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Authors: L. M. Montgomery

Tags: #Infantil y juvenil

Ana, la de Tejas Verdes (14 page)

—Esas Pye son unas tramposas —dijo Diana indignadamente mientras subían la cerca del camino real—. Ayer, Gertie Pye puso su botella de leche en mi sitio en el arroyo. ¿Te das cuenta? No le dirijo más la palabra.

Cuando el señor Phillips estaba al fondo de la clase escuchando la lección de latín de Prissy Andrews, Diana le dijo a Ana en voz baja:

—Ése es Gilbert Blythe, Ana. Es el que está sentado en tu misma dirección al otro lado del pasillo. Míralo y fíjate si no es guapo.

Ana le miró. Tenía una buena oportunidad para hacerlo, porque el tal Gilbert Blythe se encontraba absorto en la tarea de prender disimuladamente la larga trenza rubia de Ruby Gillis, que se sentaba delante de él, al respaldo del asiento. Era un muchacho alto, de rizados cabellos castaños, picarescos ojos de igual color y una sonrisa divertida. Repentinamente Ruby Gillis se puso de pie para enseñarle una suma al maestro; volvió a caer sobre su banco con un grito, creyendo que le arrancaban el cabello de raíz. Todos la miraron y el señor Phillips lo hizo con tanta severidad que Ruby comenzó a llorar. Gilbert había ocultado el alfiler rápidamente y estaba estudiando su lección de historia con la cara más juiciosa del mundo; pero cuando la conmoción se hubo calmado, miró a Ana y guiñó con indecible regodeo.

—Creo que tu Gilbert Blythe es buen mozo —le confió Ana a Diana—, pero es muy atrevido. No es de persona bien educada guiñar el ojo a una niña extraña.

Pero el problema no empezó hasta la tarde.

El señor Phillips se hallaba atrás explicándole un problema de álgebra a Prissy Andrews, y los demás alumnos hacían lo que querían, comiendo manzanas verdes, murmurando, trazando dibujos en sus pizarras y haciendo correr grillos atados con hilos por el pasillo. Gilbert Blythe estaba tratando de hacer que Ana lo mirara y no lo conseguía porque en aquel momento Ana estaba ajena, no sólo a la existencia de Gilbert Blythe, sino a la de todos los niños de la escuela de Avonlea y a la escuela de Avonlea misma. Con la barbilla apoyada en las manos y los ojos fijos en el azul resplandor del Lago de Aguas Refulgentes que se vislumbraba desde la ventana del oeste, se encontraba muy lejos, en un magnífico mundo de ensueños, ajena a todo lo que no fueran sus maravillosas visiones.

Gilbert Blythe no estaba acostumbrado a fracasar cuando se empeñaba en que una niña lo mirara. Ella
debía
mirarlo; esa Shirley de cabello rojo, pequeña barbilla puntiaguda y grandes ojos que no eran como los de las otras niñas de la escuela de Avonlea. Gilbert se inclinó a través del pasillo, alzó la punta de la larga trenza roja de Ana y dijo con un murmullo:

—¡Zanahorias! ¡Zanahorias!

Entonces Ana le miró de hito en hito. E hizo más que mirarlo. Saltó sobre sus pies, convertidas en ruinas sus brillantes fantasías. Fulminó a Gilbert con una indignada mirada, cuyo relámpago fue rápidamente apagado por coléricas lágrimas.

—¡Niñato mezquino y odioso! —exclamó apasionadamente—. ¡Cómo te atreves…!

Y luego, ¡paf! Ana había dado con su pizarra sobre la cabeza de Gilbert, partiendo la pizarra —no la cabeza— en dos pedazos.

La escuela de Avonlea siempre gozaba con las escenas. Ésta era una muy especial. Todos dijeron «¡oh!» con horrorizada delicia. Diana emitió sonidos entrecortados; Ruby Gillis, que era algo histérica, comenzó a llorar y Tommy Sloane dejó que se le escapara todo su equipo de grillos mientras observaba la escena con la boca abierta.

El señor Phillips bajó del estrado y colocó su pesada mano sobre el hombro de Ana.

