Alicia en el país de las maravillas (6 page)

Al lacayo le pareció ésta una buena oportunidad para repetir su observación, con variaciones:

—Estaré sentado aquí —dijo— días y días.

—Pero ¿qué tengo que hacer yo? —insistió Alicia.

—Lo que se te antoje —dijo el criado, y empezó a silbar.

—¡Oh, no sirve para nada hablar con él! —murmuró Alicia desesperada—. ¡Es un perfecto idiota!

Abrió la puerta y entró en la casa.

La puerta daba directamente a una gran cocina, que estaba completamente llena de humo. En el centro estaba la Duquesa, sentada sobre un taburete de tres patas y con un bebé en los brazos. La cocinera se inclinaba sobre el fogón y revolvía el interior de un enorme puchero que parecía estar lleno de sopa.

—¡Esta sopa tiene por descontado demasiada pimienta! —se dijo Alicia para sus adentros, mientras soltaba el primer estornudo.

Donde sí había demasiada pimienta era en el aire. Incluso la Duquesa estornudaba de vez en cuando, y el bebé estornudaba y aullaba alternativamente, sin un momento de respiro. Los únicos seres que en aquella cocina no estornudaban eran la cocinera y un rollizo gatazo que yacía cerca del fuego, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Por favor, podría usted decirme —preguntó Alicia con timidez, pues no estaba demasiado segura de que fuera correcto por su parte empezar ella la conversación— por qué sonríe su gato de esa manera?

—Es un gato de Cheshire —dijo la Duquesa—, por eso sonríe. ¡Cochino!

Gritó esta última palabra con una violencia tan repentina, que Alicia estuvo a punto de dar un salto, pero en seguida se dio cuenta de que iba dirigida al bebé, y no a ella, de modo que recobró el valor y siguió hablando.

—No sabía que los gatos de Cheshire estuvieran siempre sonriendo. En realidad, ni siquiera sabía que los gatos pudieran sonreír.

—Todos pueden —dijo la Duquesa—, y muchos lo hacen.

—No sabía de ninguno que lo hiciera —dijo Alicia muy amablemente, contenta de haber iniciado una conversación.

—No sabes casi nada de nada —dijo la Duquesa—. Eso es lo que ocurre.

A Alicia no le gustó ni pizca el tono de la observación, y decidió que sería oportuno cambiar de tema. Mientras estaba pensando qué tema elegir, la cocinera apartó la olla de sopa del fuego, y comenzó a lanzar todo lo que caía en sus manos contra la Duquesa y el bebé: primero los hierros del hogar, después una lluvia de cacharros, platos y fuentes. La Duquesa no dio señales de enterarse, ni siquiera cuando los proyectiles la alcanzaban, y el bebé berreaba ya con tanta fuerza que era imposible saber si los golpes le dolían o no.

—¡Oh, por favor, tenga usted cuidado con lo que hace! —gritó Alicia, mientras saltaba asustadísima para esquivar los proyectiles—. ¡Le va a arrancar su preciosa nariz! —añadió, al ver que un caldero extraordinariamente grande volaba muy cerca de la cara de la Duquesa.

—Si cada uno se ocupara de sus propios asuntos —dijo la Duquesa en un gruñido—, el mundo giraría mucho mejor y con menos pérdida de tiempo.

—Lo cual no supondría ninguna ventaja —intervino Alicia, muy contenta de que se presentara una oportunidad de hacer gala de sus conocimientos—. Si la tierra girase más aprisa, ¡imagine usted el lío que se armaría con el día y la noche! Ya sabe que la tierra tarda veinticuatro horas en ejecutar un giro completo sobre su propio eje...

—Hablando de ejecutar —interrumpió la Duquesa—, ¡que le corten la cabeza!

Alicia miró a la cocinera con ansiedad, para ver si se disponía a hacer algo parecido, pero la cocinera estaba muy ocupada revolviendo la sopa y no parecía prestar oídos a la conversación, de modo que Alicia se animó a proseguir su lección:

—Veinticuatro horas, creo, ¿o son doce? Yo...

—Tú vas a dejar de fastidiarme —dijo la Duquesa—. ¡Nunca he soportado los cálculos!

Y empezó a mecer nuevamente al niño, mientras le cantaba una especie de nana, y al final de cada verso propinaba al pequeño una fuerte sacudida.

Grítale y zurra al niñito

si se pone a estornudar,

porque lo hace el bendito

sólo para fastidiar.

CORO

(Con participación de la cocinera y el bebé)

¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!

Cuando comenzó la segunda estrofa, la Duquesa lanzó al niño al aire, recogiéndolo luego al caer, con tal violencia que la criatura gritaba a voz en cuello. Alicia apenas podía distinguir las palabras:

A mi hijo le grito,

y si estornuda, ¡menuda paliza!

Porque, ¿es que acaso no le gusta

la pimienta cuando le da la gana?

CORO

¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!

—¡Ea! ¡Ahora puedes mecerlo un poco tú, si quieres! —dijo la Duquesa al concluir la canción, mientras le arrojaba el bebé por el aire—. Yo tengo que ir a arreglarme para jugar al croquet con la Reina.

