Read Anatomía del crimen. Guía de la novela y el cine negros Online
Authors: Mariano Sánchez Soler
Tags: #Ensayo
Imagen de
El asesino dentro de mí
(2010), dirigida por Michael Winterbottom.
M
ALDITO Y OLVIDADO
En 1963, mientras una enfermedad le incapacitaba durante meses, Thompson reflexionó, dio la espalda a Hollywood y escribió dos de sus mejores novelas:
Los timadores
y
1280 almas
, que no vería cómo eran llevadas al cine por Stephen Frears (
The Grifters
, con guión de Donald Westlake, 1990) y por Bertrand Tavernier (
Coup de torchon
, 1981).
Era ya un escritor olvidado, marcado por una visión del mundo que forjaba su genio y su maldición, inseparablemente. Jim Thompson cargaba en solitario con el peso del fracaso. Apenas el alcohol y la escritura disminuían levemente su infernal sufrimiento. Vivía en su piel «la tragedia de los siglos, ya que nada ni nadie se destruye por completo; sencillamente, asume nuevas formas. Mírame a mí, por ejemplo. Pregúntame si estoy destruido y contéstame sí o no. —Y se veía a sí mismo como el caso clásico del grifo cuadrado en la tubería redonda—. Cada uno es un ángel y un hijo de perra, ambas cosas».
De este modo, como en una tragedia griega, como un Dante de piel calcinada, descendía desvalido y sin defensas hasta los infiernos de la culpa y el remordimiento. Nada se sostiene en la literatura y en la vida, excepto el miedo, ese horror psíquico individual contenido en el interior de un horror colectivo creado por las estructuras sociales del Sistema: el Estado, la iglesia y la Familia. Y si en
La sangre de los King
la familia es dinamitada con salvaje desesperación, el horror total surge dentro del escritor y se expresa literariamente a través de personajes como su psicópata Rudy Torrento, quien «tenía miedo a dormir e igualmente temía despertar; desde el amanecer de su memoria, los días también se habían identificado con el terror. En todo caso, sin embargo, su miedo era de diferente clase. Un ratón acorralado debía sentir lo mismo que Rudy Torrento sentía al tomar conciencia cada día. O una culebra atrapada entre los dientes de una horca. Era un miedo enloquecedor, agresivo, ultrajante y furioso; una sensación de escalofrío que se iba apoderando del hombre cuya existencia dependía de él».
Dos años antes de su muerte, en 1975, la última decepción se apoderó de Thompson con el estreno de la versión de
El asesino dentro de mí
, filmada por el artesano Burt Kennedy. La impresión que recibió fue tan tremenda que se quedó sin voz. Desde entonces, comenzó a sufrir sucesivas trombosis en las que perdía el habla y la posibilidad de comunicarse. «Para un hombre como yo —dijo a sus hijos una de las últimas veces que pudo expresarse—, que siempre ha amado las palabras, esto es lo peor que me podía ocurrir».
Su agonía fue lenta y dolorosa. Y vivió la pesadilla añadida de haber sido recluido, como su padre Pop, en un asilo de ancianos. Para acabar con su vida cuanto antes, dejó de comer. Y la sombra de Pop regresaba a su mente mientras balbuceaba constantemente: «Perdón, perdón, perdón…». También, con lágrimas en los ojos, exclamaba ante la sorpresa de su hija Sharon: «¡Cómo han podido hacerme esto!».
Fue su hijo Michael —que tantos problemas le creó con sus depresiones y sus intentos de suicidio y al que jamás abandonó— quien lo sacó del asilo y se lo llevó a su casa. Su vida se apagaría en pocos meses. Cuando, el jueves santo, 7 de abril de 1977, murió, ninguno de sus libros permanecía editado en Estados Unidos. A su entierro apenas asistieron veinticinco personas, de las cuales sólo cuatro no pertenecían a la familia.
En declaraciones al biógrafo Michael McCauley, el editor Arnold Hano, de Lion Books, recordó con amargura aquel triste momento: «Además de la poca gente que asistió al sepelio —dijo Hano—, una idea golpeaba mi cerebro con fuerza: me parecía estar en una novela de Jim Thompson».
Maldito hasta el fin. «Sí, creo que eso es todo, a no ser que la gente como nosotros tenga otra oportunidad en el otro mundo. Nosotros, la gente como nosotros».