—Ana Shirley, ¿qué significa esto? —dijo encolerizado.

Ana no respondió. Hubiera sido pedir demasiado a un ser humano pretender que reconociera ante todo el colegio que la habían llamado «zanahoria». Fue Gilbert quien habló resueltamente.

—Fue culpa mía, señor Phillips. Me burlé de ella. El maestro no prestó atención a Gilbert.

—Lamento ver a una alumna mía mostrar ese carácter y tal espíritu de venganza —dijo en tono solemne, como si el hecho de ser alumno suyo desarraigara todas las malas pasiones del corazón de los pequeños e imperfectos mortales—. Ana, vaya frente al pizarrón por el resto de la tarde.

Ana hubiera preferido mucho más ser azotada a recibir este castigo, bajo el cual su sensible espíritu sufría más aún. Obedeció, con la cara blanca y el gesto adusto. El señor Phillips cogió una tiza y escribió en el pizarrón, sobre la cabeza de la niña: «Ana Shirley tiene muy mal carácter. Ana Shirley debe aprender a reprimirse». Y lo dijo en voz alta de manera que hasta los más pequeños, que no sabían leer, lo comprendieran.

Ana estuvo toda la tarde de pie, con la leyenda sobre su cabeza. Ni lloró ni se doblegó. Tenía el corazón tan lleno de rabia que la sostenía entre el dolor de su humillación. Con ojos llenos de resentimiento y mejillas enrojecidas, enfrentó por igual la consoladora mirada de Diana, los indignados movimientos de cabeza de Charlie Sloane y las maliciosas sonrisas de Josie Pye. En lo referente a Gilbert Blythe, ni siquiera lo miró. ¡Jamás lo volvería a mirar! ¡Nunca más le hablaría!

Cuando terminó la clase, Ana salió con la cabeza muy alta. Gilbert trató de detenerla en la puerta.

—Siento muchísimo haberme burlado de tu pelo, Ana —murmuró contrito—. De verdad. No te enfades para siempre.

Ana siguió, desdeñosa, sin mirar o dar muestras de haber oído.

—¿Cómo pudiste hacerlo, Ana? —dijo Diana mientras volvían por el camino, mitad con reproche, mitad con admiración. Diana tenía la sensación de que ella no hubiera podido resistir el ruego de Gilbert.

—Nunca perdonaré a Gilbert Blythe —dijo Ana firmemente—. Y el señor Phillips deletreó mal mi nombre. Diana, el hierro ha entrado en mi alma.

Diana no tenía la menor idea de qué quería decir su compañera, pero comprendió que tenía que ser algo terrible.

—No debe importarte que Gilbert se burle de tu pelo —dijo conciliadora—. Él se burla de todas. Se ríe del mío porque es muy negro. Me ha llamado cuervo una docena de veces y, además, nunca le he oído disculparse por nada.

—Hay mucha diferencia entre ser llamada cuervo y zanahoria —dijo Ana con dignidad—. Gilbert Blythe ha herido
vivísimamente
mis sentimientos.

Es posible que el episodio hubiera terminado sin más tormentos, si no hubiera ocurrido otra cosa. Pero cuando los acontecimientos comienzan a sucederse, nada los detiene.

Los colegiales de Avonlea solían pasar el mediodía cogiendo miel en el bosque de abetos del señor Bell y en el gran campo de pastoreo. Pero debían tener los ojos puestos en casa de Helen Wright, donde se hospedaba el maestro. Cuando le veían salir, corrían hacia el colegio; pero como la distancia a recorrer era tres veces mayor que la del sendero del señor Wright, tenían muchas posibilidades de llegar, agitados y cansados, con tres minutos de retraso.

Al día siguiente, el señor Phillips fue atacado por uno de sus repentinos arrebatos de reforma y anunció, antes de almorzar, que esperaba encontrar a los alumnos en sus asientos al volver. Quien llegara tarde sería castigado.

