Al instante empezaron a menudear las preguntas.
—¿Y cuándo volvemos a ese punto muerto? —preguntó Miguel Ardán.
—¡Eso es lo desconocido! —respondió Barbicane.
—Pero supongo que podrías formular alguna hipótesis…
—Dos —respondió Barbicane—. O la velocidad del proyectil será insuficiente entonces, y permanecerá eternamente inmóvil en aquella línea de doble atracción…
—Prefiero la otra hipótesis, sea la que fuese —interrumpió Miguel Ardán.
—O su velocidad será insuficiente —continuó Barbicane—, y seguirá su derrotero elíptico para gravitar eternamente en derredor del astro de la noche.
—¡Revelación poco consoladora! —dijo Miguel—. Pasar al estado de humildes siervos de la Luna que estamos acostumbrados a considerar Como una esclava nuestra. ¡Vaya un porvenir que nos espera!
Ni Barbicane ni Nicholl replicaron.
—¿Callan? —prosiguió Miguel, impaciente.
—No hay nada que responder —dijo Nicholl.
—¿Ni nada que intentar?
—No —respondió Barbicane7— ¿Pretenderían luchar contra lo imposible?
—¿Por qué no? ¿Han de retroceder un francés y dos americanos ante semejante palabra?
—¿Pero qué quieres hacer?
—Dominar ese movimiento que nos arrastra.
—¿Dominarlo?
—Sí —respondió Miguel animándose—, contenerlo o modificarlo, utilizarlo, en fin, para el logro de nuestros proyectos.
—¿Y cómo?
—¡Eso es lo que os toca resolver! Si los artilleros no son dueños de sus proyectiles, no son tales artilleros. ¡Si el proyectil manda al artillero, es preciso meter a éste en el cañón en lugar de meter a aquél! ¡Vaya unos sabios, a fe mía! Ahora no saben qué hacer después de haberme inducido…
—¡Inducido! —exclamaron a un tiempo Nicholl y Barbicane—. ¿Qué quieres decir con eso?
—¡No andemos con recriminaciones! —dijo Miguel—. ¡No me quejo! El paseo es de mi gusto y el proyectil también. Pero me parece que debemos hacer todo lo humanamente posible para caer en alguna parte, aunque no caigamos de seguro en la Luna.
—No deseamos otra cosa, amigo Miguel —respondió Barbicane—, pero carecemos de medios para ello.
—¿No podemos modificar el movimiento del proyectil?
—No.
—¿Ni disminuir su velocidad?
—No.
—¿Ni aun aligerándole como se aligera un barco demasiado cargado?
—¿Qué quieres arrojar? —respondió Nicholl—. No tenemos lastre a bordo y, además, me parece que el proyectil, aligerado, marcharía más aprisa.
—Más despacio —dijo Miguel.
—Más aprisa —replicó Nicholl.
—Ni más aprisa ni más despacio —dijo Barbicane, para poner paz a sus amigos—, porque flotamos en el vacío, donde no se puede tener en cuenta el peso específico.
—Pues bien —dijo Miguel, en tono decisivo—, entonces sólo nos queda una cosa que hacer.
—¿Cuál? —preguntó Nicholl.
—¡Almorzar! —respondió imperturbablemente el audaz francés, que siempre acababa de este modo en los momentos de apuro.
En efecto, si esta determinación no influía de modo alguno en la dirección del proyectil, por, lo menos se podría tomar sin inconveniente y aun con buen éxito desde el punto de vista del estómago. Indudablemente Miguel tenía ocurrencias felices.
Cenaron, pues, a las dos de la mañana; pero la hora era lo de menos. Miguel sirvió su comida habitual, terminada por una excelente botella sacada de la bodega secreta. Si no brotaban ideas en sus cerebros había que desconfiar del exquisito Chambertin de 1863.
Terminada la comida, empezaron de nuevo las observaciones.
En derredor del proyectil se mantenían a variable distancia los objetos arrojados fuera. Era, pues, indudable que el proyectil, en su movimiento de traslación alrededor de la Luna, no había atravesado atmósfera, porque a no ser así, el peso específico de aquellos objetos habría modificado su marcha relativa.
Nada había que ver por la parte del esferoide terrestre. La Tierra no llevaba más que un día de su primer cuarto, había sido nueva la víspera a medianoche, y hasta que pasasen dos días no se dibujaría su primer segmento luminoso, viniendo a servir de reloj a los selenitas, puesto que, en su movimiento de rotación, cada uno de sus puntos pasaba veinticuatro horas después por el mismo meridiano lunar.