Y la Duquesa salió apresuradamente de la habitación. La cocinera le tiró una sartén en el último instante, pero no la alcanzó.

Alicia cogió al niño en brazos con cierta dificultad, pues se trataba de una criaturita de forma extraña y que forcejeaba con brazos y piernas en todas direcciones, «como una estrella de mar», pensó Alicia. El pobre pequeño resoplaba como una máquina de vapor cuando ella lo cogió, y se encogía y se estiraba con tal furia que durante los primeros minutos Alicia se las vio y deseó para evitar que se le escabullera de los brazos.

En cuanto encontró el modo de tener el niño en brazos (modo que consistió en retorcerlo en una especie de nudo, la oreja izquierda y el pie derecho bien sujetos para impedir que se deshiciera), Alicia lo sacó al aire libre. «Si no me llevo a este niño conmigo», pensó, «seguro que lo matan en un día o dos. ¿Acaso no sería un crimen dejarlo en esta casa?» Dijo estas últimas palabras en alta voz, y el pequeño le respondió con un gruñido (para entonces había dejado ya de estornudar).

—No gruñas —le riñó Alicia—. Ésa no es forma de expresarse.

El bebé volvió a gruñir, y Alicia le miró la cara con ansiedad, para ver si le pasaba algo. No había duda de que tenía una nariz muy respingona, mucho más parecida a un hocico que a una verdadera nariz. Además los ojos se le estaban poniendo demasiado pequeños para ser ojos de bebé. A Alicia no le gustaba ni pizca el aspecto que estaba tomando aquello. «A lo mejor es porque ha estado llorando», pensó, y le miró de nuevo los ojos, para ver si había alguna lágrima. No, no había lágrimas.

—Si piensas convertirte en un cerdito, cariño —dijo Alicia muy seria—, yo no querré saber nada contigo. ¡Conque ándate con cuidado!

La pobre criaturita volvió a soltar un quejido (¿o un gruñido? era imposible asegurarlo), y los dos anduvieron en silencio durante un rato.

Alicia estaba empezando a preguntarse a sí misma: «Y ahora, ¿qué voy a hacer yo con este chiquillo al volver a mi casa?», cuando el bebé soltó otro gruñido, con tanta violencia que volvió a mirarlo alarmada. Esta vez no cabía la menor duda: no era ni más ni menos que un cerdito, y a Alicia le pareció que sería absurdo seguir llevándolo en brazos.

Así pues, lo dejó en el suelo, y sintió un gran alivio al ver que echaba a trotar y se adentraba en el bosque.

«Si hubiera crecido», se dijo a sí misma, «hubiera sido un niño terriblemente feo, pero como cerdito me parece precioso». Y empezó a pensar en otros niños que ella conocía y a los que les sentaría muy bien convertirse en cerditos. «¡Si supiéramos la manera de transformarlos!», se estaba diciendo, cuando tuvo un ligero sobresalto al ver que el Gato de Cheshire estaba sentado en la rama de un árbol muy próximo a ella.

El Gato, cuando vio a Alicia, se limitó a sonreír. Parecía tener buen carácter, pero también tenía unas uñas muy largas Y muchísimos dientes, de modo que sería mejor tratarlo con respeto.

—Minino de Cheshire —empezó Alicia tímidamente, pues no estaba del todo segura de si le gustaría este tratamiento: pero el Gato no hizo más que ensanchar su sonrisa, por lo que Alicia decidió que sí le gustaba—. Minino de Cheshire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí?

—Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar —dijo el Gato.

—No me importa mucho el sitio... —dijo Alicia.

—Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes —dijo el Gato.

—... siempre que llegue a alguna parte —añadió Alicia como explicación.

—¡Oh, siempre llegarás a alguna parte —aseguró el Gato—, si caminas lo suficiente!

A Alicia le pareció que esto no tenía vuelta de hoja, y decidió hacer otra pregunta:

¿Qué clase de gente vive por aquí?

—En esta dirección —dijo el Gato, haciendo un gesto con la pata derecha— vive un Sombrerero. Y en esta dirección —e hizo un gesto con la otra pata— vive una Liebre de Marzo. Visita al que quieras: los dos están locos.

—Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca —protestó Alicia.

—Oh, eso no lo puedes evitar —repuso el Gato—. Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.

—¿Cómo sabes que yo estoy loca? —preguntó Alicia.

—Tienes que estarlo afirmó el Gato—, o no habrías venido aquí.

Alicia pensó que esto no demostraba nada. Sin embargo, continuó con sus preguntas:

—¿Y cómo sabes que tú estás loco?

—Para empezar —repuso el Gato—, los perros no están locos. ¿De acuerdo?

—Supongo que sí —concedió Alicia.

—Muy bien. Pues en tal caso —siguió su razonamiento el Gato—, ya sabes que los perros gruñen cuando están enfadados, y mueven la cola cuando están contentos. Pues bien, yo gruño cuando estoy contento, y muevo la cola cuando estoy enfadado. Por lo tanto, estoy loco.

—A eso yo le llamo ronronear, no gruñir —dijo Alicia.

