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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Novela histórica

Alcazaba (33 page)

Marwán aproximó a él una mirada ardorosa y respondió:

—Sé quién me dirá la hora y el día, aunque no sé cuándo vendrá. Todas las noches espero a que venga el hombre que ha de darme el aviso. Puede ser hoy mismo, mañana, pasado mañana…

—¿Y, cuando lo sepas, qué hay que hacer?

—Ese día la ciudad arderá y los aplastaré; porque saldrán de sus guaridas y se sabrá al fin quiénes son los que conspiran… ¿Te das cuenta, hijo mío, Muhamad, por qué no es este un tiempo oportuno para bodas?

55

Era cerca de medianoche. El palacio del valí se encontraba ya casi totalmente sumergido en las tinieblas, a excepción de la débil claridad que se escapaba de la sala donde Marwán permanecía solo, junto a la chimenea donde ardía un grueso tronco de encina. Se había apoderado el terror de su espíritu y le impedía conciliar el sueño. La imagen de los confabulados le visitaba en medio de terribles pesadillas y las sombras de la noche propiciaban los negros pensamientos que le angustiaban. Se decía a sí mismo en la oscuridad: «Es necesario estar despiertos, aguardando, pues a buen seguro esas malditas serpientes no duermen». Su corazón latía con fuerza; se imaginaba quién y cómo tramaba levantarse en contra suya y el deseo que tenían sus enemigos de ver su cabeza rodando por el suelo. «Acabaré con ellos —se decía—. ¡Los aplastaré como a cucarachas!»

Su corazón se aceleró aún más cuando oyó que alguien subía apresuradamente los peldaños de la escalera y se dirigía después por el corredor hacia la sala donde esperaba. Era su servidor de mayor confianza. Entró despacio, con aire misterioso, y le dijo escuetamente:

—Ya está aquí.

Marwán suspiró profundamente, elevó la mirada y contestó con aplomo:

—Vamos allá.

Después, seguido por el criado, salió de la sala y caminó deprisa por el pasillo, descendió hasta los patios y fue a encerrarse en un pequeño almacén donde se guardaban armas. El criado se quedó fuera. Marwán permaneció en la total oscuridad un rato. Al cabo, golpearon suavemente con los nudillos en la puerta, y él abrió. Alguien entró sigilosamente; cubierto con un manto negro de la cabeza a los pies, parecía formar parte de la oscuridad. Marwán dijo despacio:

—Las velas deben encenderse solo cuando hay necesidad.

La voz del que había entrado contestó:

—Y yo sé trabajar muy bien con cera de abejas.

Marwán emitió un suspiro y exclamó nervioso:

—¡Ah, cerero! ¿Eres el cerero de la calle del vino y el aceite?

—Sí, señor. Te prometí que vendría en cuanto supiera algo y aquí estoy.

Marwán no dijo nada más. Buscó en la oscuridad a aquel hombre y, tomándolo por el brazo, salió con él a tientas al patio. Bordearon el edificio, hasta un cobertizo, cuya puerta abrió de un empujón y entraron. Allí ardía una vela y ambos pudieron verse las caras. El cerero era un hombre delgado, pálido y asustado. Marwán le apremió:

—¡Habla! ¡Di lo que sabes de una vez! ¿Quiénes son? ¿Qué pretenden? ¿Cuándo será?

El cerero se hincó de rodillas delante de Marwán y, mirándole con unos brillantes y grandes ojos, exclamó servil:

—¡Valí, Allah lo pone todo en tus manos! ¡Nada tienes que temer! ¡Nada!

Estupefacto, Marwán replicó:

—¿Qué dices? ¿Qué quieres decir con eso?

