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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (18 page)

BOOK: Ana Karenina
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Anna comprendió que su esposo deseaba contarle detalles lisonjeros para él, y con sus preguntas lo indujo a que hablase de las felicitaciones recibidas.

—He quedado muy contento —dijo—, porque esto prueba que al fin se comienza a tener entre nosotros opiniones razonables y juiciosas.

Cuando hubo tomado su té con leche y pan, Alexiéi Alexándrovich se levantó para pasar a su despacho.

—¿Conque no has querido salir esta noche? —preguntó a su esposa—. Te habrás aburrido.

—Nada de eso —contestó Anna, levantándose para acompañarlo—. ¿Y qué lees tú ahora?

—La
Poesía de los infiernos
, del duque de Lille, un libro muy notable.

Anna se sonrió como se sonríe al comprender las debilidades de aquellos a quienes se ama, y enlazando con su brazo el de su esposo lo siguió hasta la puerta de su gabinete. Conocía que su costumbre de leer por la noche era para él una necesidad, y que consideraba como un deber estar al corriente de cuanto se publicaba interesante en el mundo literario, a pesar de los deberes oficiales, que lo ocupaban casi todo el tiempo. También sabía que, interesándose especialmente en las obras de política, de filosofía y de religión, Alexiéi Alexándrovich no dejaba pasar ningún libro de arte o de poesía de algún valor sin tomar conocimiento de él, precisamente porque el arte y la poesía eran cosas contrarias a su naturaleza. Y si en política, en filosofía y en religión llegaba a tener dudas sobre ciertos puntos, y trataba de aclararlas, jamás vacilaba en sus juicios tratándose de poesía y de arte. Le agradaba hablar de Shakespeare, de Rafael, de Beethoven y del alcance de las nuevas escuelas de poetas y de músicos; las clasificaba con rigurosa lógica sin haber comprendido jamás una nota musical.

—Dios te bendiga —dijo Anna—. Te dejo para escribir a Moscú.

A la puerta del gabinete se veían, como de ordinario, cerca del sillón de su esposo, unas bujías con su pantalla y una botella de agua.

«Es un hombre honrado, leal y noble en su esfera», se dijo Anna al entrar en su habitación, como si hubiera querido refutar las palabras de una persona que pretendiese que no era posible amar al señor Karenin.

«Pero ¿por qué le sobresalen tanto las orejas? —se preguntó Anna, por segunda vez—. Tal vez sea porque le dejan el cabello demasiado corto.»

A medianoche Anna escribía aún a Dolli, cuando se oyeron los pasos de Alexiéi Alexándrovich. Iba con zapatillas y bata, bien lavado y peinado, y llevaba debajo del brazo un libro. Se acercó a su esposa antes de pasar a la alcoba, y le dijo sonriendo.

—Ya se hace tarde.

«¿Con qué derecho lo miró así?», pensó Anna en aquel momento, recordando la mirada que Vronski fijó en Alexiéi Alexándrovich.

Fue a desnudarse y pasó a la alcoba; pero ¿dónde estaba aquella llama que animaba toda su fisonomía en Moscú y que parecía iluminar sus ojos y su sonrisa? Se había extinguido, o, por lo menos, estaba muy oculta.

XXXIV

A
L
salir de San Petersburgo, Vronski había cedido su espaciosa casa de la calle Morskaia a Petritski, su mejor amigo.

Petritski, joven teniente que nada tenía de ilustre, no solo no era rico, sino que estaba cargado de deudas; volvía todas las noches embriagado; pasaba mucha parte de su tiempo en las oficinas de policía a causa de sus aventuras, tan pronto extravagantes como escandalosas, y a pesar de todo sabía hacerse querer de sus compañeros y de sus jefes.

Al volver a su casa, a eso de las once de la mañana, Vronski vio a la puerta un coche bien conocido; al llamar pudo oír las carcajadas de varios hombres y un acento de mujer, así como también la voz de Petritski, que gritaba a su ordenanza:

—Si es uno de esos miserables, no lo dejes entrar.

Vronski penetró hasta la primera habitación sin decir una palabra.

La baronesa Shilton, amiga de Petritski, con su vestido de seda color de lila y sus rubios bucles, hacía el café ante una mesa redonda, hablando sin cesar en su jerga parisiense; junto a ella estaban sentados Petritski, con paletó, y el capitán Kamerovski, de gran uniforme.

—¡Bravo, Vronski! —gritó Petritski, saltando de su silla ruidosamente—. ¡He aquí el amo! Baronesa, sírvale usted el café de la cafetera nueva; no te esperábamos todavía. Creo que estarás satisfecho del ornamento de su salón —añadió, designando a la baronesa—. ¿No os conocíais ya?

—¡Ya lo creo! —contestó Vronski, sonriendo alegremente y estrechando la mano de la baronesa—. Somos antiguos amigos.

—¿Vuelve usted de un viaje? —preguntó la dama—. Si es así, me marcho, pues no quiero molestar.

—Está usted en su casa, baronesa —contestó Vronski—. Buenos días, Kamerovski —añadió, estrechando fríamente la mano del capitán.