Por el lado de la Luna el espectáculo era diferente; el astro brillaba en todo su esplendor, en medio de innumerables constelaciones, cuya luz no empañaban sus rayos. En su disco, las llanuras empezaban a formar ya esa tinta oscura que se ve desde la Tierra. El resto del nimbo permanecía brillante, y en medio de su brillantez general, descollaba Tycho como un sol.
Barbicane no podía apreciar de ningún modo la velocidad del proyectil, pero el razonamiento le demostraba que aquella velocidad debla disminuir uniformemente, de conformidad con las leyes de la mecánica racional.
En efecto, admitiendo que el proyectil describiera una órbita alrededor de la Luna, esta órbita sería necesariamente elíptica. La ciencia prueba que debe ser así. Ningún móvil que circula alrededor de un cuerpo atrayente falla a esta ley. Todas las órbitas descritas en el espacio son elípticas, la de los satélites alrededor de los planetas, la de los planetas alrededor del Sol, la del Sol alrededor del astro desconocido que le sirve de centro. ¿Qué razón había para que el proyectil del «Gun-Club» dejara de seguir esta disposición natural?
Ahora bien, en las órbitas elípticas, el cuerpo atrayente ocupa siempre uno de los focos de la elipse. El satélite se encuentra, pues, un momento más cerca, y otro momento más lejos del astro en cuyo torno gravita.
Cuando la Tierra está más próxima al Sol, se halla en su perihelio, y cuando más lejana, en su afelio. Si se habla de la Luna, está más cerca de la Tierra en su perigeo, y más lejos en su apogeo.
Empleando, pues, términos análogos que puedan enriquecer la lengua de los astrónomos, si el proyectil permanecía en estado de satélite de la Luna, se debería decir que se hallaba en su aposelenio, cuando estuviera más lejos, y en su periselenio, cuando estuviera más cerca del astro de la noche.
En este último caso el proyectil debía llegar a su máximum de velocidad; y en el primer caso, quedarse en el mínimum. Ahora bien, indudablemente marchaba hacia su punto aposelenítico, y Barbicane pensaba con razón que su velocidad decrecería hasta este punto, para aumentar de nuevo a medida que volviera a acercarse a la Luna. Y la velocidad sería nula, si aquel punto se confundía con el de atracción igual.
Barbicane estudiaba las consecuencias de aquellas diferentes situaciones y trataba de averiguar el partido que podría sacar de cada una de ellas, cuando fue interrumpido en sus meditaciones por un grito de Miguel Ardán.
—¡Vive Dios! —exclamó Miguel—. Hay que confesar que somos tontos de capirote.
—No digo que no —respondió Barbicane—. Pero, ¿por qué?
—Porque tenemos un medio bien sencillo de retardar esa velocidad que nos aleja de la Luna y no lo empleamos.
—¿Qué medio es ése?
—Utilizar la fuerza de retroceso de nuestros cohetes.
—Verdad es que no hemos aprovechado esa fuerza —respondió Barbicane—, pero la aprovecharemos.
—¿Cuándo? —preguntó Miguel.
—Cuando llegue el momento oportuno. Notad, amigos, que en la posición actual del proyectil, posición oblicua todavía respecto del disco lunar, nuestros cohetes, modificando su dirección podrían apartarlo en vez de aproximarlo a la Luna. Ahora bien, ¿quieren llegar a la Luna?
—¡Qué duda cabe! —replicó Miguel.
—Pues esperen. Por efecto de una influencia inexplicable, el proyectil se inclina a volver su fondo hacia la Tierra. Es probable que en el punto de atracción igual su vértice cónico se dirija enteramente hacia la Luna. En aquel momento se puede esperar que su velocidad sea nula. Aquél será el instante de obrar, y bajo el impulso de nuestros cohetes, quizá podremos provocar una caída directa a la superficie del disco lunar.
—¡Bravo! —exclamó Miguel.
—Eso no lo hemos hecho ni podíamos hacerlo al pasar por primera vez por el punto muerto a causa de que el proyectil se hallaba animado todavía de una velocidad demasiado grande.
—Muy bien razonado —dijo Nicholl.
—Esperemos, pues, con paciencia —prosiguió Barbicane—. Pongamos de parte nuestra todas las probabilidades, y después de haber desesperado tanto, empiezo a creer que lograremos nuestro objeto.
