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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (5 page)

Él se tomó el cumplido a risa.

—Es hora de desayunar —anunció, alejándose todavía más del espinoso tema del matrimonio.

Aurelia asintió y él se sintió aliviado.

—Tendrás que comer bien para tener energía durante la cacería.

A Quintus se le hizo un nudo en el estómago y el apetito que había tenido hacía tan poco rato, se desvaneció. Sin embargo, tendría que comer algo solo por guardar las apariencias.

Quintus dejó a Aurelia charlando con Julius, el esclavo paternalista que se encargaba de la cocina, y salió por la puerta. Apenas había comido y esperaba que Aurelia no se hubiera dado cuenta. Nada más internarse en el peristilo, o patio, se encontró con Elira. Llevaba un cesto de verduras y hierbas del huerto de la villa. Como de costumbre, le dedicó una mirada llena de deseo. Aquella mañana Quintus no estaba receptivo así que le dedicó una sonrisa mecánica y pasó de largo.

—¡Quintus!

Se sobresaltó. La voz era una de las más conocidas de la finca: Atia, su madre. Quintus no veía a nadie, lo cual significaba que probablemente estaba en el atrio, la zona principal donde residía la familia. Pasó corriendo junto a la fuente que repiqueteaba en el centro del patio con columnatas y entró en el fresco
tablinum
, la zona de recepción que conducía al atrio, y de allí al vestíbulo.

—Es una chica bien parecida.

Quintus se dio la vuelta y se encontró a su madre en la sombra que formaban las puertas, un buen punto desde el que observar lo que sucedía en el peristilo.

—¿Qué-qué? —tartamudeó.

—No tiene nada de malo acostarse con una esclava, por supuesto —declaró, acercándose. Como siempre, a Quintus le maravilló su aplomo y su enorme belleza. Como clara representante de la nobleza osca, Atia era menuda y daba gran importancia a su aspecto. Se había empolvado los pómulos con ocre. Llevaba las cejas y el borde de las pestañas delineadas con ceniza. Una
stola
, o túnica larga, de color rojo oscuro ceñida a la cintura, complementada por un chal color crema. Llevaba la melena negro azabache recogida con horquillas de marfil y coronada con una diadema—. Pero no lo hagas con tanta frecuencia. Se les suben los humos a la cabeza.

Quintus se ruborizó. Nunca había hablado de sexo con su madre, y mucho menos de sus actividades al respecto. De todos modos, no le extrañaba que fuera ella quien había sacado el tema en vez de su padre. Fabricius era soldado, pero tal como le gustaba repetir a menudo, a su esposa solo le impedía serlo el sexo al que pertenecía. En la mayoría de los casos, Atia era más severa que él.

—¿Cómo lo sabes?

Los ojos grises de ella lo dejaron clavado en el sitio.

—Os he oído por la noche. Hay que estar sordo para no enterarse.

—Oh —susurró Quintus. No sabía dónde mirar. Mortificado, observó el intricado mosaico que tenía bajo los pies, deseando que se abriera y lo engullera. Y él que pensaba que habían sido tan discretos…

—No te preocupes. No eres el primer hijo de nobles que se acuesta con una esclava guapa.

—No, madre.

Ella hizo un gesto con la mano para restarle importancia al asunto.

—Tu padre hacía lo mismo cuando era más joven. Todos lo hacen.

A Quintus le sorprendió la repentina franqueza de su madre. Debía de formar parte del hecho de hacerse hombre, pensó.

—Ah.

—Con Elira supongo que no tendrás problemas. Es limpia —anunció Atia con brusquedad—. Pero elige bien a tus parejas de lecho. Cuando vayas a un burdel, que sea de los caros. Es muy fácil contraer enfermedades.

Quintus abrió la boca y la cerró. No preguntó a su madre cómo sabía que Elira era limpia. Como
ornatrix
de Atia, la ilírica tenía que ayudarla a vestirse cada mañana. Sin duda en cuanto Atia se enteró de su relación con él, la acribilló a preguntas.

