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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (37 page)

Ya era otoño cuando volvieron a estar cerca de las costas de Kart-Hadtha. Tres días antes de llegar al Cothon murió el viejo Hiram, su cuerpo, lastrado con piedras, fue arrojado al mar. Antígono nombró capitán a Mastanábal y le pidió que buscase él mismo un buen piloto.

Una embajada romana llegó a Kart-Hadtha casi al mismo tiempo que el
Alas del Céfiro
. Antígono vio los cuatro barcos flotando frente al muelle exterior, pero no pensó nada malo.

En la ciudad se enteraron de las contraofensivas rebeldes y las nuevas desgracias. El estratega Aníbal había hecho crucificar a los diez prisioneros ante las puertas de Tynes, sin autorización de Amílcar. Cuando Audarido, Spendius, Zarzas y los otros miserables murieron, y los púnicos del pequeño ejército de asedio esperaban que Matho y su gente se rendirían, el libio emprendió un ataque sorpresa, tomó prisionero a Aníbal, aniquiló una parte de su ejército y dispersó al resto, y crucificó al segundo estratega de Kart-Hadtha en la misma cruz donde fuera colgado Spendius. Le amputaron los dedos del pie, las orejas y la nariz, y lo dejaron morir en la cruz. Amílcar estaba demasiado lejos para poder intervenir.

Asdrúbal empujó al Consejo a tomar una decisión inesperada. El líder de los bárcidas comprendía que la victoria no podía esperar más, y que los «Viejos» sólo podrían adherirse realmente a un nuevo orden si tomaban parte en la victoria y sus consecuencias. Con acuerdo de todos sus miembros, el Consejo de Kart-Hadtha pidió a Amílcar y Hannón el Grande que olvidaran sus desavenencias y trabajaran juntos al servicio de la ciudad, para poner fin a la Guerra Libia. Esta vez Hannón estaba dispuesto a cooperar incondicionalmente, porque Asdrúbal había conseguido que el Consejo destinara a la culminación de la Guerra Libia las tropas reclutadas para la reconquista de Sardonia. Hannón y Amílcar levantaron un estrecho cerco alrededor de Tynes, obligaron a Matho a abandonar la ciudad del istmo y a dar la cara en una batalla, para la cual el libio trajo a todos los hombres disponibles de Ityke e Hipu. El arte militar de Amílcar volvió a vencer a un enemigo más numeroso; Matho fue tomado prisionero, Ityke e Hipu se rindieron tras un breve sitio.

Después de tres años y cuatro lunas de lucha, la Guerra Libia había terminado; no había sido la guerra más larga, pero sí la más terrible, despiadada y cruel de cuantas se habían zanjado hasta entonces.

