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Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

Ana, la de Tejas Verdes (8 page)

Ana acercó el jarrón lo suficiente como para depositar un beso en una flor y luego estudió diligentemente durante algunos momentos más.

—Marilla —preguntó de pronto—. ¿Cree que alguna vez tendré una amiga del alma en Avonlea?

—¿Una…? ¿Qué clase de amiga?

—Una amiga del alma, una amiga íntima, ¿sabe?; un espíritu verdaderamente gemelo a quien confiar lo más profundo de mi alma. Toda mi vida he soñado tener una. Nunca creí poder tenerla, pero ya que tantos sueños hermosos se han hecho realidad de improviso, pensé que éste quizás se hiciera realidad también. ¿Lo cree posible?

—Diana Barry vive en «La Cuesta del Huerto» y tiene más o menos tu misma edad. Es una chiquilla muy buena y quizá sea tu compañera de juegos cuando regrese a su casa. En estos momentos está en Carmody, visitando a una tía. Sin embargo, tienes que tener cuidado de cómo te portas. La señora Barry es una mujer muy particular. No dejará jugar a Diana con una niña que no sea buena.

Ana miró a Marilla a través de las flores con los ojos brillantes de interés.

—¿Cómo es Diana? Sus cabellos no son rojos, ¿no es cierto? Oh, espero que no. Es bastante desgracia que yo los tenga, pero no podría soportarlo en una amiga del alma.

—Diana es una niña muy bonita. Tiene ojos y cabellos negros y las mejillas rosadas. Y es buena e inteligente, que es mejor que ser guapa.

Marilla era muy moralista y estaba firmemente convencida de que cada comentario que se hace a los niños debe tener mensaje. Pero Ana dejó a un lado el mensaje y se dedicó a la parte bella.

—Oh, estoy contenta de que sea guapa. Lo mejor, después de ser guapo uno mismo (cosa imposible en mi caso), es tener una hermosa amiga del alma. La señora Thomas tenía una biblioteca con puertas de vidrio en la sala. Allí no había ningún libro; la señora Thomas guardaba dentro su mejor vajilla y las confituras, cuando tenía alguna. Una de las puertas estaba rota. El señor Thomas la rompió una noche que se encontraba ligeramente intoxicado. Pero la otra se hallaba intacta, y yo acostumbraba imaginar que mi reflejo era otra niña que vivía allí. Yo la llamaba Katie Maurice y éramos muy íntimas. Solía hablarle mucho, especialmente los domingos, y contarle todo; Katie era el único consuelo de mi vida. Solíamos imaginar que la biblioteca estaba encantada y que si yo hubiera sabido el hechizo, la puerta se abriría y habría podido entrar en la habitación donde vivía Katie Maurice, en lugar de dentro de los estantes con vajilla y las confituras de la señora Thomas. Y entonces Katie Maurice me cogería de la mano, conduciéndome a ese lugar maravilloso, lleno de sol, flores y hadas, y hubiéramos vivido allí felices para siempre. Cuando fui a vivir con la señora Hammond, me partió el corazón dejar a Katie Maurice. A ella le pasó lo mismo, pues lloraba cuando me dio el beso de despedida a través de la puerta de la biblioteca. Pero río arriba, a poca distancia de la casa, había un largo valle verde con un hermoso eco. Devolvía cada palabra que se dijera, aunque fuera en voz baja. De manera que imaginé que era una niña llamada Violeta, que éramos las mejores amigas y que yo la quería casi tanto como a Katie Maurice. La noche antes de ir al asilo dije adiós a Violeta, y, ¡oh!, su adiós fue muy, muy triste. Me había acostumbrado tanto a ella que no pude imaginarme una amiga del alma en el asilo, aunque hubiera tenido allí algún campo para la imaginación.

—Me parece bien que no lo hubiera —dijo secamente Marilla—, no me gustan esas cosas. Pienso que crees mucho en tu imaginación. Te hará bien tener una amiga real para terminar con todas esas tonterías. Pero no dejes que la señora Barry te oiga hablar sobre tu Katie Maurice o tu Violeta, o creerá que andas contando cuentos.