Todos los chicos y algunas niñas fueron al bosque con la sana intención de «tomar un bocado». Pero las nueces y la miel eran seductoras y tentaban; retozando y comiendo, pasaron el tiempo y, como de costumbre, lo que les volvió a la realidad fue el grito de Jimmy Glover desde lo alto de un patriarcal abeto:

—¡Vuelve el maestro!

Las niñas, que estaban en el suelo, corrieron primero y se las arreglaron para llegar a tiempo al colegio. Los muchachos, que debieron deslizarse presurosos de las copas de los árboles, llegaron más tarde, y Ana, que no hacía otra cosa que vagar por el extremo más alejado del campo, hundida en la yerba hasta la cintura cantando en voz baja, con una corona de flores en la cabeza, cual pagana divinidad de los campos, fue la última en salir. Perola niña podía correr como una gacela, de manera que sobrepasó a los muchachos en la puerta y entró en el aula entre ellos, en el preciso instante en que el señor Phillips colgaba su sombrero.

El rapto reformista del señor Phillips había pasado; no quería molestarse en castigar a una docena de alumnos. Pero era necesario hacer algo para salvar las apariencias; de manera que buscó un «chivo expiatorio» y lo encontró en Ana, que se había dejado caer en su asiento con la respiración alterada y su olvidada corona de flores colgando cómicamente de una oreja, dándole aspecto de disolución y paganismo.

—Ana Shirley, ya que parece tan amiga de la compañía de los varones, le daremos el gusto esta tarde —dijo sarcásticamente—. Quítese esas flores y siéntese junto a Gilbert Blythe. —Los otros muchachos empezaron a reírse tontamente. Diana, palideciendo de piedad, quitó la guirnalda de los cabellos de Ana y le dio un apretón de manos. La niña contemplaba al maestro como si se hubiera convertido en piedra.

—¿Ha oído lo que le he dicho, Ana? —dijo severamente el señor Phillips.

—Sí, señor —contestó lentamente la niña—, pero creí que no lo decía en serio.

—Le aseguro que sí. —Todavía utilizaba la inflexión sarcástica que todos los niños, y Ana especialmente, odiaban—. Obedezca.

Durante unos instantes, Ana pareció pensar lo contrario. Entonces, comprendiendo que no quedaba escapatoria, se levantó arrogante, cruzó el pasillo, se sentó junto a Gilbert Blythe y hundió el rostro entre los brazos. Ruby Gillis, que la pudo ver mientras lo hacía, comentó con los otros, cuando regresaron a sus casas:

—Nunca he visto algo así; estaba blanca, con unas horribles manchitas rojas.

Para Ana, eso fue el fin de todo. Era malo que la eligieran para castigarla de entre una docena de alumnos igualmente culpables; era peor que la hicieran sentar con un muchacho; pero que ese muchacho fuera Gilbert Blythe, significaba colocar insulto sobre insulto hasta un grado irresistible. Todo su ser bullía de vergüenza, ira e indignación.

Al comienzo, los otros escolares miraron, murmuraron, se rieron a escondidas y se dieron codazos. Pero como Ana no levantara la cabeza y Gilbert trabajara en los quebrados como si le absorbieran toda el alma, pronto volvieron a sus tareas y la niña fue olvidada. Cuando el señor Phillips llamó a la clase de historia, Ana debió haberse ido, pero la niña no se movió. Y el señor Phillips, que había estado escribiendo unos versos a Frísenla antes de llamar a la clase, luchaba con una rima rebelde y no se dio cuenta. Una vez, cuando nadie miraba, Gilbert cogió un pequeño corazón de caramelo con una leyenda dorada «eres dulce» y lo deslizó bajo la curva del brazo de Ana. De inmediato, la niña alzó la cabeza, tomó el caramelo cuidadosamente con la punta de los dedos, lo dejó caer al suelo, lo hizo polvo con el tacón y reasumió su posición, sin dignarse echar una mirada a Gilbert.

Cuando terminó la clase y salieron todos, Ana se dirigió a su asiento, y sacando ostentosamente cuanto allí tenía, libros y cuadernos, lapiceros y tinta, Biblia y aritmética, los apiló sobre su rota pizarra.