Matho y sus oficiales más importantes murieron en el ágora de Kart-Hadtha; el pueblo púnico se cobró venganza. Los bárcidas no tomaron parte en el cruel espectáculo; Matho había ofendido a los dioses y ultrajado a los hombres, numerosos crímenes sin nombre pesaban sobre él, pero los culpables de la Guerra Libia no estaban crucificados en el ágora, sino sentados en el Consejo de Kart-Hadtha. Jóvenes púnicos arrojaban lanzas contra algunos de los crucificados, otros les disparaban flechas. Les quebraron las piernas, los mutilaron como ellos habían mutilado a los prisioneros y emisarios, les prendieron fuego, apagaron las hogueras antes de que murieran, los torturaron con menos arte que imaginación. Matho fue reservado a los instrumentos y manos hábiles de los verdugos; su muerte duró tres días. Le clavaron largas astillas bajo las uñas de manos y pies; el verdugo jugueteó dos días con las astillas, luego les prendió fuego. Obligaron al libio a comer excrementos de perro y a beber orina de cerdo. Lo bajaron de la cruz, le echaron sal en las plantas de los pies e hicieron que una cabra se los lamiera; después le arrancaron la piel de las plantas. Pasó la primera noche encadenado, tumbado sobre agujas y trozos de vidrio. El segundo día el verdugo le cortó los tendones de las rodillas con una sierra sin filo, y, con un cuchillo de madera, le arrancó tiras de piel de la cara, los omóplatos, la barriga y la entrepierna. El verdugo le echó vinagre en las heridas, y lo dejó al sol. Al atardecer Matho fue castrado, le taparon la nariz, y cuando abrió la boca para respirar, le embutieron en ella los testículos amputados. Le arrancaron grandes trozos de piel de las nalgas. La segunda noche la pasó encadenado a una estaca, sentado sobre arena y sal. El tercer día le despellejaron el miembro y los labios; con un pequeño martillo y un agudo cincel, el jefe de los verdugos le abrió las muelas y los incisivos, y le llenó la boca con agua que alternaba entre fría y caliente. Le clavaron agujas en los puntos más sensibles de la palma de la mano, sin dañar las venas; le arrancaron, a intervalos calculados, las uñas de manos y pies, desgarraron anchas tiras de piel de su barriga, le echaron maíz en las heridas e hicieron que gallinas picotearan sobre ésta; le cortaron las tetillas y le rebanaron trozos de la lengua. Hacia la puesta de sol, y en presencia de Hannón el Grande, el verdugo abrió la pared abdominal del libio, quien ya sólo era un trozo de carne que aún profería gritos, prendió fuego a las astillas de los dedos, le cortó un intestino, metió en éste la punta roma de una estaca de madera y enrolló las tripas en ésta.

Matho murió antes de la medianoche. La embajada romana presenció todo. Antígono pasó los días en el banco y las noches en la casa de la puerta de Tynes, pero no pudo evitar que llegaran a sus oídos descripciones fragmentarias.

A la mañana siguiente de la muerte de Matho ocurrió en la ciudad algo que al heleno, a pesar de su escepticismo, calificó de venganza de los dioses. Después de tres días de espera, la embajada romana derramó sobre el Consejo y el ágora la cornucopia de la amistad y la fidelidad al tratado.

—Sardonia y Kyrnos —dijo el jefe de los emisarios del Senado—, no tienen soberanos. Durante el pasado año, mercenarios insurrectos de Cartago ofrecieron al Senado las islas en dos ocasiones: el Senado rechazó ambas ofertas. Roma no acepta regalos de traidores. Sin embargo, las islas están más cerca de Italia que de Libia, y una continuación o un restablecimiento de la soberanía cartaginesa en las islas seria una amenaza intolerable para Roma. Por lo tanto, el Senado y el pueblo de Roma han decidido ocupar las islas y, tras un conveniente período de pacificación y transición, convertirlas en provincias romanas. La flota anclada en el puerto de Cartago y los mercenarios dispuestos para la reconquista de las islas son una amenaza directa a Roma y, por ende, una ruptura del tratado de paz y amistad. Por lo tanto, el Senado y el pueblo de Roma proclaman: Sardinia y Corsica pertenecen a Roma; Cartago renuncia para siempre a cualquier intento de volver a ocupar, reconquistar o separar de Roma las islas; por la ruptura del tratado, los preparativos de guerra dirigidos en apariencia contra las islas, pero en efecto contra Roma, y la infidelidad púnica, Cartago pagará una multa de mil doscientos talentos de plata y se comprometerá a mantener la paz. O eso, o la guerra.

A menos de tres años de la derrota en Sicilia, y recién terminada la despiadada guerra contra mercenarios y libios, Kart-Hadtha no estaba en condiciones de enfrascarse en una nueva contienda armada contra la poderosa Roma. La sesión del Consejo en el ágora y la amenaza de los romanos se habían realizado en público. El extravagante discurso sofista del emisario romano, que pretendía dar pruebas de la lealtad romana, la ruptura del tratado por parte de los púnicos y la total inocencia de Roma, no convenció a nadie, pero Kart-Hadtha tenía que doblegarse ante el poder del Imperio.