—No lo haré. No podría hablar de ellas con cualquiera; su recuerdo es sagrado. Pero me pareció que debía decírselo a usted. Oh, mire esa gran abeja que ha salido de un capullo. ¡Qué hermoso lugar para vivir es un capullo! Debe ser lindo dormir allí cuando lo acuna el viento. Si no fuera un ser humano, me gustaría ser una abeja y vivir entre flores.

—Ayer querías ser una gaviota —gruñó Marilla—. Sospecho que eres inconstante. Te dije que aprendieras la plegaria y que no hablaras. Pero parece que es imposible que dejes de hablar si tienes alguien que te escuche. De manera que sube a tu habitación a estudiarla.

—Oh, ya la sé casi toda, menos la última línea.

—No importa, haz lo que te digo. Ve a tu habitación, termina de aprenderla bien y quédate allí hasta que te llame para que me ayudes a preparar el té.

—¿Puedo llevarme las flores para que me acompañen? —rogó Ana.

—No. ¿Querrás tener la habitación llena de flores? En primer lugar, debiste haberlas dejado en el árbol.

—Así lo pensé. Sentí que no debía abreviar su vida cortándolas; si yo fuera un capullo, no me gustaría que me cortasen. Pero la tentación fue
irresistible.
¿Qué hace usted cuando tiene una tentación irresistible?

—Ana, ¿no has oído que debes ir a tu habitación? Ana suspiró, se retiró a su buhardilla y se sentó junto a la ventana.

—Ya está, ya sé la plegaria. Aprendí la última frase al subir por la escalera. Ahora voy a imaginar cosas en esta habitación, de manera que queden imaginadas para siempre. El suelo está cubierto por una alfombra de terciopelo con rosas y en las ventanas hay cortinas de seda roja. Las paredes están cubiertas por tapices de oro y plata. Los muebles son de caoba; nunca he visto caoba, pero suena a
tan
lujoso. Esto es un sofá cubierto con cojines de seda rosa, azul, escarlata y oro, y yo estoy graciosamente reclinada en él. Puedo ver mi imagen en la pared. Soy alta y hermosa, llevo un vestido de encaje blanco, con una cruz de perla sobre el pecho y perlas en los cabellos. Mi cabello es negro como la noche y mi piel de claro marfil. Mi nombre es Lady Cordelia Fitzgerald. No, no es así; no puedo hacer que
eso
parezca real.

Corrió hasta el espejo y se miró. Allí la contemplaron su delgada y pecosa cara y sus solemnes ojos grises.

—Tú no eres más que Ana de las «Tejas Verdes» —dijo—, y te veré con ese mismo aspecto cada vez que trates de imaginar a Lady Cordelia. Pero es un millón de veces más lindo ser Ana de las «Tejas Verdes» que ser Ana de ninguna parte, ¿no es así?

Se inclinó, besó afectuosamente su imagen y volvió junto a la ventana.

—Buenas tardes, querida Reina de las Nieves. Y buenas tardes, queridos abedules de la hondonada. Y buenas tardes, querida casa gris de la colina. ¿Llegará Diana a ser mi amiga del alma? Espero que sí y la querré mucho. Pero nunca olvidaré del todo a Katie Maurice y a Violeta. Se sentirían heridas si lo hiciera y no me gusta hacerle daño a nadie, aunque sea una niña de la biblioteca o del eco. Debo tener cuidado de acordarme de ellas y mandarles un beso cada día.

Ana lanzó un par de besos con los dedos hacia las flores, y luego, con la barbilla entre las manos, vagó por un mar de sueños.

