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Authors: Enrique Barrios

Tags: #Cuento, ciencia ficción

Ami, el niño de las estrellas

 

Pedro, un niño de 10 años pasa sus vacaciones de verano en un pueblo costero. Una noche, en la playa, traba amistad con un niño extraterrestre llamado Ami. Junto a su nuevo amigo, vivirá una serie de experiencias insólitas y sorprendentes: recibirá unas breves lecciones de vuelo, luego él y Ami viajarán a bordo de una nave espacial por diversos lugares del planeta e incluso visitarán otros mundos. Ami le enseñará a Pedro que el Amor es la ley fundamental del universo, que la evolución no es otra cosa que acercarse al Amor y que el ego es la barrera que nos frena y que impide que se manisfiesten nuestros mejores sentimientos.

Enrique Barrios

Ami,
el niño de las estrellas

ePUB v2.0

GONZALEZ
17.09.12

© 1986, Enrique Barrios

Corrección de erratas: Pishu

ePub base v2.0

Es difícil a los diez años escribir un libro. A esta edad nadie entiende mucho de literatura… ni le interesa mayormente; pero tengo que hacerlo, porque Ami dijo que si yo quería volver a verlo, debería relatar en un libro lo que viví a su lado.

Me advirtió que entre los adultos, muy pocos iban a entenderme, porque para ellos es más fácil creer en lo horrible que en lo maravilloso.

Para evitarme problemas me recomendó decir que todo es una fantasía, un cuento para niños.

Le haré caso:
esto es un cuento
.

ADVERTENCIA

(Dirigida solamente a los adultos)

No siga leyendo, no le va a gustar: lo que viene es maravilloso

Dedicado a los niños

de cualquier edad

y de cualquier pueblo

de esta redonda y hermosa patria,

esos futuros herederos y constructores

de una nueva Tierra

sin divisiones entre hermanos.

Cuando los pueblos se congregaren en uno

y los reinos

para servir al Amor

(Salmo 102:22)

… y volverán sus espadas en rejas de arado

y sus lanzas en hoces

no alzará espada gente contra gente

ni se ensayarán más para la guerra

(Isaías 2:4)

… y mis escogidos poseerán por heredad la tierra

y mis siervos habitarán allí

(Isaías 65:9)

Parte primera

Comenzó una tarde del verano pasado en un balneario de la costa donde vamos con mi abuelita casi todos los años.

Esa vez conseguimos una casita de madera. Tenía muchos pinos y boldos en el patio, y por el frente, un antejardín lleno de flores. Se encontraba cerca del mar, en un sendero que lleva hacia la playa.

Quedaba poca gente, porque la temporada iba a terminar. A mi abuelita le gusta salir de vacaciones los primeros días de marzo, dice que es más tranquilo y más barato.

Comenzó a oscurecer. Yo estaba sobre unas rocas altas junto a la playa solitaria, contemplando el mar. De pronto vi en el cielo una luz roja sobre mí. Pensé que sería una bengala o un cohete de esos que se lanzan para el año nuevo. Venía descendiendo, cambiando de colores y arrojando chispas. Cuando estuvo más bajo comprendí que no era una bengala ni un cohete, porque al agrandarse llegó a tener el tamaño de una avioneta o mayor aún.

Cayó al mar a unos cincuenta metros de la orilla, frente a mí, sin emitir sonido alguno. Creí haber sido testigo de un desastre aéreo, busqué con la mirada algún paracaidista en el cielo; no había ninguno. Nada perturbaba el silencio y la tranquilidad de la playa.

Sentí mucho miedo y quise correr a contarle a mi abuelita; pero esperé un poco para ver si divisaba algo más. Cuando ya me iba, apareció algo blanco flotando en el punto en donde había caído el avión, o lo que fuera: alguien venía nadando hacia las rocas. Supuse que se trataba del piloto, que se habría salvado del accidente. Esperé que se aproximara, para intentar ayudarlo en lo que yo pudiera.

Como nadaba con agilidad, comprendí que no estaba malherido.

Cuando se acercó más, me di cuenta de que se trataba de un niño. Llegó a las rocas y antes de comenzar a subir me miró amistosamente. Pensé que estaba feliz de haberse salvado, la situación no parecía dramática para él, eso me calmó un poco. Llegó a mi lado, se sacudió el agua del pelo y me sonrió, entonces me tranquilicé definitivamente; tenía cara de niño bueno. Vino a sentarse junto a mí, suspiró con resignación y se puso a mirar las estrellas que comenzaban a brillar en el cielo.

Parecía más o menos de mi edad, un poco menor y algo más bajito, vestía un traje blanco como de piloto, hecho de algún material impermeable, ya que no estaba mojado, su vestimenta terminaba en un par de botas blancas de gruesas suelas. En el pecho llevaba un emblema color oro: un corazón alado dentro de un círculo. Su cinturón, también dorado, tenía a cada lado una especie de radios portátiles, y en el centro una hebilla grande y muy bonita.

Me senté junto a él. Pasamos un rato en silencio; como no hablaba, le pregunté qué le había sucedido.

—Aterrizaje forzoso —contestó riendo. Era simpático, tenía un acento bastante extraño, supuse que venía desde otro país en el avión. Sus ojos eran grandes y bondadosos.