—¿Para qué llevas todo eso a casa, Ana? —quiso saber Diana tan pronto salieron al camino. No se había atrevido a hacer antes la pregunta.

—No voy a volver más al colegio.

Diana se quedó boquiabierta y miró a Ana para ver si no mentía.

—¿Te dejará Marilla quedarte en casa?

—Tendrá que hacerlo. Nunca iré al colegio con
ese
hombre.

—¡Oh, Ana! —Diana parecía a punto de echarse a llorar—. Creo que eres muy mala. El señor Phillips me hará sentar con esa horrible Gertie Pye; sé que lo hará, porque ella ahora se sienta sola. Vuelve, Ana.

—Haría cualquier cosa en el mundo por ti, Diana —dijo Ana tristemente—. Me dejaría romper los huesos si fuera necesario. Pero
eso
no lo puedo hacer. Así que, por favor, no me lo pidas; me atormentas el alma.

—Piensa en la diversión que te pierdes —se quejó Diana—. Vamos a construir una casa preciosa cerca del arroyo y jugaremos a la pelota la semana próxima. Tú nunca has jugado a eso, Ana. Es tremendamente excitante. Y vamos a aprender una nueva canción, Jane Andrews la está ensayando ahora. Alice Andrews traerá un nuevo libro y lo leeremos en voz alta, junto al arroyo. Y a ti, que te gusta tanto leer en alta voz, Ana.

Nada pudo conmover a Ana. Había tomado su decisión. No iría más a la clase del señor Phillips. Así lo dijo a Marilla cuando volvió a casa.

—Tonterías —dijo Marilla.

—No son tonterías —dijo Ana, mirando a Marilla con ojos solemnes y llenos de reproche—. ¿No comprende, Marilla? He sido insultada.

—¡Insultada, sí, sí! Mañana volverás al colegio como de costumbre.

—Oh, no. —Ana acompañó su negativa con la cabeza—. No volveré, Marilla. Aprenderé mis lecciones en casa, seré tan buena como pueda y estaré callada todo el tiempo que sea posible. Pero le aseguro que no iré al colegio.

Marilla vio en la carita de la niña algo muy parecido a una invencible tozudez. Comprendió que le costaría vencerla; pero resolvió inteligentemente no hacer nada por el momento.

«Esta tarde iré a consultarlo con Rachel —pensó—. De nada valdrá razonar ahora con Ana. Está demasiado sensible y tengo la sensación de que es terriblemente testaruda si se empeña. Según puedo deducir por lo que cuenta, el señor Phillips ha llevado muy lejos las cosas. Pero de nada servirá decírselo a ella. Lo hablaré con Rachel. Ella mandó diez niños al colegio y debe saber algo al respecto. Por otra parte, a estas horas ya debe haberse enterado de toda la historia.»

Marilla encontró a la señora Lynde tejiendo colchas tan laboriosamente y tan alegre como de costumbre.

—Supongo que sabrá a qué he venido —dijo algo avergonzada.

La señora Rachel asintió:

—El escándalo de Ana en el colegio —dijo—. Tillie Boulter, camino de su casa, me lo contó.

—No sé qué hacer con ella —dijo Marilla—. Dice que no volverá al colegio. Nunca he visto a una niña tan herida. Desde que comenzaron las clases estaba esperando algún disgusto. Sabía que las cosas iban demasiado bien para durar. Es excesivamente sensible. ¿Qué me aconseja, Rachel?

—Bueno, ya que me pide consejo, Marilla —dijo la señora Rachel, que adoraba que le pidieran consejo—, yo le daría un poco el gusto al principio. Creo que el señor Phillips se ha equivocado. Desde luego, no debemos decírselo a los niños, ¿sabe usted? Y también que procedió bien al castigarla ayer por su arrebato de furia. Pero lo de hoy ha sido distinto. Todos los que llegaron tarde debieron ser castigados con Ana, eso es. Yo no creo en eso de sentar a las niñas junto a los muchachos como castigo. No está bien. Tillie Boulter estaba verdaderamente indignada. La niña parece ser muy popular entre ellos. Nunca pensé que se pudiera llevar tan bien con sus condiscípulos.

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