—Llámalo como quieras —dijo el Gato—. ¿Vas a jugar hoy al croquet con la Reina?

—Me gustaría mucho —dijo Alicia—, pero por ahora no me han invitado.

—Allí nos volveremos a ver —aseguró el Gato, y se desvaneció.

A Alicia esto no la sorprendió demasiado, tan acostumbrada estaba ya a que sucedieran cosas raras. Estaba todavía mirando hacia el lugar donde el Gato había estado, cuando éste reapareció de golpe.

—A propósito, ¿qué ha pasado con el bebé? —preguntó—. Me olvidaba de preguntarlo.

—Se convirtió en un cerdito —contestó Alicia sin inmutarse, como si el Gato hubiera vuelto de la forma más natural del mundo.

—Ya sabía que acabaría así —dijo el Gato, y desapareció de nuevo.

Alicia esperó un ratito, con la idea de que quizás aparecería una vez más, pero no fue así, y, pasados uno o dos minutos, la niña se puso en marcha hacia la dirección en que le había dicho que vivía la Liebre de Marzo.

—Sombrereros ya he visto algunos —se dijo para sí—. La Liebre de Marzo será mucho más interesante. Y además, como estamos en mayo, quizá ya no esté loca... o al menos quizá no esté tan loca como en marzo.

Mientras decía estas palabras, miró hacia arriba, y allí estaba el Gato una vez más, sentado en la rama de un árbol.

—¿Dijiste cerdito o cardito? —preguntó el Gato.

—Dije cerdito —contestó Alicia—. ¡Y a ver si dejas de andar apareciendo y desapareciendo tan de golpe! ¡Me da mareo!

—De acuerdo —dijo el Gato.

Y esta vez desapareció despacito, con mucha suavidad, empezando por la punta de la cola y terminando por la sonrisa, que permaneció un rato allí, cuando el resto del Gato ya había desaparecido.

—¡Vaya! —se dijo Alicia—. He visto muchísimas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que he visto en toda mi vida!

No tardó mucho en llegar a la casa de la Liebre de Marzo. Pensó que tenía que ser forzosamente aquella casa, porque las chimeneas tenían forma de largas orejas y el techo estaba recubierto de piel. Era una casa tan grande, que no se atrevió a acercarse sin dar antes un mordisquito al pedazo de seta de la mano izquierda, con lo que creció hasta una altura de unos dos palmos. Aun así, se acercó con cierto recelo, mientras se decía a sí misma:

—¿Y si estuviera loca de verdad? ¡Empiezo a pensar que tal vez hubiera sido mejor ir a ver al Sombrerero!

Capítulo 7
Una merienda de locos

Habían puesto la mesa debajo de un árbol, delante de la casa, y la Liebre de Marzo y el Sombrerero estaban tomando el té. Sentado entre ellos había un Lirón, que dormía profundamente, y los otros dos lo hacían servir de almohada, apoyando los codos sobre él, y hablando por encima de su cabeza. «Muy incómodo para el Lirón», pensó Alicia. «Pero como está dormido, supongo que no le importa.»

La mesa era muy grande, pero los tres se apretujaban muy juntos en uno de los extremos.

—¡No hay sitio! —se pusieron a gritar, cuando vieron que se acercaba Alicia.

—¡Hay un montón de sitio! —protestó Alicia indignada, y se sentó en un gran sillón a un extremo de la mesa.

—Toma un poco de vino —la animó la Liebre de Marzo.

Alicia miró por toda la mesa, pero allí sólo había té.

—No veo ni rastro de vino —observó.

—Claro. No lo hay —dijo la Liebre de Marzo.

—En tal caso, no es muy correcto por su parte andar ofreciéndolo —dijo Alicia enfadada.

—Tampoco es muy correcto por tu parte sentarte con nosotros sin haber sido invitada —dijo la Liebre de Marzo.

—No sabía que la mesa era suya —dijo Alicia—. Está puesta para muchas más de tres personas.

—Necesitas un buen corte de pelo —dijo el Sombrerero.

Había estado observando a Alicia con mucha curiosidad, y estas eran sus primeras palabras.

—Debería aprender usted a no hacer observaciones tan personales —dijo Alicia con acritud—. Es de muy mala educación.

Al oír esto, el Sombrerero abrió unos ojos como naranjas, pero lo único que dijo fue:

—¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?

«¡Vaya, parece que nos vamos a divertir!», pensó Alicia. «Me encanta que hayan empezado a jugar a las adivinanzas.» Y añadió en voz alta:

—Creo que sé la solución.

—¿Quieres decir que crees que puedes encontrar la solución? —preguntó la Liebre de Marzo.

—Exactamente —contestó Alicia.

—Entonces debes decir lo que piensas —siguió la Liebre de Marzo.

—Ya lo hago —se apresuró a replicar Alicia—. O al menos... al menos pienso lo que digo... Viene a ser lo mismo, ¿no?

—¿Lo mismo? ¡De ninguna manera! —dijo el Sombrerero—. ¡En tal caso, sería lo mismo decir «veo lo que como» que «como lo que veo»!

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