—Usted no sabría nunca decir así galanterías a las mujeres —dijo la baronesa a Petritski.

—¿Por qué no? Después de comer haré otro tanto.

—Después de comer no tiene gracia. Vronski, voy a preparar el café mientras que usted se viste —dijo la baronesa, volviéndose hacia el joven—. Pierre
[18]
—… a causa de su apellido, sin disimular sus relaciones con él—, deme usted un poco más de café para añadir a este.

—Se echará a perder.

—Nada de eso, no hay cuidado. ¿Y la esposa de usted? —dijo de repente la baronesa, interrumpiendo la conversación de Vronski con sus compañeros—. Aquí le suponemos a usted casado. ¿La trae usted en su compañía?

—No, baronesa; soy soltero y lo seré.

—Tanto mejor; déme la mano.

Y sin dejar tiempo a Vronski para marcharse, la baronesa comenzó a referir sus últimas aventuras, pidiendo consejo y permitiéndose muchas bromas.

—¡No quiere autorizarme para el divorcio! ¿Qué debo hacer? —hablaba del marido—. Le propongo entablar un proceso. ¿Qué le parece a usted? Kamerovski, cuidado con el café, que se sale… Ya ve usted que hablo de negocios. Sí, pediré el proceso, porque tiene toda mi fortuna. Bajo el pretexto de que le soy infiel quiere aprovecharse de mis bienes —dijo la baronesa con desprecio.

Vronski se divertía con aquella charla y aprobaba a la condesa, dándole consejos de cuando en cuando; pero tomaba el tono habitual de sus relaciones con aquella clase de mujeres.

Según sus ideas, la sociedad de San Petersburgo se dividía en dos clases de gentes muy opuestas: la primera, compuesta de gente insulsa, necia y, sobre todo, ridícula, que se imagina que un marido debe vivir solo con su esposa; que las jóvenes han de ser puras, las mujeres castas, los hombres valerosos y firmes; que es preciso educar a los hijos, ganarse la vida, pagar las deudas y otras necedades por el estilo: esta clase es la de la gente pasada de moda y fastidiosa. En cuanto a la segunda, para pertenecer a ella era preciso, ante todo, ser elegante, generoso, audaz y divertido, y entregarse sin rubor a todas las pasiones, burlándose de lo demás.

Vronski, que aún se hallaba bajo la impresión de la atmósfera de Moscú, tan diferente de aquella, quedó un poco aturdido al volver a su antiguo género de vida; pero pronto, como si volviera a calzar sus viejas zapatillas, se sintió sumergido de nuevo en aquella atmósfera alegre y agradable.

El famoso café no llegó a servirse nunca, pues desbordándose de la cafetera cayó sobre la alfombra y manchó el vestido de la baronesa; pero en cambio dio lugar a muchas bromas, excitando la hilaridad de todos.

—Vamos —dijo la baronesa—, ahora me marcho, porque si me quedara no se vestiría usted nunca, y no quiero cargar la conciencia con el peor de los crímenes que puede cometer un hombre bien educado, cual es el de no lavarse. ¿Así que me aconseja usted que proceda con un cuchillo al cuello?

—Sí —contestó Vronski—; pero de modo que pueda usted acercar esa linda mano a sus labios, pues él la besará y todo quedará arreglado.

—¡Pues hasta la noche en el Teatro Francés!

Y la baronesa, arrastrando su vestido, desapareció.

Kamerovski se levantó también, y Vronski, sin esperar a que se marchase, le ofreció la mano y pasó a su habitación.

Mientras que se lavaba, Petritski le bosquejó a grandes rasgos la situación: faltaba el dinero; el padre no quería dar un cuarto ni pagar la menor deuda; un sastre estaba resuelto a mandar prenderlo, y otro quería hacer lo mismo. El coronel le había amenazado con expulsarlo del regimiento si el escándalo continuaba. La baronesa era muy enojosa, sobre todo a causa de sus continuas ofertas de dinero; pero había otra en campaña, verdadera belleza de estilo oriental, especie de Rebeca, que presentaría a su amigo. Debía efectuarse un lance de honor con Berkóshev, que trataba de enviar sus padrinos; pero no haría nada. Por lo demás, todo iba bien y se salía del paso. Después de haber dicho todo esto apresuradamente, Petritski habló de las noticias del día, sin dejar a su amigo tiempo de enterarse bien de nada.

Estas habladurías, aquella habitación que ocupaba hacía tres años y todo aquel conjunto que veía, contribuyeron a que Vronski adoptara más fácilmente las costumbres propias de su género de vida en San Petersburgo, y hasta experimentó cierto bienestar al verse otra vez en su antiguo centro.

—¿Es posible? —exclamó al oír a su amigo decirle que cierta joven llamada Lora había abandonado a Fertingof para trabar relaciones con Miléiev—. ¿Es siempre tan estúpido y vanidoso? —añadió—. ¿Y qué se ha hecho de Buzulúkov?

—¡Ah! Buzulúkov es toda una historia —contestó Petritski—. Ya conoces su afición a los bailes; no pierde uno solo de los de la corte, y últimamente lleva su casco nuevo. ¿Has visto estos cascos? Sientan muy bien, son muy ligeros y… Pero escucha la historia.

