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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (11 page)

Aproximadamente un día después de rodear el cabo Pachynus, el extremo meridional de Sicilia, el birreme se acercó a la magnífica fortaleza de Siracusa. Construida originariamente por los corintios más de quinientos años antes, sus inmensas fortificaciones se extendían desde la meseta triangular de Epipolae, en el afloramiento rocoso situado por encima del mar, hasta la isla de Ortygia, en la línea de flotación. Siracusa era la capital de una poderosa ciudad-estado que controlaba la mitad oriental de Sicilia y estaba gobernada por el anciano tirano Hiero, aliado de la República desde hacía tiempo y enemigo de Cartago. El egipcio llevó el barco hasta media milla del puerto antes de decidir no entrar en él. Se veían grandes cantidades de trirremes romanos, cuyos capitanes disfrutarían crucificando a los piratas que cayeran en sus manos.

A Hanno y Suniaton poco les importaba dónde amerizaban. De hecho, cuanto más largo fuera el viaje, mejor. Así se retrasaba la realidad de su destino.

En vez de dirigirse a las ciudades situadas en el talón o dedo gordo de Italia, el egipcio guio el birreme por el estrecho situado entre Sicilia y el continente. Solo tenía una milla de ancho y permitía gozar de buenas vistas de ambas costas.

—Es fácil ver por qué los romanos empezaron la guerra contra Cartago, ¿no? —musitó Hanno a Suniaton. Sicilia dominaba el centro del Mediterráneo e, históricamente, quienquiera que la controlaba, dominaba los mares—. Está muy cerca de Italia. La presencia de nuestras tropas debe de haberse percibido como una amenaza.

—Imagínate si nuestro pueblo no hubiera perdido la guerra —repuso Suniaton entristecido—. Habríamos tenido la posibilidad de que ahora nos rescatara alguno de nuestros barcos.

Hanno ya tenía un motivo más para odiar a Roma.

En el puerto de Rhegium, en la Italia continental, el capitán pirata se preparó para vender a los cautivos. Los rumores callejeros enseguida le hicieron cambiar de opinión. Los juegos que pronto iban a celebrarse en Capua, más al norte, habían provocado una demanda de esclavos sin precedentes. Bastó para que el egipcio zarpara con rumbo a Neapolis, la población costera más próxima a la capital de Campania.

A medida que se acercaba el final de su viaje, Hanno descubrió que, curiosamente, la familiaridad cada vez mayor que tenía con los piratas era más reconfortante que el destino desconocido que le aguardaba. Pero entonces se acordó de Varsaco: era imposible permanecer en el birreme porque no era más que cuestión de tiempo hasta que el brutal capataz se vengara de él. Por consiguiente, dos días después Hanno descendió aliviado al muelle de Neapolis. La ciudad amurallada, que había sido un asentamiento griego, había sido uno de los
socii
, aliados de la República, durante más de cien años. Poseía uno de los mayores puertos al sur de Roma, un puerto de agua profunda lleno de buques de guerra, barcos de pesca y buques mercantes de todo el Mediterráneo. El lugar estaba atestado y el egipcio tardó una eternidad en encontrar un amarradero adecuado.

Hanno estaba con Suniaton y los demás cautivos, una mezcla de jóvenes númidas y libios. El egipcio y seis de sus hombres más fornidos acompañaban al grupo. Para evitar cualquier intento de huida, la argolla de hierro que cada prisionero llevaba en el cuello estaba conectada con la del siguiente mediante una cadena. Contento al notar la solidez de las anchas losas de piedra del muelle bajo sus pies, Hanno se encontró al lado de un montón de planchas de cedro cortadas de forma tosca procedentes de Tiro. Al lado había montículos dorados de grano siciliano y bolsas repletas de almendras de África. Más allá, apiladas hasta una altura mayor que la de un hombre, había ánforas selladas con cera llenas de vino y aceite de oliva. Los pescadores bromeaban entre sí mientras arrastraban la captura de atún, mújol y besugo a la costa. Los marineros que estaban de permiso ataviados con sus llamativas túnicas azules se pavoneaban por el muelle en busca de los antros de lujuria y desenfreno de la ciudad. Cargados con sus aperos, un grupo de marinos se preparaba para embarcar en un trirreme cercano. Al verlos, los marineros se pusieron a burlarse de ellos. Enfurecidos, los marinos empezaron a responderles a gritos. Un
optio
con la nariz de cerdito evitó que los grupos acabaran enfrentándose a golpes.

Hanno contempló embelesado el bullicio del lugar. Le recordaba muchísimo a su hogar y le dolía el corazón de solo pensarlo. Entonces, entre los gritos en latín, griego y númida, Hanno oyó que alguien hablaba cartaginés y le respondían. Al comienzo se quedó anonadado y luego se alegró. ¡Por lo menos oía a dos de sus compatriotas! Si lograba hablar con ellos, quizá pudieran ponerse en contacto con su padre. Lanzó una mirada a Suniaton.

—¿Has oído eso?

Su amigo asintió sorprendido.

Hanno se puso de pie con desesperación, pero la muchedumbre le impedía ver.

