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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, #Policíaco

Amigos hasta la muerte (12 page)

Era evidente que quería librarse de él antes de que Bodenstein o Pia mencionaran el motivo de su visita. La mirada con la que Manfred «tesoro» Graf devoró a su preciosa mujer no cuadraba en absoluto con la idea de un matrimonio de conveniencia. Mareike Graf besó a su marido en la mejilla y esperó a que se subiera en su Jaguar XK 120 y saliera marcha atrás a la vez que saludaba con la mano. El maquillaje de la mujer era impecable, y si no hubiera visto con sus propios ojos la paliza que esa muñequita delicada y atildada le propinó a Esther Schmitt, Pia no lo habría creído posible.

—¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó con voz meliflua.

—¿Dónde le ha dicho a su marido que estuvo ayer? —disparó Pia.

A la señora Graf la escena del día anterior no la avergonzaba lo más mínimo.

—Le he dicho la verdad, naturalmente —respondió—. Mi marido y yo no tenemos secretos.

—Ya. —Pia miró de arriba abajo a Mareike Graf—. En ese caso, sin duda también sabrá lo de su relación con Franz-Josef Conradi.

La mujer no esperaba ese comentario.

—¿Cómo lo saben?

Durante un instante luchó por recobrar la compostura, pero recuperó el control deprisa.

—Nos lo contó el señor Conradi —replicó Pia.

—Pues sí, es verdad —admitió ella, como si se diera cuenta de que mentir no tenía sentido—. Puede que a usted le resulte extraño saber que me acuesto con un hombre que no es mi marido, pero no lo es. Conozco a Manfred de la facultad. Daba clases en la Universidad de Darmstadt, y me enamoré de él. —Se alzó de hombros con afectación—. De joven, Manfred tuvo cáncer de testículo. Sobrevivió, pero desde entonces es… bueno…, ya sabe.

—No —negó Pia sin piedad—. No sé.

Mareike Graf le lanzó una mirada asesina.

—Ya no puede —añadió claramente—. Antes de casarnos llegamos al acuerdo de que yo…

—¿De que usted…? —insistió Pia.

—Mi relación con el señor Conradi es muy discreta —continuó ella con frialdad—. A nadie le incumbe lo que yo haga o deje de hacer en mi matrimonio, y menos a la Policía.

—Me temo que no es así —terció Bodenstein—. La coartada del señor Conradi para la hora que asesinaron a su exmarido es que estuvo con usted.

—¿Coartada? ¿Por qué le hace falta una coartada? —inquirió ella con asombro.

—Porque es sospechoso —aclaró Bodenstein—. Al igual que usted. ¿Dónde estuvo el martes pasado entre las 21.30 y las 23.00 horas?

—Sobre las ocho y media me pasé a ver a Ulrich —recordó sin el menor titubeo, como si contara con la pregunta—. Después de que me firmara la declaración de conformidad me acerqué al club de golf. El presidente celebraba su sexagésimo cumpleaños.

—¿Cuánto estuvo allí?

—Cuando el señor Conradi terminó de recoger, nos fuimos a nuestra casa de Sulzbach. —Esbozó una sonrisa casi burlona—. Starkeradweg, 52, cuarto piso.

—¿Cuándo fue eso exactamente?

—Por Dios. —Mareike Graf les devolvió una mirada inquieta—. No me paso la vida mirando el reloj. Sobre las once, quizá.

—¿No se pasó antes de nuevo por la casa de su exmarido?

—¡No! ¿Por qué iba a hacerlo?

—Para recuperar su dinero con ayuda del señor Conradi.

—Eso es absurdo. —La mujer sacudió la cabeza.

—Me imagino que ya sabrá que la noche anterior se incendió la casa —informó Pia—. Los bomberos creen que fue intencionado. Si el dinero seguía en la casa, adiós muy buenas.

Mareike Graf la miró fijamente y a continuación sonrió divertida.