—Sí, madre.

—¿Preparado para la cacería?

Le ponía nervioso su mirada escrutadora y se preguntó si notaba el miedo que sentía.

—Creo que sí.

Se sintió aliviado al ver que su madre no hacía ningún comentario.

—¿Has rezado a los dioses? —preguntó.

—Sí.

—Recemos otra vez.

Se dirigieron al atrio, iluminado por un orificio rectangular en el techo. El tejado descendente permitía que el agua de lluvia cayera en el centro de la estancia y fuera a parar a un estanque especialmente construido para ello. Las paredes estaban pintadas con colores vivos y en ellas se representaban hileras de columnas que conducían a otras estancias imaginarias. El efecto daba incluso mayor profundidad al espacio. Era la zona habitada central de la gran villa y a partir de ahí salían los dormitorios, el despacho de Fabricius y un cuarteto de almacenes. En una de las esquinas más próximas al jardín había un santuario.

Había un pequeño altar de piedra decorado con estatuas de Júpiter, Marte o Mamers, tal como lo llamaban los oscos, y Diana. De las lámparas de aceite planas y circulares situadas al lado de ellas brotaban llamas parpadeantes. Por encima, en la pared, colgaban efigies de los antepasados de la familia. La mayoría eran parientes de Fabricius: romanos, el pueblo belicoso que había conquistado Campania hacía más de un siglo pero, como muestra del respeto que su padre sentía por su esposa, había algunos antepasados de Atia: nobles oscos que habían vivido en la zona durante muchas generaciones. Como es natural, Quintus se sentía orgullosísimo de ambos orígenes.

Se arrodillaron el uno junto al otro bajo la tenue luz y formularon en silencio sus peticiones a las deidades.

Quintus repitió las oraciones que había pronunciado en su habitación. En cierto modo, aliviaron su temor pero sin hacerlo desaparecer por completo. Para cuando hubo terminado, el bochorno por lo de Elira había remitido. Sin embargo, le desconcertó que su madre le mirara fijamente cuando se levantó.

—Tus antepasados te protegerán —murmuró—. Para ayudarte en la cacería. Para guiar tu lanza. No lo olvides.

Su madre sí había visto su temor. Avergonzado, Quintus asintió de forma entrecortada.

—¡Aquí estáis! Os estaba buscando. —Fabricius entró en la estancia desde el vestíbulo. Era bajo y robusto, y el pelo cortado al rape era ahora más gris que castaño. Iba bien afeitado y era más rubicundo que Quintus, pero poseía la misma nariz aquilina y mandíbula potente. Ya llevaba la ropa de caza: una túnica vieja, un cinturón con una daga con la empuñadura de marfil y unas sandalias de cuero resistentes. Aunque fuera vestido de paisano, siempre tenía un aspecto militar—. ¿Has pronunciado tus oraciones?

Quintus asintió.

—Mejor que nos preparemos.

—Sí, padre. —Quintus lanzó una mirada a su madre.

—Ve —instó Atia—. Hasta luego.

Quintus se animó. «Debe de pensar que lo conseguiré», pensó.

—Es el momento de que elijas lanza. —Fabricius lo condujo a uno de los almacenes, donde guardaba las armas y las armaduras. Quintus solo había entrado en esa sala unas pocas veces, pero era su lugar preferido de la casa. Le embargó una oleada de emoción cuando su padre sacó una llave pequeña y la introdujo en la cerradura. Se abrió con un leve clic. Fabricius corrió el pestillo y abrió la puerta de par en par a fin de que entrara la luz del día.

Una tenue penumbra seguía dominando la pequeña sala, pero Quintus enseguida se sintió atraído por un soporte de madera sobre el que se encontraba un casco beocio con el ala ancha y una forma característica. Lo que lo hacía especial era el penacho de crin rojiza suelta. Pese a que el tiempo había apagado su color, el efecto seguía resultando espectacular. Quintus sonrió al recordar el día que su padre había dejado la puerta entornada y él se había probado el casco a hurtadillas, imaginándose como un hombre adulto, como soldado de caballería en una de las legiones romanas. Anhelaba el día en que tendría uno propio.