CAPÍTULO NUEVE
La señora Rachel se horroriza

Ana llevaba ya dos semanas en «Tejas Verdes» cuando la señora Lynde fue a visitarla. Para hacerle justicia, hay que aclarar que no tuvo la culpa de su tardanza. Una fuerte gripe fuera de estación había confinado a la buena señora en su casa casi desde su última visita a «Tejas Verdes». La señora Rachel no se ponía enferma a menudo y despreciaba a quienes lo estaban; pero la gripe, aseguraba, no era como las demás enfermedades, y sólo podía interpretarse como una visita especial de la Providencia. Tan pronto como el médico le permitió salir, se apresuró a correr a «Tejas Verdes», muerta de curiosidad por ver a la huérfana de Matthew y Marilla, inquieta por las historias y suposiciones de toda clase que se habían divulgado por Avonlea.

Ana había aprovechado bien cada instante de aquellos quince días. Ya había trabado conocimiento con cada uno de los árboles y arbustos del lugar. Había descubierto un sendero que comenzaba más allá del manzanar y subía a través del bosque y lo había explorado hasta su extremo más lejano, viendo el arroyo y el puente, los montes de pinos y arcos de cerezos silvestres, rincones tupidos de helechos y senderos bordeados de arces y fresnos.

Se había hecho amiga del manantial de la hondonada, aquel maravilloso manantial profundo, claro y frío como el hielo, adornado con calizas rojas y enmarcado por helechos acuáticos.

Y más allá había un puente de troncos sobre el arroyo.

Aquel puente conducía los danzarines pies de Ana hacia una colina boscosa donde reinaba un eterno crepúsculo bajo los erguidos pinos y abetos. Las únicas flores que había eran los miles de delicadas campanillas, las más tímidas y dulces de la flora de los bosques, y unas pocas y pálidas azucenas como espíritus de los capullos del año anterior. Las delgadas hebras centelleaban como plata entre los árboles y las ramas de los pinos y las campanillas parecían cantar una canción de amistad.

Todos estos embelesados viajes de exploración eran llevados a cabo en los ratos libres que le quedaban para jugar, y Ana ensordecía a Marilla y a Matthew con sus descubrimientos. No era que Matthew se quejase; escuchaba todo sin decir una palabra y con una sonrisa de regocijo en el rostro. Marilla permitía la «charla», hasta que se daba cuenta de que ella misma se estaba interesando demasiado, y entonces interrumpía a Ana bruscamente con la orden de que cerrara la boca.

Ana estaba fuera, en el huerto, vagando a sus anchas por el césped fresco y trémulo salpicado por la rojiza luz del atardecer, cuando llegó la señora Rachel, de modo que la buena señora tuvo una magnífica ocasión para hablar de su enfermedad, describiendo cada dolor y cada latido del pulso con una satisfacción tan evidente que Marilla pensó que hasta la gripe debía tener sus compensaciones. Cuando terminó con todos los detalles, la señora Rachel dejó caer la verdadera razón de su visita.

—He escuchado cosas muy sorprendentes sobre usted y Matthew.

—No creo que esté usted más sorprendida que yo misma —dijo Marilla—. Todavía me estoy recuperando de la sorpresa.

—Es una lástima que se diera tal equivocación —dijo la señora Rachel—. ¿No podrían haberla devuelto?

—Supongo que sí, pero decidimos no hacerlo. Matthew se encariñó con ella. Y a mí también me gusta, aunque reconozco que tiene defectos. La casa ya parece otra. Es una niña realmente inteligente.

Marilla dijo más de lo que tenía intenciones de expresar cuando comenzó a hablar, pues leía el reproche en la expresión de la señora Rachel.

—Es una gran responsabilidad la que se ha tomado —dijo la dama tétricamente—, especialmente cuando nunca ha tenido práctica con criaturas. Supongo que conoce mucho sobre ella o sobre su carácter, y nunca se sabe cómo ha de resultar un chico de éstos. Pero en realidad no quiero desanimarla, Marilla.

—No me siento desanimada —fue la seca respuesta de Marilla—. Cuando me decido a hacer una cosa, me mantengo firme. Supongo que querrá usted ver a Ana. La llamaré.

