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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (74 page)

Aníbal despidió con regalos y palabras amistosas a los prisioneros pertenecientes a pueblos aliados de Roma; a diferencia de lo sucedido después de las batallas anteriores, esta vez el estratega habló también a los prisioneros romanos. El, les dijo Aníbal, nunca había tenido como objetivo destruir Roma, y de ninguna manera se consideraba enemigo del pueblo romano. Durante siglos había reinado la amistad entre Roma y Kart-Hadtha/Cartago; la primera guerra había empezado con el ataque romano a Sicilia, hacia cuarenta y ocho años, apenas diez años después de la gran ayuda prestada por los cartagineses a Roma en la lucha contra Pirro.

Después de la guerra, Roma había roto el tratado de paz y obligado a Cartago a ceder Sardonia y a pagar una suma adicional. Después el Senado había firmado con Asdrúbal un tratado según el cual todos los territorios situados al sur del Iberos eran adjudicados a los púnicos; pocos años después, Roma se había declarado aliada de la ciudad de Zakantha/Saguntum, ubicada al sur del Iberos, y había permitido que desde allí se emprendieran hostilidades contra los púnicos y sus aliados ibéricos. El objetivo de esta expedición había sido, en un primer momento, evitar que su patria, Cartago, fuera atacada inmediatamente; ahora estaba dispuesto a firmar la paz, y éstas eran sus condiciones: Roma se retira de Iberia; las islas de Sicilia, Sardonia y Kyrnos/Corsica son dejadas en libertad por ambas partes; el mar que las rodea queda abierto al libre tránsito de ambas partes, pero ni Roma ni Cartago pueden reivindicarlo; los aliados itálicos de Roma que deseen permanecer del lado de Roma, pueden hacerlo; los demás, que hasta ahora han sido obligados a profesar amistad a Roma, quedan en libertad; se firmará un tratado de paz y amistad entre el Senado y el pueblo de la ciudad de Roma, y el Consejo y el pueblo de Cartago. No se pagarán indemnizaciones de guerra.

Además, y aludiendo expresamente a las exigencias romanas para la retirada de las tropas de Amílcar en Sicilia, Aníbal exigía un rescate por los prisioneros romanos: quinientos denarii de plata por cada jinete, trescientos por cada ciudadano de pleno derecho, cien por cada esclavo armado. Los prisioneros debían elegir ellos mismos diez hombres de confianza que serian enviados a Roma.

Tras largas discusiones entre oficiales, Aníbal eligió como embajador a Cartalón. El púnico, que a menudo había estado al mando de la caballería, hablaba latín y la coiné, había tenido buenos maestros helenos y era hijo de un consejero que ya pertenecía a los Treinta Ancianos. Cartalón también recibió instrucciones precisas de Myrkam y Barmorkar, pero de ser necesario podía discutir un acuerdo distinto; tenía una buena formación política y militar.

Cuando la embajada se puso en marcha, Antígono se preguntaba qué tan buena era esa formación. Los diez portavoces de los prisioneros habían dado su palabra de honor de volver en caso de fracasar las negociaciones.

—¿Volverán realmente?

—Ay, Tigo, no lo sé. El honor de los romanos… Atilio Régulo era un hombre de honor, y si Emilio Paulo no hubiera caído en la batalla lo hubiera enviado a él; el cónsul sí que hubiera vuelto. Además, sus palabras hubieran tenido peso en Roma. Esperemos a ver qué pasa.

—Bebe un trago más, estratega. El vino sirio es bueno contra las injusticias de la existencia.

Aníbal sonrió y le acercó la copa.

—Éste es el último; mañana temprano me hará falta la cabeza.

—¿Para qué?

—Para pensar, tonto. Si los romanos no aceptan nuestras propuestas, tendremos que continuar la guerra.

Antígono creyó advertir algo oculto tras las palabras de Aníbal.

—¿Qué otra cosa has encargado a Cartalón? —Aníbal rió.

—No se te escapa nada, ¿eh?

—Los comerciantes viejos y miserables siempre oímos una oferta más detrás de la última oferta del otro.

—Ya, claro. —El estratega se inclinó hacia delante y habló en voz baja—. Entre nosotros, amigo. Esta oferta es la palabra del estratega Aníbal, hijo Amílcar Barca; no la he comentado con los Ancianos ni está respaldada por Kart-Hadtha. Cartabón tiene el encargo de negociar unas condiciones muy diferentes, si hace falta.

Antígono juntó las manos detrás de la cabeza, se recostó y vio a través de la puerta entreabierta de la tienda el paisaje nocturno de la llanura, las hogueras de los centinelas y del campamento.

—Continúa.

—Me parece que puedes adivinarlo.

—Puedo suponerlo, si. ¿Iberia y Libia para Kart-Hadtha, toda Italia para Roma, incluidas las grandes islas?

—Sí. Autonomía interna para las ciudades helénicas, dentro del marco del sistema de alianzas romano. Aplicación mutua de tasas aduaneras interiores, libre comercio, derechos comunes para los comerciantes romanos en Libia e Iberia.

—Es decir, todo lo que tenían antes de empezar la guerra, y todavía más. Y ¿qué exiges a cambio?