En el suelo, bajo el casco, había un par de sencillas grebas realizadas con el mismo material. Cerca se encontraba un escudo de caballería circular, hecho con piel de buey. Apoyada contra el mismo había una espada larga y con la empuñadura de hueso en una vaina de cuero y unos cierres de bronce: un
gladius hispaniensis
. Según su padre, Roma había adoptado el arma después de encontrarla en manos de los mercenarios íberos que luchaban por Cartago. Aunque era poco común que la llevara un soldado de caballería, ahora prácticamente todos los legionarios iban armados con una espada similar. El
gladius
, provisto de una hoja recta de doble filo casi tan larga como el brazo de un hombre, resultaba letal en las manos adecuadas.

Quintus observó sobrecogido como Fabricius recorría con el dedo el borde del casco y tocaba la empuñadura de la espada. Aquella prueba fehaciente del pasado de su padre le fascinaba, además de anhelar aprender las mismas habilidades marciales. Si bien Quintus dominaba la caza, había recibido poca formación en el manejo de las armas. Los romanos la recibían al alistarse al ejército y para ello había que tener diecisiete años cumplidos. Tendría que conformarse con sus clases, que incluían historia y táctica militares, y cazar osos. Por el momento.

Al final, Fabricius se acercó a un soporte para armas.

—Elige.

Quintus admiró los distintos tipos de jabalina y lanzas hoplitas que tenía delante, pero las necesidades que tenía para ese día eran muy concretas. Abatir a un oso a punto de atacar era muy distinto a enfrentarse a un soldado enemigo. Necesitaba un poder de frenado mucho mayor. De forma instintiva, cerró el puño alrededor del ancha asta de la lanza de fresno que había utilizado con anterioridad. Tenía una hoja grande, de doble filo sujeta al resto del arma con una caña larga y hueca, de cuya base sobresalía a cada lado un grueso pincho de hierro. Su función era evitar que la presa alcanzara a la persona que manejaba la lanza. Es decir, a él.

—Esta —dijo, intentando quitarse esas ideas de la cabeza.

—Una elección acertada —dijo su padre, aliviado. Dio una palmada a Quintus en el hombro—. ¿Y ahora qué?

Quintus se dio cuenta con emoción de que tenía en sus manos el control total de la cacería. Los días y semanas que había pasado aprendiendo a rastrear a lo largo de los dos años anteriores habían llegado a su fin. Se quedó pensativo unos instantes.

—Seis perros deberían bastar. Un esclavo para controlar a cada pareja. Agesandros también puede venir: es buen cazador y sabe vigilar a los esclavos.

—¿Algo más?

Quintus se echó a reír.

—No estaría mal llevar un poco de comida y agua, supongo.

—Muy bien —convino su padre—. Iré a la cocina y organizaré los pertrechos. ¿Por qué no eliges a los esclavos y los perros que quieres?

Asombrado todavía por aquel cambio de roles, Quintus se dirigió al exterior. Por primera vez notó todo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. Era esencial que tomara las decisiones correctas. Cazar osos resultaba sumamente peligroso y la vida de varios hombres dependería de él.

El pequeño grupo partió poco después. Quintus iba en cabeza y su padre caminaba a su lado. No llevaban carga alguna más allá de sus respectivas lanzas y un odre de agua. Les seguía Agesandros, un griego siciliano que hacía muchos años que pertenecía a Fabricius. Como su amo confiaba en él, también llevaba una lanza de caza. Portaba un hatillo a la espalda con pan, queso, cebollas y un pedazo de carne seca.