El egipcio tiró de la cadena con brutalidad y obligó a los cautivos a seguirle.

—El mercado de esclavos está cerca de aquí —anunció con una sonrisa cruel.

Hanno arrastró los pies pero el tirón del cuello era inexorable. Sintió una profunda angustia cuando al cabo de doce pasos ya no distinguió su lengua materna de la plétora de idiomas que se oían. Era como si se les hubiera cerrado en las narices
la puerta de la última oportunidad. Le pareció un golpe más duro que cualquier otra cosa que les hubiera pasado hasta el momento.

Una lágrima rodaba por la mejilla de Suniaton.

—Valor —susurró Hanno—. Sobreviviremos, como sea.

«¿Cómo? —gritaba en su interior—. ¿Cómo?»

4

Hombría

El oso se lanzó a sus pies y Quintus le atacó con una serie de puntapiés. Tenía que morderse la lengua para no gritar horrorizado. A ese ritmo, el animal lo agarraría por el muslo o la entrepierna. El dolor sería insoportable y su muerte lenta, en vez de la muerte rápida que había tenido el galo. A Quintus no se le ocurría qué hacer para salir airoso de aquella situación. Siguió agitando descontroladamente sus
caligae
. Confundido, el animal gruñó y le golpeó con la gigantesca garra. Le rasgó media sandalia.

Al final un gemido de miedo escapó de sus labios. Quintus oyó unas fuertes pisadas y sintió un alivio inmenso en todo el cuerpo. Quizá no estuviera acabado. Al mismo tiempo se sentía consumir de vergüenza. No quería vivir el resto de sus días como el cobarde al que habían tenido que rescatar de las garras de un oso.

—¡ALTO! —gritó su padre.

—Pero Quintus… —protestó Agesandros.

—Tiene que hacer esto solo. Es lo que él ha dicho —masculló Fabricius—. ¡Retrocede!

A Quintus le embargó una oleada de terror. Al obedecer sus deseos, su padre lo estaba condenando a una muerte segura. Cerró los ojos. «Que sea rápido, por favor.» Al cabo de un momento, se percató de que el oso no había intensificado su ataque. Quintus miró fijamente al animal, que seguía estando a escasos pasos de distancia. ¿Había sido la carga de Agesandros o la voz de su padre lo que le habían hecho vacilar? No estaba seguro pero se le ocurrió una idea. Quintus tomó aire y profirió un grito desgarrador. El animal aplanó las pequeñas orejas, lo cual le animó a repetir el sonido estridente. Esa vez también movió los brazos.

Quintus sintió un profundo alivio cuando el oso retrocedió un paso. Logró ponerse en pie mientras seguía chillando como un loco. Por desgracia, no llegaba a la lanza. Estaba justo debajo de las patas delanteras del animal. Quintus sabía que sin ella sus posibilidades de éxito eran nulas. Tampoco sería motivo de orgullo ahuyentar al animal haciendo ruido. Tenía que recuperar el arma y matarlo. Balanceando los brazos como un loco, dio un paso hacia él. El animal ladeaba la cabeza de un lado a otro sospechosamente pero cedió. Quintus recordó lo que le había aconsejado Agesandros acerca de cómo actuar si se encontraba con un oso en el bosque y redobló sus esfuerzos. Seguía llevando la sandalia destrozada atada a la pantorrilla por las tiras y tenía que ir con sumo cuidado al apoyar el pie. A pesar de aquel impedimento, no tardó mucho en recuperar la lanza.

Quintus tenía ganas de lanzar un grito de alegría. El animal miraba a su alrededor, buscando la forma de escapar, pero no lo tenía fácil. Fabricius había ordenado a los demás que se dispersaran. Formaron un círculo poco compacto alrededor de la pareja. Los perros restantes llenaban el ambiente de un clamor ansioso. Con valentía renovada, Quintus pasó al ataque. Al fin y al cabo, el oso estaba herido. En esa situación, matarlo entraba dentro de sus posibilidades.

Se equivocó.

Cada vez que le clavaba la lanza al animal, o bien golpeaba la hoja o la apartaba con sus enormes brazos. A Quintus le palpitaba el corazón. Tendría que acercarse mucho más. Sin embargo, ¿cómo iba a asestarle un golpe mortal sin ponerse al alcance de sus garras mortíferas? El oso era capaz de llegar muy lejos. Solo se le ocurría una manera. En la granja había visto muchas veces cómo sacrificaban a los cerdos, incluso había sido él quien había manejado el cuchillo en alguna ocasión. Debido a la piel dura y a la gruesa capa de grasa subcutánea que tenían, eran animales difíciles de matar, a diferencia de las ovejas o los bueyes. La mejor manera era clavar la hoja en la papada y cortar así las arterias principales que salían del corazón. Quintus rezó para que la anatomía de los osos fuera parecida y para que los dioses le concedieran una oportunidad de zanjar así el asunto.