—¿Qué le pasó al piloto? —pregunté. Como él era un niño, pensé que el piloto tendría que ser una persona mayor.

—Nada. Aquí está, sentado a tu lado —respondió.

—¡Ah! —Quedé maravillado. ¡Ese niño era un campeón! ¡A mi edad ya manejaba aviones! Supuse que sus padres serían ricos.

Fue llegando la noche y tuve frío. El se dio cuenta, porque me preguntó:

—¿Tienes frío?

—Sí.

—No hace frío —me dijo sonriendo. Sentí que realmente no hacía frío.

—Es verdad —le contesté.

Después de unos minutos le pregunté qué iba a hacer.

—Cumplir con la misión —respondió sin dejar de mirar el cielo.

Pensé que estaba frente a un niño importante, no como yo, un simple estudiante en vacaciones. El tenía una misión… tal vez algo secreto… No me atreví a preguntarle de qué se trataba.

—¿No lamentas haber perdido el avión?

—No se ha perdido —respondió, dejándome sin comprender.

—¿No se perdió, no se destruyó entero?

—No.

—¿Cómo se puede sacar del agua para repararlo… o no se puede?

—Oh, sí, se puede sacar del agua —me observó con simpatía y agregó— ¿cómo te llamas?

—Pedro —respondí, pero algo comenzaba a no gustarme: él no respondía a mi pregunta. Al parecer, se dio cuenta de mi disgusto y le hizo gracia.

—No te enojes, Pedrito, no te enojes… ¿Cuántos años tienes?

—Diez… casi. ¿Y tú? Rió muy suavemente, con la risa de un bebé cuando le hacen cosquillas. Yo sentí que él intentaba ponerse por sobre mí, debido a que manejaba un avión y yo no, eso no me gustaba; sin embargo, era simpático, agradable, no pude enojarme seriamente con él.

—Tengo más años de los que tú me creerías —respondió sonriendo. Sacó del cinturón uno de los aparatos parecidos a radios a pila. Era una especie de calculadora de bolsillo, la encendió y aparecieron unos signos luminosos, desconocidos para mí. Hizo algún cálculo y al ver la respuesta me dijo riendo:

—No; no me lo creerías.

Llegó la noche y apareció una hermosa luna llena que iluminaba toda la playa. Miré su rostro con atención. No podía tener más de ocho años, sin embargo, era piloto de avión… ¿Tendría más años?… ¿No sería un enano?

—¿Crees en los extraterrestres? —me preguntó sorpresivamente. Tardé un buen rato en responder. Me observaba con unos ojos llenos de luz, parecía que las estrellas de la noche se reflejaban en sus pupilas. Se veía demasiado bonito para ser normal. Recordé el avión en llamas, su aparición, su calculadora con signos extraños, su acento, su traje, además, era un niño, y los niños no manejamos aviones…

—¿Eres un extraterrestre? —pregunté con algo de temor.

—Y si lo fuera… ¿te daría miedo?

Fue entonces que supe que sí venía de otro mundo. Me asusté un poco, pero su mirada estaba llena de bondad.

—¿Eres malo? —pregunté tímidamente. El rió divertido.

—Tal vez tú eres más malito que yo…

—¿Por qué?

—Porque eres terrícola.

—¿De verdad eres extraterrestre?

—No te asustes —me confortó sonriendo y señaló hacia las estrellas mientras me decía: este universo está lleno de vida… millones y millones de planetas están habitados… Hay mucha gente buena allá arriba…

Sus palabras producían un extraño efecto en mí. Cuando él decía esas cosas, yo podía «ver» esos millones de mundos habitados por gente buena. Se me quitó el temor. Decidí aceptar sin sorprenderme que él era un ser de otro planeta. Parecía amistoso e inofensivo.

—¿Por qué dices que los terrícolas somos malos? —pregunté. El continuó mirando el cielo y dijo:

—Qué hermoso se ve el firmamento desde la Tierra… Esta atmósfera le otorga un brillo… un color…

No me estaba respondiendo otra vez. Volví a sentirme molesto; además, no me gusta que me crean malo, no lo soy, al revés: yo quería ser explorador cuando fuera grande y cazar malos en los ratos libres…

—… Allá, en las Pléyades, hay una civilización maravillosa…

—No todos somos malos aquí…

—Mira esa estrella… así era hace un millón de años… ya no existe…

—Dije que no todos somos malos aquí. ¿Por qué dijiste que todos los terrícolas somos malos?

—Yo no he dicho eso —respondió sin dejar de mirar el cielo, le brillaba la mirada—. Es un milagro…

—¡Sí lo dijiste!

Como levanté la voz, logré sacarlo de sus ensueños; estaba igual que una prima mía cuando contempla la foto de su cantante preferido; está enamorada de él.

Me miró con atención, no parecía molesto conmigo.

—Quise decir que los terrícolas suelen ser menos buenos que los habitantes de otros mundos del espacio.

—¿Ves? Estás diciendo que somos los más malos del universo.

Volvió a reír y me acarició el pelo mientras decía:

—Tampoco quise decir eso.

Aquello me gustó menos aún. Retiré la cabeza, me molesta que me miren como a un tonto, porque soy uno de los primeros de mi clase, además, iba a cumplir
diez años
.

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