado", el virus de la gripe amarilla había atacado los músculos del corazón.
Sam Jones había estado de suerte. Había sido atacado por la enfermedad cuando ya se sabía que una inmovilidad absoluta representaba una posibilidad de salvarse. Durante diez días no había movido nada, excepto los ojos.
La Muerte Negra en la Europa de la Edad Media no había creado el pánico provocado por la gripe amarilla. Los moribundos eran abandonados mientras millones de personas huían de las ciudades, para descubrir que el virus de la gripe amarilla era igualmente mortal en el campo. En todos los pueblos y aldeas se alzaron barricadas para detener la loca huida de los refugiados portadores de la infección. Pero la corriente humana enloquecida por el pánico fluyó alrededor de las barricadas, por encima de ellas y a través de ellas.
Se realizaron grandes esfuerzos para aislar el virus, para elaborar vacunas. Si hubiera habido tiempo —y si los investigadores hubieran vivido lo suficiente—, los esfuerzos hubiesen tenido éxito. Existía una vacuna. De no existir, ¿cómo se explicaría la inmunidad de los buques cargados de "trabajadores" que la Federación Europea enviaba para ayudar al país? Los médicos de la Federación, las enfermeras, los soldados (para mantener el orden) no contraían la enfermedad. ¿Por qué eran inmunes?
La primera vez que esa pregunta fue formulada públicamente, Washington fue volado. Los jefes de la Federación quedaron horrorizados por el desgraciado accidente (evidentemente, una de las bombas atómicas que los Estados Unidos poseían habían estallado por casualidad), y se apresuraron a enviar más barcos cargados de trabajadores. Luego, teniendo en cuenta que los escasos miembros del gobierno que habían escapado a la gripe amarilla murieron en la catástrofe, y el país se encontraba sin una dirección responsable, fue necesaria declarar la ley marcial, a fin de controlar a la población superviviente e impedir la extensión de la infección que asolaba al país.
Hubo una época en que la falange fue un arma nueva. Roma la utilizó para conquistar un imperio. Más tarde, la guerra total fue un arma nueva. Hitler casi consiguió conquistar un imperio con ella. A finales del siglo XX, había sido descubierta una nueva técnica para conquistar imperios. Consistía en diezmar a la población por medio de la guerra bacteriológica, seguida por la invasión de ejércitos disfrazados de expediciones de "socorro".
Quienquiera que hubiese sobrevivido a la gripe amarilla y que pensara en voz alta que América había sido destruida y ocupada, era evidentemente un fascista... y un fuera de la ley. Todos los americanos leales tenía la ineludible obligación de colaborar con los humanitarios esfuerzos de la Federación, en todos los sentidos. Y, dado que las rampas de lanzamiento secretas constituían una amenaza para la seguridad pública, todos los americanos leales tenían el deber de informar a las autoridades de la Federación de todo lo que supieran acerca de ellas.
Mientras existieran aquellas rampas, la Federación no estaría tranquila. La espada de Damocles estaba ahora forjada con uranio. Cualquier funcionario, técnico u oficial del ejército que poseyera información...
Nadie parecía poseer tal información. Nadie dio un paso al frente. Los soldados de la Federación, acuciados por las órdenes emanadas de su Mando Supremo, buscaban desesperadamente las rampas de lanzamiento... para mellar el filo de uranio de la espada de Damocles. Había otros que las buscaban, también, con la misma desesperación, aunque no por los mismos motivos. Sam Jones, Jake Cross, Jean Grane —centenares tal vez millares—, buscaban con una sola idea en la mente: apretar un botón, empujar una palanca.
Pero... ¿dónde estaba oculto el botón? Los altos oficiales que lo sabían, habían muerto.
Botón, botón, ¿quién tiene el botón?
Debajo del automóvil averiado, Sam Jones estornudó.
—Ahí llega otra —dijo Jake Cross. La segunda bomba cayó al lado mismo del edificio. El techo voló. Las paredes se desplomaron.
—Nos matarán a todos —gimió Baine—. Voy a salir de aquí.
—No se mueva —dijo Jones.
—Tenemos a un helicóptero de la Federación sobre nuestras cabezas. La próxima vez acertarán.
—Si echa usted a correr, le ametrallarán. No se mueva. Si no ven ningún movimiento, tal vez no lancen más bombas.
Baine empezó a refunfuñar, pero se quedó quieto.
—¿Está usted bien? —le preguntó Jones a la muchacha.
—¿Cómo puedo saberlo? —respondió Jean.
—Están aterrizando —anunció Jake Cross.
En efecto, el helicóptero estaba tomando tierra a unas cincuenta yardas del revuelto montón de escombros que en otros tiempos fuera estación de servicio y taller de reparaciones. Era un aparato americano, requisado por la misión de "socorro", y sin duda figuraba en los informes oficiales como asignado al transporte de alimentos y medicamentos a las comunidades que tan desesperadamente los necesitaban. Iba tripulado por tres hombres, incluido el piloto. Una vez en el suelo, el piloto detuvo las aspas y montó una ametralladora ligera de modo que su negra boca cubriera lo que quedaba del edificio. Luego encendió un cigarrillo y se inclinó hacia atrás, mientras los dos soldados se acercaban a investigar. Llevaban el uniforme verde-gris de la Federación, con los simbólicos eslabones unidos en las hombreras. Iban armados con metralletas. Se detuvieron en el cráter abierto por la primera de las bombas, inclinándose a mirar en su interior...
Jones, debajo del automóvil, apuntó al piloto y apretó el gatillo, suavemente, tiernamente, acariciadoramente.
El piloto se derrumbó sobre la ametralladora. A continuación, Jones disparó contra los dos soldados. Vivieron un poco más que el piloto..., aunque no lo suficiente para encontrar un blanco a sus disparos. Jones salió de debajo del automóvil arrastrándose, quitó el cargador de su metralleta y volvió a llenarlo de proyectiles del 45 que sacó de uno de sus bolsillos.
Mientras recargaba el arma, Jake Cross y Bob Talbot salieron del taller y se acercaron a los dos soldados muertos, para apoderarse de sus armas y municiones. Cross alzó la mirada hacia el helicóptero.
—Puedo volar con cualquier cosa que tenga alas —dijo.
—¡Estupendo! —exclamó Jones—. ¡Y yo que me imaginaba que tendría que ir a pie!
Se oyó un ruido procedente del taller. Jones volvió la cabeza. La muchacha estaba tratando de apartar una plancha de hierro que le impedía moverse. Los automóviles averiados la habían salvado, del mismo modo que habían salvado a sus compañeros. Jones la ayudó a ponerse en pie.
—¿Había dicho usted algo acerca de un mapa? —inquirió.
La muchacha introdujo la mano en su seno y sacó una bolsa de tela sucia y desgastada. En el interior de la bolsa había un mapa y unas gafas.
A simple vista, el mapa era un anuncio de una estación de servicio.
"Compre gasolina Sky y llegue puntual a su cita, lo mismo por tierra que por aire."
Había también un dibujo, representando a los mozos de una estación de servicio atendiendo a un automóvil. Más atrás, otros mozos atendían a un helicóptero. En último término había palmeras y un océano. Al contemplar el anuncio, Jones suspiró. Todo aquello había desaparecido para siempre. Los que habían redactado el anuncio, los dibujantes, el público al que iba destinado, las máquinas que lo habían impreso... No, las máquinas no habían desaparecido. Una de las ventajas de la conquista por medio de la guerra bacteriológica y las expediciones de socorro era el hecho de que los recursos materiales del país conquistado quedaban intactos.