Esta conclusión mereció los aplausos de Miguel Ardán. Ninguno, de aquellos tres locos audaces se acordaba ya de que habían convenido en que la Luna no estaba habitada ni probablemente era habitable; lejos de esto, iban a hacer todos los esfuerzos posibles por llegar a ella.
Sólo faltaba resolver una cuestión. ¿En qué momento llegaría el proyectil al punto de atracción igual en que los viajeros se jugarían el todo por el todo?
Para calcular este momento con una aproximación de segundos, Barbicane sólo necesitaba consultar sus notas de viaje y las diferentes alturas tomadas sobre los paralelos lunares. Así, el tiempo empleado en recorrer la distancia que mediaba entre el punto muerto y el Polo Sur debía ser igual a la que separaba el Polo Norte del punto muerto. Las horas que representaban los tiempos recorridos estaban cuidadosamente anotadas, y el cálculo se simplificaba.
Barbicane dedujo que el proyectil llegaría a dicho punto a la una de la madrugada del 7 al 8 de diciembre. En el momento en que hacía el cálculo eran las tres de la madrugada del 6 al 7; faltaban, pues, veintidós horas, si la marcha del proyectil no sufría alteración, para llegar al punto apetecido.
Los cohetes habían sido dispuestos ya anteriormente para amortiguar la caída del proyectil sobre la Luna y a la sazón los audaces viajeros iban a emplearlos para producir un efecto completamente contrario. Como quiera que fuese, se hallaban dispuestos y no tenían que hacer más que esperar el momento de prenderles fuego.
—Ya que no, hay nada que hacer —dijo Nicholl—, voy a proponer una cosa.
—¿Qué? —preguntó Barbicane.
—Propongo que durmamos.
—¡Vaya una idea! —exclamó Miguel Ardán.
—Llevamos cuarenta horas sin pegar los ojos —dijo Nicholl—, unas cuantas horas de sueño nos devolverán nuestras fuerzas.
—Me opongo —replicó Miguel.
—Bueno —prosiguió Nicholl—, que cada cual haga lo que guste; yo, por mi parte, voy a dormir.
Y tendiéndose en un diván, no tardó en roncar profundamente.
—Este Nicholl es un hombre de buen sentido —dijo, al poco rato, Barbicane—. Voy a seguir su ejemplo.
Y a los pocos instantes le hacía dúo.
—No se puede negar —dijo Miguel, cuando se vio solo— que estos hombres prácticos suelen tener buenas ocurrencias.
Y alargando sus piernas y cruzando los brazos sobre la cabeza se durmió también.
Pero aquel sueño no podía ser duradero ni tranquilo. Agitaban el ánimo de aquellos tres hombres demasiado cuidadosos, y así fue que a las siete de la mañana ya estaban otra vez en pie.
El proyectil seguía alejándose de la Luna e inclinando más y más hacia ella su parte cónica; fenómeno inexplicable hasta entonces, Pero que servía perfectamente a los designios de Barbicane.
Faltaban diecisiete horas para que llegara el momento de obrar.
El día se hizo largo. Por más animosos que fueran los viajeros, se sentían vivamente agitados al acercarse el instante que debía decirlo todo, su caída hacia la Luna o su eterno encadenamiento en una órbita inmutable. Contaron, pues, las horas, demasiado lentas para ellos. Barbicane y Nicholl entregados obstinadamente a sus cálculos, y Miguel yendo y viniendo entre aquellas paredes estrechas, mientras contemplaba con ojos codiciosos aquella Luna impasible.
A veces cruzaban rápidamente por su imaginación los recuerdos de la Tierra, y se figuraban ver a sus amigos del «Gun-Club», especialmente al más querido de todos, J. T. Maston. En aquel momento el respetable, secretario estaría ocupando su puesto en las Montañas Rocosas. ¿Qué pensarla si veía el proyectil en el espejo de su gigantesco telescopio? Después de verle desaparecer detrás del Polo Sur de la Luna, le vería reaparecer por el Polo Norte. ¡Era, pues, satélite de un satélite! ¿Habría lanzado J. T. Maston por el mundo esta inesperada nueva? ¿Sería éste el desenlace de tan gran empresa?
Pasó aquel día sin incidente alguno, y llegó la medianoche terrestre. Iba a comenzar el día 8 de diciembre: una hora después llegaban al punto de atracción igual. ¿Qué velocidad animaba entonces al proyectil? No se podía apreciar. Pero ningún error podría inutilizar los cálculos de Barbicane. A la una de la mañana la velocidad debía ser y sería nula.