Ana llegó corriendo inmediatamente, con el rostro resplandeciente por la delicia que le ocasionaban las correrías por la huerta; pero, sorprendida al encontrarse con la inesperada presencia de una persona extraña, se detuvo confundida junto a la puerta. Ciertamente, tenía una apariencia ridícula con el corto y estrecho vestido de lana que usara en el asilo y debajo del cual sus piernas parecían deslucidamente largas. Sus pecas se veían más numerosas e inoportunas que nunca; el viento había colocado su cabello en un brillante desorden; nunca había parecido más rojo que en aquel momento.

—Bueno, no te han elegido por tu apariencia; de eso no hay duda —fue el enfático comentario de la señora Rachel Lynde. La señora Rachel era una de esas deliciosas y populares personas que se jactan de decir siempre lo que piensan—. Es terriblemente flaca y fea, Marilla. Acércate, niña, y deja que te mire. ¡Por Dios!, ¿ha visto alguien pecas como éstas? ¡Y su cabello es tan rojo como la zanahoria! Acércate, niña, he dicho.

Ana «se acercó», pero no exactamente como lo esperaba la señora Rachel. De un salto cruzó la cocina y se detuvo frente a la señora Lynde con el rostro enrojecido por la ira, los labios temblorosos y estremeciéndose de pies a cabeza.

—¡La odio! —gritó con voz sofocada, golpeando el suelo con el pie—. ¡La odio! ¿Cómo se atreve a llamarme pecosa y a decir que tengo el cabello rojo? ¿Cómo se atreve a decir que soy flaca y fea? ¡Es usted una mujer brusca, descortés y sin sentimientos!

—¡Ana! —exclamó Marilla, consternada.

Pero Ana continuaba frente a la señora Rachel con la cabeza levantada, los ojos centelleantes, los puños apretados, despidiendo indignación por todos los poros.

—¡Cómo se atreve a decir de mí tales cosas! —repitió vehementemente—. ¿Le gustaría que hablaran así de usted? ¿Le gustaría que dijeran que es gorda y desmañada y que probablemente no tiene una pizca de imaginación? ¡No me importa si lastimo sus sentimientos al hablar así! Tengo la esperanza de que así sea. ¡Usted ha herido los míos mucho más de lo que lo han sido jamás, ni aun por el marido borracho de la señora Thomas! Y
nunca
se lo perdonaré, ¡nunca, nunca!

—¿Dónde se ha visto un carácter como éste? —exclamó la horrorizada señora Rachel.

—Ana, ve a tu cuarto y quédate allí hasta que yo suba —dijo Marilla recobrando el habla con dificultad.

Ana, rompiendo a llorar, se lanzó contra la puerta del vestíbulo, dio tal portazo que hasta retemblaron los adornos del porche, desapareció a través del vestíbulo y subió las escaleras como un torbellino. Un nuevo portazo que llegó desde arriba informó que la puerta de la buhardilla había sido cerrada con igual vehemencia.

—Bueno, no envidio la tarea de criar
eso
, Marilla —dijo la señora Rachel con atroz solemnidad.

Marilla abrió la boca para disculparse. Pero lo que dijo fue una sorpresa para ella misma, en ese momento y aun después.

—No debió haberla criticado por su apariencia, Rachel.

—Marilla Cuthbert, ¿no querrá decir que está defendiendo el terrible despliegue de mal carácter que acabamos de presenciar? —preguntó la indignada señora Rachel.

—No —dijo Marilla en voz baja—. No estoy tratando de disculparla. Se ha comportado muy mal y tendré que reprenderla. Pero tenemos que ser indulgentes con ella. Nunca le han enseñado cómo debe comportarse. Y usted
ha sido
muy dura con ella, Rachel.

Marilla no pudo evitar pronunciar esta última frase, aunque volvió a sorprenderse por lo que hacía. La señora Rachel se incorporó con aire de ofendida dignidad.

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