—Ya escucho —repuso Vronski, frotándose el rostro con la toalla.

—La gran duquesa iba del brazo con un embajador extranjero, y desgraciadamente la conversación recayó sobre los nuevos cascos. La dama ve a nuestro amigo en pie luciendo el suyo, y le ruega que se lo enseñe, pero mi amigo permanece inmóvil. ¿Qué significaba aquello? Sus compañeros le hacen señas para que atienda a la petición; mas no da un solo paso, y hasta parece una estatua. Al fin se lo quieren quitar de la cabeza, pero él rechaza a los que se acercan, y, por último, se descubre y le presenta a la duquesa. «He aquí el nuevo modelo», dice la dama, devolviendo el casco; pero, de pronto, ven caer del mismo varios objetos: dos peras, confites y dos libras de caramelos, las provisiones del pobre muchacho.

Vronski se desternillaba de risa, y durante largo tiempo, aun hablando de otras cosas, se reía si recordaba lo del casco.

Una vez conocidas las noticias del día, Vronski se puso el uniforme con el auxilio de su ayuda de cámara y fue a presentarse en el cuartel. Quería ir después a casa de su hermano, de Betsi, y hacer varias visitas, a fin de poder presentarse en la sociedad frecuentada por los Karenin. Según se practicaba siempre en San Petersburgo, salió de su casa con intención de no volver hasta altas horas de la noche.

Segunda Parte
I

H
ACIA
fines del invierno, los Scherbatski necesitaron una consulta de médicos para resolver sobre la salud de Kiti, que había enfermado y empeoraba al acercarse la primavera. El médico de la casa había recetado el aceite de hígado de bacalao; después, hierro, y, por último, nitrato de plata; pero como ninguno de estos remedios produjese efecto, aconsejó un viaje al extranjero.

Entonces se acordó consultar a una celebridad médica, hombre joven aún y bien parecido, que exigió un profundo examen en la enferma, insistiendo con marcada complacencia en el hecho de que el pudor de las jóvenes no es más que un resto de barbarie, y que nada era tan natural como auscultar a una muchacha medio vestida. Como lo hacía diariamente, y no daba importancia alguna al pudor de las jóvenes, le parecía hasta una injuria personal este resto de barbarie.

Fue preciso resignarse, pues aunque todos los médicos fueran de la misma escuela, estudiasen los mismos libros y tuviesen, por tanto, la misma ciencia, se había convenido en la familia, por una razón cualquiera, que la celebridad médica en cuestión poseía la ciencia que debía salvar a Kiti. Después de un detenido examen de la pobre enferma, confusa y avergonzada, el célebre médico se lavó las manos cuidadosamente y volvió al salón para hablar con el príncipe, quien escuchó con aire sombrío. Como hombre que jamás había estado enfermo, no creía en la medicina, y guiándose por su buen sentido, le irritaba tanto más aquella comedia cuanto que él era tal vez el único que comprendía bien la enfermedad de su hija. «Vaya charlatán, como un perro tonto que no hace más que ladrar», pensó, sirviéndose del término que usaba como cazador para expresar su opinión sobre el diagnóstico del célebre médico. Este último, por su parte, condescendiendo a duras penas al dirigirse a una inteligencia mediana, como era a su parecer la de aquel anciano caballero, disimuló mal su desdén; y apenas le parecía necesario hablar al pobre hombre, siendo la princesa cabeza de la casa. Delante de ella preparó, pues, una elocuente peroración cuando la vio entrar con el médico de la familia, mientras que el anciano príncipe se alejaba para no dar a conocer su opinión sobre aquello. La princesa, muy turbada, no sabía ya qué hacer, y se reconocía más que nadie culpable de la dolencia de Kiti.

—Vamos, doctor, decida usted de nuestra suerte y dígame todo lo que hay.

La pobre mujer quería decir más bien: «¿Queda alguna esperanza?». Pero sus labios temblorosos no llegaron a pronunciar estas palabras.

—Estaré a las órdenes de usted, princesa, cuando haya conferenciado con mi colega; entonces tendremos el honor de manifestarle nuestro parecer.

—¿Han de estar ustedes solos?

—Como usted guste.

La princesa suspiró y salió.

El médico de la familia emitió tímidamente su parecer sobre un principio de afección tuberculosa, etcétera. El célebre doctor le escuchó, y cuando su colega estaba en la mitad del discurso, sacó su reloj de oro para ver la hora.

—Sí —dijo—; pero…

Su cofrade guardó silencio respetuosamente.

—Ya sabe usted —dijo el otro— que apenas es posible precisar el principio del desarrollo tuberculoso; antes de la aparición de las cavernas, no hay nada positivo. En el caso actual no podemos menos de temer esas dolencias, atendidos los síntomas, como son la falta de apetito, la excitación nerviosa y otros; y, por tanto, la cuestión se puede plantear así: dado que hay dos razones para temer un desarrollo tuberculoso, ¿qué se ha de hacer para conseguir una buena alimentación?

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