—No me diga —comentó—. Conque la casa se ha quemado. Como a pedir de boca.

—Usted lo ha dicho. —Pia asintió—. Nosotros también pensamos que el incendiario le ha hecho un gran favor.

—¿Pretenden acusarme de haberle prendido fuego a la casa? —Indignada, Mareike Graf se puso en jarras. ¡Menuda desfachatez! Mi marido me fue a buscar a las once y media a comisaría, a Kelkheim, y después me quedé en casa. Estaba completamente agotada.

—Pudo planearse con antelación —objetó Pia, que observaba atentamente a la mujer.

—En ese caso, ¿para qué darle el dinero a Ulrich? No tiene ningún sentido.

—¿De verdad se lo dio? —contraatacó Pia—. ¿Podría enseñarnos algún resguardo que indique que retiró esa cantidad?

Mareike Graf no se dejó arredrar tan fácilmente.

—Naturalmente que puedo —afirmó con arrogancia—. ¿Basta con eso? Porque tengo otra cita.

—Sí —contestó Bodenstein—. Por ahora basta. Que pase un buen fin de semana, señora Graf.

—Ya tengo todos los resultados del laboratorio —informó Ostermann a sus superiores media hora más tarde, en la sala de reuniones.

—Bien. —Pia colgó el bolso del respaldo de una silla. Porque de la escena del crimen ya no podremos sacar más huellas: la casa de Pauly se quemó ayer por la noche.

Entró Kathrin Fachinger, seguida de Frank Behnke, que ignoró a Pia adrede.

Cuando todos se hubieron sentado a la mesa, Kai Ostermann empezó con los resultados que habían llegado del laboratorio de la Brigada Provincial de Policía Judicial. No cabía la menor duda de que la herradura era el arma homicida. Habían constatado la presencia de sangre y cabello de la víctima, pero no había huellas del asesino. El portátil de Pauly sufrió tales daños que los expertos no habían podido recuperar ningún dato hasta el momento. El espejo roto y los trozos de plástico amarillo que se encontraron en la calle, delante de la entrada al patio de Pauly, eran de un
scooter
de la marca Honda.

—Tenemos como posibles sospechosos a Patrick Weishaupt con mordeduras en la mano y la pierna y sin coartada —resumió Pia—. A Conradi, Mareike Graf y Stefan Siebenlist, con motivos de peso y coartadas más que flojas, y a una chica desconocida con un
scooter
amarillo. Hay restos de sangre idéntica a la de la huella de la mano de la puerta por toda la casa. Creo que si supiéramos de quién es esa sangre, tendríamos al asesino de Pauly.

—La chica queda fuera —precisó Ostermann—. No pudo llevarse el cadáver.

—Quizá la ayudara alguien —apuntó Kathrin Fachinger.

—O tal vez huyera a toda prisa precisamente por eso, porque vio el cadáver de Pauly —reflexionó Bodenstein. Y tal vez también al autor o la autora del crimen. Lo cual significa que hemos de dar con esa chica lo antes posible.

Sonó el teléfono de la mesa, y Bodenstein, que era quien estaba sentado más cerca, respondió. Escuchó un momento, asintió y dio las gracias.

—Era el doctor Kirchhoff —anunció, mirando a los presentes—. La huella con sangre de la puerta y la sangre de la casa de Pauly son de Patrick Weishaupt.

—Lo sabía. —Pia dio una palmada en la mesa—. A ver cómo sale de esta ese muchachito alérgico al agua.

—Yo me encargo de la orden de detención de ese tipo —se ofreció Ostermann.

—Bien. —Bodenstein se levantó—. Fachinger y Behnke pasaros por el club de golf y luego por Sulzbach, allí preguntad a los vecinos de la Starkeradweg. Me gustaría saber cuándo salieron del club de golf Conradi y la señora Graf y cuándo llegaron al piso.