Antes de llevar a cabo su plan, el animal le embistió a cuatro patas y pilló a Quintus desprevenido. Retrocedió rápidamente y se olvidó de la sandalia rota. Al cabo de unos pasos, la suela con tachuelas se enganchó en una raíz que sobresalía. Le tensó las tiras que se la sujetaban a la pantorrilla y perdió el equilibrio. Quintus cayó pesadamente, esta vez de espaldas. Sin saber muy bien cómo, siguió sujetando la lanza, que fue a parar a su lado en el claro. Eso no impidió que el corazón se le encogiera de miedo. El oso se centró en él y, moviéndose con una rapidez inusitada, se abalanzó en su dirección.

Quintus apartó la mirada con rapidez. La expresión conmocionada de su padre lo decía todo. Estaba a punto de morir.

A pesar del terror, Fabricius mantuvo su promesa. No se movió de su sitio.

Quintus volvió a mirar al oso. Tenía las fauces abiertas a menos de un palmo de distancia de los pies. No tenía más que un instante para reaccionar antes de que le arrancara una pierna. Por suerte, el extremo de la lanza le sobresalía más allá de las sandalias. Agarró el asta y la alzó del suelo. La luz del sol destellaba del extremo de hierro brillante y deslumbró al oso, lo distrajo y le hizo golpear la hoja enfadado. Rápidamente, Quintus desplazó las piernas a un lado al tiempo que clavaba la culata del arma en la tierra con el codo y la sujetaba con fuerza con ambas manos.

Cuando el oso se le acercó, apuntó el extremo puntiagudo a la carne situada bajo las fauces abiertas. El oso, empeñado en cogerlo, no le prestó atención. Bajó la cabeza y fue a por sus piernas. Con desesperación, Quintus las apartó lo más rápido posible. El movimiento colocó al animal justo encima de la lanza y el impulso bastó para que el hierro afilado le atravesara la piel. Le chirrió al atravesarle la laringe antes de penetrar en los tejidos más blandos y profundos. El oso, capaz todavía de despedazarlo, corcoveaba y levantaba la cabeza con una fuerza tan inmensa que amenazaba con arrancarle a Quintus el arma de las manos. Él seguía aferrándose con fuerza cuando, medio suspendido por encima de él, el animal agarró enfurecido la gruesa asta de madera. Lo tenía tan cerca que notó su hedor acre. Casi podía tocarle los colmillos que habían hecho pedazos al galo y a tres de los perros.

Resultaba sumamente aterrador.

El inmenso peso del animal acabó jugando en su contra y la hoja mortífera se le clavó aún más adentro. Sin embargo, Quintus no estaba ni mucho menos contento. El oso estaba bien vivo y se le acercaba cada vez más. Llenaba todo su campo de visión: una enorme masa airada compuesta de garras y dientes. Si se le acercaba un milímetro más, lo haría pedazos. ¿Aguantarían la presión los clavos que sobresalían en la base de la caña? Quintus tenía la boca seca de miedo: «Muere, cabrón. Muérete ya.»

Al animal se le hincó el asta de la lanza un palmo más.

Quintus pensaba que se le iba a parar el corazón.

De repente, el oso tuvo arcadas y una marea de sangre roja y brillante salió de su boca y cubrió el suelo que estaba detrás de Quintus. ¡Le había atravesado una arteria principal! «Júpiter, que ahora le atraviese el corazón —rogó—. Antes de que me alcance.» El asta daba sacudidas mientras las púas de hierro golpeaban el cuello de la bestia. Entonces paró. Le rugió a Quintus en la cara y él cerró los ojos. Ya no podía hacer nada más.

Sintió un enorme alivio cuando el oso dejó de forcejear. De las fauces abiertas le brotó otro chorro de sangre que cayó encima de la cara y los hombros de Quintus. Sin acabar de creérselo, alzó la vista, asombrado al ver que la luz de sus ojos ambarinos se debilitaba y luego desaparecía. De repente el oso se convirtió en un peso muerto al final de la lanza. Los músculos exhaustos de Quintus no soportaban más la presión y los relajó.

El animal se le cayó encima.

Quintus sintió un gran alivio al ver que no se movía y, aunque apenas podía respirar, estaba vivo.

Al cabo de un instante notó cómo retiraban el cuerpo del animal.

—Has quedado ileso —exclamó su padre—. ¡Alabados sean los dioses!

Agesandros soltó un gruñido para mostrar su acuerdo.

Quintus se incorporó con sumo cuidado.

—Alguien me estaba protegiendo —masculló, secándose parte de la sangre del oso de los ojos.

—Seguro que sí pero eso no quita mérito a lo que has hecho —declaró Fabricius. El alivio que denotaba su voz resultaba palpable—. Estaba convencido de que iba a matarte. ¡Pero has mantenido la calma! Hay pocos hombres capaces de eso cuando se enfrentan a una muerte segura. Deberías sentirte orgulloso. No solo has demostrado tu valor sino que has honrado a tus antepasados de la mejor manera posible.

Quintus lanzó una mirada a Agesandros y a los dos esclavos, que lo observaban con respeto. Alzó el mentón. ¡Lo había conseguido! «Gracias, Diana y Marte —pensó—. Os haré una ofrenda generosa a los dos.» Sin embargo, era inevitable que a Quintus se le fueran los ojos hacia el cadáver del esclavo tatuado. Le invadió una gran sensación de culpa.

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