—Desarme. Reducción a la mitad de la flota y el ejército. Renuncia a intervenir en Iberia y Libia, renuncia a intervenir en la Hélade. Lo mejor seria que el tratado, que incluirá unas cuantas cláusulas para asegurar su cumplimiento, también fuese firmado por Filipo, Ptolomeo, Antíoco, Atalo y comisarios de las ligas de ciudades helenas. Con juramentos sagrados en todos los templos existentes entre Roma, Delfos y Babilonia.

Antígono guardó un largo silencio. Aníbal mantuvo los ojos cerrados, dio unos cuantos tragos cortos y, en algún momento, murmuró:

—Y si tienen que seguir molestando que lo hagan en las Galias y en Germania. O en Britania y Tuli, si de mi dependiera. Pero que dejen la Oikumene en paz de una vez por todas.

—¿Crees que Kart-Hadtha te apoyará?

Aníbal abrió los ojos.

—Tienen que hacerlo.

—Y crees que Roma… Estás haciendo regalos a los romanos, estratega. Les estás dando más de lo que tienen actualmente.

—Eso no es nada nuevo, Tigo. Ya en el primer tratado, hace trescientos años, Kart-Hadtha reconocía a Roma como dueña de Italia central, y los romanos tardaron más de un siglo en conquistar esa región.

—¿Crees que Roma aceptará?

Aníbal dio un trago, se recostó, volvió a cerrar los ojos.

—No.

Apenas diez días después, días en que las tropas de Aníbal realizaron pequeñas expediciones por Apulia y avanzaron hacia Samnium, Cartalón estuvo de regreso. Traía exactamente lo que Aníbal esperaba: nada.

—Han elegido un nuevo dictador, Marco Junio Pera. Este me envió a uno de sus funcionarios, a un lictor; hablamos alrededor de una media hora.

—¿Le hiciste las propuestas?

—Si, estratega. Todas, incluso las más extremas. El me escuchó y dijo que informaría al dictador y al Senado. Y que yo tenía hasta la puesta del sol para abandonar el perímetro de la ciudad de Roma. Eso fue todo.

—¿Y los prisioneros?

Cartalón se encogió de hombros.

——No pagarán ningún rescate. Los que vinieron a Roma no han regresado conmigo. Tal vez vengan detrás.

No vinieron. Durante los días siguientes sólo llegaron nuevas noticias; en algún momento de esos días Maharbal colocó su yelmo a los pies de Aníbal y le pidió perdón por su propuesta de sitiar Roma; había comprendido que era una insensatez.

La flota romana anclada en Ostia, cerca de la desembocadura del Tiberus, había sido enviada a Lilibea como refuerzo; siguiendo las costumbres de la Dictadura, el dictador Pera había nombrado a un comandante supremo de la caballería, Tiberio Sempronio Graco, y había confiado la dirección de la guerra al experimentado Marco Claudio Marcelo, quien ya se había puesto en marcha hacia Canusium con las tropas disponibles y estaba reuniendo a los supervivientes dispersos de la gran catástrofe, mientras en Roma se armaba a muchachos, esclavos y criminales. Ninguna palabra de paz, ninguna señal de la más mínima disposición para negociar. Pero si sacrificios humanos para aplacar a los dioses: una pareja de helenos y una de celtas, los cuatro sepultados vivos en el forum.

Antígono partió menos de una luna después de la gran batalla. Llevaba mensajes para Filipo de Macedonia, en la cabeza; como la flota romana también dominaba el mar Ilirio, hubiera sido una ligereza llevar mensajes escritos que pudieran caer en manos de los romanos. Aníbal necesitaba a alguien de confianza que preparase el camino para las anheladas negociaciones; sin embargo, dado el antiguo odio que profesaban los helenos hacia todo lo que fuera fenicio o púnico, el primer embajador no podía ser un púnico. Antígono no era únicamente el único heleno en quien Aníbal podía confiar; gracias a su extendida red comercial, el heleno conocía a algunos personajes distinguidos de Peía, quienes podrían atestiguar ante el rey que —aun sin llevar nada por escrito— Antígono era el corazón, los ojos, las orejas y la boca del estratega y los bárcidas. Antígono abandonó gustoso la cruel guerrita iniciada en torno a las plazas fuertes de Apulia; Canusium, donde se encontraban los restos de las legiones, bajo el mando de Claudio Marcelo, distaba apenas diez leguas de Cannae.