Algunas centurias de soldados de a pie íberos e ilirios evitaron que se cometieran abusos contra los romanos. Desconcierto y amargura se ciñeron sobre el Consejo y la ciudad. Alguien —o algunos; quién sabe cómo surgen los rumores y chistes— puso en circulación una observación: «Si un buen amigo se acuesta con tu mujer, apuñala a tus hijos, roba tu dinero y te acaricia la espalda con una espada, es que te profesa una amistad romana.»

Los bárcidas se esforzaban por conseguir que su grupo y la ciudad sacaran de la mala situación todo lo que fuera posible. Dos días después de la extorsión romana, los dirigentes del partido se reunieron en casa de Asdrúbal. Antígono solicitó poder asistir a la reunión.

Cuando el mensajero salió del banco, Bostar se quedó un largo rato observando a su viejo amigo.

—¿Qué es lo que quieren discutir? ¿Acaso hay algo que discutir? —Cogió cuatro cañas de escribir y se puso a jugar con ellas—. ¿O acaso los bárcidas son tan insensatos que…?

—No se irá contra Roma. —Antígono se frotó los ojos—. Roma tiene una flota cuatro veces más grande que la reclutada por Hannón para la reconquista de las islas. Y, si hace falta, Roma puede reunir en pocos días veinte legiones y las armas necesarias; cien mil hombres, o más. ¿Qué son los diez mil de Hannón y los quince mil de que todavía dispone Amílcar?

—Pero, ¿para qué reunirse entonces? Tengo un poco de miedo a vuestra discusión.

—No lo sé. Tal vez concluyan que lo que Roma ha hecho a Kart-Hadtha es una justa compensación por lo que los púnicos le hicieron a Matho.

Bostar entrecerró los ojos, reflexionando.

—Además —dijo, y su voz sonaba abstraída—, tenemos que pensar si vamos a seguir comerciando con los romanos. Pero no es eso; algo me pasa por la cabeza.

—Seguiremos comerciando. ¿Qué es lo que te pasa por la cabeza, amigo?

—Asdrúbal y Amílcar podrían intentar algo —dijo Bostar estirándose — Hannón nunca ha sido tan débil como ahora. Sus errores en Libia, su fracaso en la guerra, su aferrarse a la amistad de Roma… ahora esto…

—Lo tendré en cuenta.

Él no era el único que lo tenía en cuenta. Por la tarde Antígono se encontró, en casa del «Bello», con Asdrúbal, Amílcar y Naravas, cuatro miembros del Consejo del partido bárcida —Bobdal, Bomílcar, Himilcón y Adérbal, todos de unos cuarenta años, comerciantes y armadores—, y, para su sorpresa, con el pequeño Aníbal, que entonces tenía tan sólo nueve años. Durante la discusión, que tenía lugar en el gran despacho de Asdrúbal, el niño estaba sentado entre su padre y Naravas, seguía los apasionados discursos con una sonrisa ligeramente burlona y guardaba silencio. Antígono lo saludó con un guiño; Aníbal devolvió el saludo con la mano.

El heleno llegaba un poco tarde; la discusión había empezado hacía ya un buen rato.

—No hay tiempo que perder —estaba diciendo Bobdal en ese preciso momento, de forma muy enérgica—. Debemos hacerlo ahora; las tropas siguen ahí. Me temo que el Consejo no tardará en licenciarlas.

Naravas levantó la mano.

—No pongo en duda tus explicaciones, noble Bobdal —dijo. Las comisuras de sus labios se contrajeron involuntariamente—. Tampoco dudo que, en caso de tener que decidir entre los dos estrategas, los mercenarios reclutados por Hannón para enviar a Sardonia obedecerán las órdenes de Amílcar el Rayo. Pero, ¿tenéis presentes las consecuencias? ¿
Todas
las consecuencias?

Adérbal se levantó de un brinco y empezó a caminar alrededor de la habitación.