L
OS TREINTA ESCALONES DEL INFIERNO
L
AS NOVELAS PERDIDAS
L
OS GUIONES CINEMATOGRÁFICOS
H
asta que llegó Chester Himes y culminó su obra
noir
en 1969 a través de
Un ciego con una pistola
, la literatura policíaca tenía como escenario convencional el mundo de los blancos y actuaba como un registro de la cultura blanca, a pesar de que se publicaban novelas policíacas de otros autores no blancos, como Ed Lacy. Es decir, la novela negra reflejaba la forma de vida, las costumbres y el lenguaje de los blancos. Cuando los no-blancos accedieron a ese escenario, fueron extraños en un mundo que no les pertenecía. Desde un punto de vista jurídico, ético y social, no debería ser así, porque ese mundo pertenece también a los no-blancos. Pero la realidad literaria y sociopolítica era otra: los blancos habían delimitado claramente su espacio y habían puesto fuera de él a los otros.
La literatura policíaca de Chester Himes se alejó deliberadamente de ese universo blanco para situarse en las entrañas del reducto, del gueto asignado a una de las minorías étnicas de la ciudad de Nueva York: el barrio negro de Harlem.
Uno de los fundamentos de la originalidad, de la potencia y de la corrosiva belleza de la obra de Himes, de su salvaje sentido del humor, de su dimensión trágica, radica, precisamente, en este cambio de escenario. Como escribió Juan Carlos Marini (primer editor en España de las obras de Himes), «la gran originalidad de Himes radica en esa desgarradora aparición en la literatura de un submundo opuesto y beligerante»
[17]
. Se trata de otra literatura policíaca, que registra las pautas de la marginación negra y su enfrentamiento feroz con el mundo blanco.
Chester Himes.
Un ciego con una pistola
es mucho más que un espeluznante relato de acción protagonizado por negros que se enfrentan con las autoridades y con el poder de los blancos. Porque, a partir de un punto geográfico, el cruce de la Séptima Avenida con la Calle 125, hacia el que convergen manifestantes del Black Power y de la Hermandad del Templo de Jesús Negro frente a la mirada pasiva de un grupo de musulmanes negros, Chester Himes registra en su discurso literario el carácter compulsivo de la vida en el gueto y narra las aventuras sin solución de sus detectives, Sepulturero Jones y Ataúd Johnson, al tiempo que reúne las voces de todos sus hermanos negros en un texto estremecedor, desconcertante para un autor europeo. Porque
Un ciego con una pistola
es también, además de un ejercicio literario sin precedentes, el registro de los discursos de la
negritud
recluida en Harlem.
Las voces que suenan en esta novela, las costumbres que se describen, las miserias de que da testimonio, no son absurdas, ni arbitrarias, ni enfermizas. Su ritmo febril, expansivo, es el ritmo de los discursos que se superponen en Harlem. Se trata de otra violencia, de otra religiosidad, de otro fanatismo, de otra sexualidad, de otro orden, expresados ahora en discursos diferentes al blanco. Se trata, en definitiva, de otra cultura, que no se puede comprender, ni tan siquiera en su forma criminal, a través de las pautas convencionales de interpretación del mundo blanco.
Un ciego con una pistola
es una enumeración, una rogativa, una maldición. Una novela insólita, la última de una saga y el resumen de toda esa saga. El epílogo que nos lleva al principio. Todo sucede en esta novela, o todo está implícito en ella. Y quizá las cosas no sean peores allí que en otro lugar. Sólo que la degradación se expresa con formas más brutales y sangrantes. Los buenos modales de la supuesta legalidad blanca no tienen lugar en Harlem, y su ley, desde la óptica del ciudadano blanco, es la ley de la selva.
«Nos importa un rábano toda la burocracia. Queremos ir al fondo de la cuestión», afirma Jones. Y hay que comprender entonces que él puede ser un policía, pero antes es negro, y para él la burocracia, la ley, la autoridad… no son más que
basura blanca. Un ciego con una pistola
sorprende a los lectores tradicionales de literatura policíaca. Encontrarán en ella tanta o más violencia, crímenes, asesinatos y brutalidad que en las obras más destacadas del género en estos aspectos; pero tropezarán con un lenguaje diferente: el de un mundo y una cultura cuya intimidad desconocemos. Además, en Harlem no hay soluciones.
Porque Harlem es Chester Himes. En Harlem vivió desde 1945 (fecha de publicación de su primera novela, con la que se haría famoso) hasta su emigración a Francia en 1953 donde, a instancia de Marcel Duhamel, director de la
Série Noire
, empezó su producción policíaca con un total de nueve novelas, ocho de ellas con el protagonismo de los citados detectives, publicadas más tarde en Estados Unidos con distintos títulos. En 1968 se estableció definitivamente en Moraira, Alicante, hasta su muerte en 1984.
Manuel Vázquez Montalbán, con acierto crítico, escribió: «Himes es un exiliado voluntario de la cultura americana que se dedicó a escribir una novela policíaca desde París, planteándose a distancia el espacio físico de Harlem y el tema de la negritud urbana americana»
[18]
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