—Hasta que tengamos aquí a Patrick, me gustaría volver a hablar con Lukas. —Pia tomó el bolso—. Parece conocer a todo el mundo en el Grünzeug, y puede que también conozca a una chica con un
scooter
amarillo.

El aparcamiento del zoo estaba lleno. El buen tiempo había atraído a un sinfín de visitantes al zoo. Pia se unió a la marea humana que bajaba por el camino hasta la taquilla y se preguntó cómo encontraría a Lukas con tanta gente. Pagó la entrada y recogió el ticket y un folleto del zoo. Miró a su alrededor un instante, indecisa, y a continuación se dirigió hacia un expositor donde había un plano.

—¿La puedo ayudar? —dijo de pronto alguien detrás. Pia se volvió, y el corazón le dio un vuelco al ver los ojos oscuros de Sander, el director del zoológico—. Hola, inspectora Kirchhoff. —Le tendió la mano y la miró con aire inquisitivo—. ¿Es una visita oficial o extraoficial?

—Por desgracia, oficial —respondió ella—. Ando buscando a Lukas, quiero hacerle unas preguntas.

—En ese caso ha venido usted en vano. Lukas libra hoy. ¿La puedo ayudar en alguna otra cosa?

—Probablemente no, pero no pasa nada —sonrió.

Sander sonrió también.

—¿Le apetece tomar un café o un helado? —le propuso.

Pia pensó un instante en Patrick Weishaupt, pero decidió que el chico podía esperar.

—Con mucho gusto —repuso. Y siguió al director del zoo hasta el restaurante Sambesi, en cuya terraza aún había algunas mesas libres. Poco después estaban sentados el uno frente al otro con un café y un Magnum—. Muchas gracias. —Pia sonrió mientras le quitaba el envoltorio al helado—. Esto no está nada mal, para variar.

—Pues sí —convino él, y se miró un momento la mano izquierda, donde se veía un arañazo profundo y ensangrentado.

—Me da que le tiene que doler —aventuró ella—. ¿Qué le ha pasado? ¿El cortacésped, por casualidad?

Sander esbozó una sonrisa escéptica.

—Unos suricatas preferían ver el recinto por fuera en lugar de por dentro —explicó él—. No les hizo mucha gracia que les quitáramos la libertad, y se defendieron con uñas y dientes.

—Eso me suena.

Pia comía su helado y observaba atentamente a Sander. Desde que lo conoció no había podido quitárselo de la cabeza. Algo en él le había gustado desde el primer momento, y quería averiguar qué era.

—¿Tienen ya alguna pista del caso Pauly? —Sander hizo la pregunta como si tal cosa, pero de pronto su rostro reflejaba tensión.

—Docenas —contestó ella—. La compañera de Pauly, dicho sea de paso, está firmemente convencida de que usted tiene algo que ver. Dijo que no hace mucho amenazó a Pauly con descuartizarlo y echarlo a los lobos.

Sander se obligó a sonreír, pero mostraba una mirada grave.

—Lo dije porque estaba enfadado —reconoció.

—Un comentario peligroso, teniendo en cuenta que partes del cuerpo de Pauly, efectivamente, se encontraron entre la comida de los animales. —Pia ladeó la cabeza. No podía permitir que la simpatía que le inspiraba Sander le nublara la razón—. Todo apunta a que fue un crimen pasional —añadió—. El asesino de Pauly estaba enfadado y fuera de sí.

Sander la miró ceñudo.

—¿Me cree usted capaz de matar a alguien?

—No lo conozco lo suficiente para juzgarlo. —Pia dejó el palo del helado en el cenicero—. Pero sé que cuando se enfurecen, las personas son capaces de hacer cosas que en un estado normal ni se les pasarían por la cabeza.

El director se miró la herida de la mano con aire pensativo y después levantó la cabeza. Su aparente tranquilidad exterior no se veía reflejada en sus ojos.