Tenemos
que crear una nueva unidad entre Libia y la ciudad. —Hablaba casi a gritos—.
Tenemos
que convertirnos en un país extenso y rico. ¡La rica y vieja ciudad no
puede
mantenerse sola contra Roma! ¿Qué opinará tu pueblo de semejantes cambios, númida?

Naravas levantó ambas manos, con los dedos entrelazados.

—Eso depende de muchas cosas. Como debes saber, púnico, los masilios somos jinetes y pastores, no gente de ciudad. Necesitamos campo abierto y aire, nos gusta vagabundear. Nunca hemos pagado tributo a Kart-Hadtha. Si nos dais dinero, nos proveeremos de soldados, buenos jinetes.., si no, nos quedaremos en nuestras estepas y bosques.

Asdrúbal apoyó la barbilla sobre la mano.

—También debemos considerar eso. No sólo habrá oposición en el Consejo y la ciudad.

Antígono carraspeo.

—Aunque ha llegado con retraso, este meteco pide permiso para intervenir.

Asdrúbal sonrió.

—Habla, señor del Banco de Arena.

—Si reúno correctamente los fragmentos que acabo de oír, obtengo un vaso con grandes grietas, por las que gotea el zumo de vuestros planes; se escurre en la arena.

Aníbal reprimió una risita. Naravas asintió. Amílcar no hizo ningún gesto. Los cuatro comerciantes y consejeros parecían desconcertados.

—¿Qué quieres decir?

—Habláis de prisas, de la cuestión de a quién obedecerán los mercenarios, de unir la ciudad con el campo. Puesto que el debilitado Hannón y su gente no pueden tomar parte en el juego, sólo puede tratarse de una cosa, queréis tomar el poder a la fuerza.

Adérbal dio un golpe sobre la mesa.

—Correcto, señor del Banco de Arena. Es la única posibilidad de hacer las cosas que es imprescindible hacer.

Antígono asintió.

—Si es que se quieren hacer. Por lo visto, estoy rodeado de conspiradores. ¿Ya se ha pronunciado al respecto la cabeza del nuevo orden? —Dirigió la mirada a Amílcar.

—Hasta ahora sólo he escuchado —dijo Amílcar.

—Y, ¿cuál es tu opinión?

—Seguiré escuchando. Quiero esperar hasta oír las palabras que me convenzan. Hasta ahora —dijo mostrando los dientes— no las he oído.

—Entonces las diré yo. —Antígono se puso de pie y cruzó los brazos ante el pecho—. No soy púnico, pero he nacido aquí y he sido invitado a la reunión. De modo que tengo el derecho de hablar.

Asdrúbal hizo una señal.

—Concedido, Tigo, te escuchamos.

—Hay cosas que se deben hacer, en eso estoy de acuerdo con vosotros. Pero para alcanzar el objetivo es necesario destruir otras cosas. Y cuando la destrucción es mayor que el objetivo, el camino no vale la pena. —Echó una mirada a los rostros serios de los presentes—. Después de esta terrible guerra, los libios verán cualquier cambio con odio y desconfianza, como todo lo que proceda de la ciudad.

La unión de la ciudad y el campo, de púnicos, libios y libiofenicios, no puede conseguirse por decreto: debe crecer paulatinamente, ser dirigida con cautela durante décadas. Y, ¿un golpe de Estado violento en Kart-Hadtha? Tendréis que destruir las viejas, antiquísimas instituciones: el Consejo, el Tribunal de los Ciento Cuatro, el Consejo de Ancianos, los sufetes. Los sumos sacerdotes de cada uno de los templos… Todos ellos han cometido errores; errar es humano; sólo los dioses, en su inhumana incomprensibilidad, son infalibles. Pero, a pesar de sus errores, han dirigido esta ciudad durante casi seiscientos años, la han hecho grande y renombrada.

—Caminó hasta la ventana y contempló un momento el patio, en el que había unos cien coraceros, luego se volvió de nuevo hacia el despacho.

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