Era provechoso volver a viajar, pero ese viaje resultaba de poco provecho. Cruzó el mar en la embarcación de unos pescadores apulios de las cercanías de Salapia; el precio de la travesía fue equivalente al valor de media docena de barcas pesqueras. El imperio macedonio prácticamente carecía de caminos transitables; las carreteras parecían más bien revolcaderos para jabalíes, la mitad de todos los pasos montañosos —todos a poca distancia de las fortificaciones macedonias— no estaban protegidos por tropas reales, sino por salteadores de caminos. En Apolonia, amiga de Roma desde la muerte de Pirro, Antígono siguió las preocupadas advertencias de unos comerciantes helenos y contrató a una docena de capadocios que haraganeaban en la ciudad, pero, a pesar de la habilidad de éstos con el arco, el heleno tuvo que sumergir su propia espada en sangre en tres ocasiones, la vieja espada que Amílcar le diera tras la batalla contra los mercenarios, acortada, pulida y afilada por un herrero de Aníbal. El viaje era como para desanimar a cualquiera; Antígono empezaba a sentirse viejo, y se preguntaba una y otra vez por qué querría conquistar medio mundo el quinto portador del nombre real de Filipo, si ni siquiera era capaz de poner orden en su país. Las tropas macedonias que vio lo convencieron de la superioridad de las legiones romanas. Mil soldados de a pie libios, comandados por un hombre inteligente, como Muttines, hubieran podido abrirse paso desde la costa ilirio—epeirota hasta Peía en cuatro semanas, y sin sufrir grandes bajas. La capital macedonia, una mezcla de barro, estiércol y mármol, le dio una nueva perspectiva de las cosas: Alejandro debía haber marchado en su campaña de conquista sólo para no tener que vivir en Peía.

Filipo mostró un cierto entusiasmo por las propuestas y ofertas de Aníbal; acordaron que en primavera se firmaría un tratado que, en esencia, se correspondía con las propuestas de Aníbal. Filipo causó diversas impresiones a Antígono; ninguna de ellas era especialmente favorable, y cada una anulaba a las anteriores. El macedonio parecía demasiado inestable. Un día estaba entusiasmado y al día siguiente lo devoraban las dudas; ahora estaba seguro de la victoria, y luego se encontraba abatido; hacia planes para el norte y miraba hacia el sur; se mostraba sabio e indulgente, vengativo y apocado; daba grandes discursos en los que ponía en juego reinos enteros; y se salía de sus casillas cuando perdía un óbolo jugando a los dados (en la corte las apuestas eran pequeñas): zorro y chacal, león y hiena, murena y cerdo marino. Por casualidad Antígono vio las armas del rey el día antes de su partida; la vaina era de oro y estaba adornada con incrustaciones de piedras preciosas de la India, pero la hoja de la espada no tenía filo.

Ya había comenzado el inverno cuando Antígono llegó a la costa oriental de Italia. Era un invierno templado, y también la atmósfera del país era amistosa. Todavía había tropas romanas en varias ciudades, pero la mayoría de los apulios, casi todos los samnitas, muchos lucanos, hirpinos y brutios —todos sometidos por Roma tras sangrientas guerras— se habían pasado al lado de Aníbal. Las ciudades italiotas más grandes, como Taras, Metapontión, Lokroi y Rhegion, aún vacilaban. Pero, con pocas excepciones, todo el sur de Italia estaba del lado de los púnicos, o, cuando menos, ya no del de Roma; enviados secretos de Taras y Metapontión hicieron saber al estratega que aún no les era posible hablar con libertad, entre otras cosas debido a las tropas de ocupación romanas, pero que ya tampoco emprenderían ninguna acción contra flotas púnicas que, por ejemplo, pudieran desembarcar provisiones en pequeños puertos. Nombraron los puertos.

Menos agradable era la antigua enemistad interna de las grandes ciudades de Campania. La rica Capua había decidido ponerse del lado de Aníbal, y con ello casi había empujado a los brazos de Roma a Neapolis, igualmente antigua y rica y quizá más importante por su situación costera, lo mismo que a la sagrada ciudad de Kyme/Cumae.

En un primer momento, Capua no le gustó nada a Antígono; era demasiado pulcra, demasiado ordenada, demasiado arreglada. Los habitantes, que hablaban un latín con diversas influencias, se jactaban de que su ciudad era, como mínimo, tan antigua como Roma. Originalmente había sido fundada por oscos, luego había pasado a manos etruscas y, finalmente, había sido ampliada por samnitas. Ciento veintidós años atrás, Roma había conquistado Capua y los alrededores y, un poco después, con la construcción de la Vía Apia había abierto toda la región a las tropas y colonos romanos. Pero el trazado geométrico de las calles, los limpios bloques de casas, el orden excesivo y la sobria opulencia de la ciudad no eran romanos. La calle principal, que cubría los aproximadamente dos mil quinientos pasos que separaban dos de las puertas de la ciudad, de este a oeste, había sido recta antes de que se trazara la Vía Apia; la carretera romana que iba desde Casilinum, al noroeste, hasta Calatia; al sudeste de Capua, había cambiado la dirección de la calle, enredando hasta cierto punto su trazado. Las grandes murallas del norte y del sur estaban separadas por unos dos mil pasos; en ese rectángulo de la ciudad había todo lo que hacía falta a las tropas. Casas de baños, y no sólo la de los ricos, de forma octogonal, cubierta por una bóveda de cobre y provista de agua por una fuente termal; tabernas, tras cuyas limpias fachadas se bebía, blasfemaba y mentía tanto como en cualquier ventorrillo de la Oikumene; posadas en las que los miles de frutos del campo y los sembrados de la fértil llanura campania se preparaban con la carne de vacunos y corderos, pescados de río y animales de caza.

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