—Puede que sea irascible —admitió—, pero le aseguro que no tengo la sangre fría necesaria para matar a alguien y dejar su cuerpo al lado de mi lugar de trabajo.

Pia apoyó los codos en la mesa y la barbilla en las manos entrelazadas. ¿Por qué la había invitado a tomar café y un helado ese hombre? ¿Solo porque le caía bien o porque quería sacarle información sobre la investigación? Deseó poder olvidar por un rato la suspicacia inherente a su profesión.

—¿De qué quería hablar con Lukas? —inquirió Sander al ver que ella no decía nada más.

—La noche que se cometió el asesinato una vecina vio salir de casa de Pauly a una chica rubia en un
scooter
amarillo. La estamos buscando, y partimos de la base de que conocía bien a Pauly. —Pia creyó ver un leve brillo en los ojos de Sander, pero también podía equivocarse—. Es posible que la chica viera el cadáver. O al asesino. Y se quedó tan aturdida que se cayó de la moto. Encontramos restos de pintura y un espejo retrovisor roto.

De repente le sonó el móvil. Era Ostermann, que le comunicaba que había llegado Patrick Weishaupt, junto con su airado padre y un abogado diligente.

—Me tengo que ir. —Pia se levantó—. El deber me llama. Gracias por el café y el helado. Y por la conversación. No tendrá por casualidad el número de Lukas, ¿no?

—Lo tengo, sí —repuso Sander, y también se puso de pie.

—¿Me lo puede mandar por
sms
?

—Claro. —El director del zoológico sonrió con escepticismo—. Gracias a mis hijas, a estas alturas los
sms
se me dan muy bien.

Patrick Weishaupt, con el semblante altanero, esperaba en una de las salas de interrogatorios cuando Pia entró en la comisaría de Hofheim. A decir verdad, Pia solía interrogar a sospechosos o testigos en su despacho, pero el ambiente sobrio de la sala de interrogatorios, con el cristal de espejo, intimidaba a la mayor parte de las personas, y a ella le pareció oportuno en el caso de Patrick Weishaupt. Por desgracia, aún no tenían pruebas de que uno de los perros de Pauly hubiera infligido las mordeduras al chico, ya que hasta el momento los criminólogos no habían podido obtener ninguna huella aprovechable en aquella escombrera humeante.

—Quiero hablar con mi abogado —soltó el joven por todo saludo.

—Después —contestó Pia, y se sentó junto a Ostermann frente a él—. Primero nos gustaría saber cómo llegó la huella de tu mano ensangrentada a la puerta de Pauly y por qué había sangre tuya por todas partes.

—Yo no maté a Pauly —afirmó el muchacho.

—Sin embargo, hasta la fecha todo apunta a ello —razonó Pia—. Y no te conviene mentir. Hay pruebas más que concluyentes de que estuviste en casa de tu profesor la noche que murió. Si nos cuentas para qué fuiste allí, tu situación podría mejorar, porque por el momento partimos de la base de que tienes algo que ver con el asesinato.

Patrick puso cara inexpresiva, pero en sus ojos había miedo e inseguridad. No estaba ni mucho menos tan relajado como quería aparentar.

—Vale —repuso, y se encogió de hombros—. Estuve en casa de Pauly. Quería hablar con él, pero no estaba.

—¿Cuándo fue eso?

—Ni idea. Después del partido. Estuve viendo el partido de fútbol con unos colegas en la heladería. Bebimos algo.

—¿Cómo se llaman tus colegas? —preguntó Ostermann—. También me gustaría tener su número de teléfono.

—¿Por?

—Porque quiero comprobar lo que nos estás contando.

Patrick le dio tres nombres y tres teléfonos, y Ostermann asintió y salió.

—¿Qué viste cuando estuviste en casa de Pauly? —quiso saber Pia, que no perdía de vista al chico.

—A Pauly no, desde luego. Lo llamé, pero allí no había nadie. Luego entré en la casa, que estaba abierta de par en par.

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