A fuerza de trabajárselo con ahínco, Agesandros había llegado a ocupar el puesto de
vilicus
, el esclavo más importante de la finca. Sin embargo, no había nacido en cautividad. Al igual que muchos otros de sus paisanos, Agesandros había luchado junto a los romanos en la guerra contra Cartago. Fue capturado durante una escaramuza y vendido como esclavo por los cartagineses. Hanno pensó que resultaba irónico que el siciliano se hubiera convertido en esclavo de un romano. De todos modos, Fabricius y Agesandros se llevaban bien. De hecho, el capataz mantenía una buena relación con toda la familia. Su talante cordial y disponibilidad para responder preguntas lo había convertido en una de las compañías preferidas de Quintus y Aurelia desde su más tierna infancia. Aunque ahora tenía por lo menos cuarenta años, el
vilicus
estevado gozaba de una excelente forma física y controlaba a los esclavos con mano de hierro.

Por último iban tres galos fornidos, elegidos por Quintus debido a su vínculo con los perros de caza. Uno en concreto, un hombre achaparrado y tatuado con la nariz rota, se pasaba todos sus ratos libres con la jauría, enseñándoles órdenes nuevas. Al igual que el resto de los esclavos, el trío había estado trabajando en los campos bajo la supervisión de Agesandros aquella mañana. Era la época de la siembra y tenían que trabajar del alba al atardecer bajo el cálido sol. Así pues, la perspectiva de ir a cazar osos era mucho más atractiva y charlaban animadamente entre ellos en su idioma mientras caminaban. Delante de cada hombre iba un par de grandes perros pardos manchados que tiraban con fuerza de las correas de cuero que llevaban atadas al cuello. Con sus cabezas anchas y cuerpo musculoso, eran todo lo contrario a los perros más pequeños de Fabricius, que tenían las orejas copetudas y los costados emplumados. Los primeros eran perros de caza olfativos mientras que los últimos confiaban en la vista.

El sol lucía implacable en el cielo despejado cuando dejaron atrás los campos de trigo que rodeaban la villa. Según había visto Quintus, el reloj de sol del patio indicaba que apenas era la
hora secunda
. El sonido característico de las cigarras empezaba a oírse pero la calima que flotaba en el aire a diario aún no se había formado. Iba en cabeza a lo largo de un sendero estrecho que serpenteaba por entre los olivos que punteaban las laderas situadas por encima de la finca.

Tras atravesar un claro, se internaron en los bosques de haya y roble que cubrían buena parte del campo circundante. Aunque las colinas eran mucho más bajas que los Apeninos, que discurrían a lo largo de Italia, albergaban algún que otro oso. Sin embargo, no era probable que encontrara rastros tan cerca de la finca. Solitarios por naturaleza, esas grandes criaturas evitaban a los humanos en la medida de lo posible. Quintus escudriñaba el terreno de todos modos pero, como no veía nada, aceleró el paso.

Como cualquier otra ciudad grande, Capua celebraba sus propios
ludi
, o juegos, lo cual había permitido que Quintus viera luchar a un oso con anterioridad. No había sido nada agradable. El animal, aterrorizado por estar en un entorno extraño y rodeado de una muchedumbre que no cesaba de aullar, había tenido pocas posibilidades al enfrentarse a dos cazadores expertos armados con lanzas. No obstante, guardaba un recuerdo claro del enorme poder de su mandíbula y garras cortantes. Enfrentarse a un oso en su propio terreno, a solas, sería una experiencia totalmente distinta al espectáculo desequilibrado que había presenciado en Capua. A Quintus se le formó un nudo en el estómago, pero no aflojó el paso. Fabricius, al igual que todos los padres romanos, ostentaba el poder sobre la vida y la muerta de su hijo, y había elegido aquel camino. Quintus tampoco podía defraudar a su madre. Tenía la obligación de salir airoso de aquel brete. «Para cuando caiga el sol —pensó orgulloso—, seré un hombre.» Sin embargo, Quintus no podía evitar imaginarse que quizás acabara sus días desangrado en el bosque.

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