—Los dimmíes cristianos están solos —contestó el cerero—. ¡Han sido traicionados! Hubo una reunión secreta en una bodega, a la que acudieron todos los nobles, el obispo y sus sacerdotes. ¡Yo estuve también! Al frente de todos estaba el primogénito del difunto Agildo, al que hicieron duc allí mismo y le coronaron con el consentimiento de todos. Ese joven, llamado Claudio, enarboló la espada y clamó llamando a la venganza y a la guerra contra ti…

Marwán, espantado, crispó los dedos y exclamó:

—¡¿Qué me estás contando?! ¡¿Quiénes se creen que son?! ¡Los aplastaré!

—No te será difícil —aseguró el cerero, alzándose y yendo a besarle las manos—. ¡Allah te regala sus cabezas! ¡Están solos! ¡Nada tienes que temer! ¡Nada!

—¿Y qué pasa con los muladíes? —preguntó con ansiedad Marwán—. ¿Y los beréberes? ¿Dónde se esconden esas ratas asquerosas?

—Ya te lo estoy diciendo, valí: ¡nada tienes que temer! Los dimmíes cristianos están solos, aunque siguen convencidos de que el cadí Sulaymán y Mahmud están de su parte; yo mismo me encargué de que se lo creyeran, porque llevé a la reunión a dos hombres que les engañaron. Pero debes saber, valí, que Mahmud no va a volver; porque va con toda su gente hacia el norte, camino de Galaecia, y nada quiere ya saber de esta ciudad a la que aborrece por haberse sentido ofendido y humillado. Por su parte, ¡y esto es lo mejor de todo!, el cadí Sulaymán y su hermano Salam están atemorizados y arrepentidos y solo desean regresar a Mérida, a su barrio.

El cerero se animó más al ver la cara que ponía Marwán.

—¿Te das cuenta, valí? ¡Quieren pedirte perdón públicamente y someterse a tu autoridad!

Abriendo los ojos de par en par, Marwán exclamó:

—¡Oh, Allah, qué gran noticia me traes! ¡Al fin, Poderoso Allah, me quitas de encima a esa gente díscola e insoportable!

—¡Naturalmente, valí! ¡Así debe ser! Porque nosotros, los muladíes, somos buenos musulmanes y no queremos estar sometidos de ninguna manera a los dimmíes cristianos. ¡Queremos vivir en paz y levantar esta ciudad!

Pletórico de satisfacción al oír aquello, Marwán se abalanzó sobre el cerero y le abrazó con tal fuerza que le hizo daño.

—¡Qué gran noticia me has traído! ¡Te recompensaré, cerero! ¡Qué bien ha salido todo!

El cerero repuso:

—Sabes que no pido otra cosa que recuperar mis colmenas y poder salir y entrar en la ciudad como antes, dedicado a mi negocio.

—Eso está hecho y además te daré muchas más cosas. ¡Tú no sabes lo generoso que yo soy! Pero dime, cerero, ¿qué es lo que pretenden los dimmíes?

—Eso es lo que me queda por contarte. Los cristianos, como bien suponías tú, valí, tienen tramada una gran revuelta para hacerse con la ciudad. Pero, por desgracia, no puedo decirte el día ni la hora que tienen previsto levantarse en armas, porque eso solo lo conocen sus jefes y no se lo revelarán a nadie más. Aunque debes saber que será al toque de las campanas, lo que ellos llaman «a rebato», entonces saldrán de repente y, a la par, se harán con las puertas y las murallas, después piensan conquistar esta fortaleza y…

—¡Zorros orgullosos! ¡Los aplastaré! —le interrumpió Marwán.

—Podrás hacerlo con toda facilidad, porque, como te he contado, nadie en la ciudad los seguirá y se verán solos. Porque nadie está con ellos, ni los beréberes, ni los judíos, ni los muladíes… ¡Ni siquiera la mayor parte de su propia gente! Ahora todos están metidos en sus casas, esperando el momento, que seguramente será mañana o pasado mañana. Pero debes estar tranquilo porque se verán solos.

Marwán se quedó pensativo, saboreando lo importante que era para él toda esa información. Después dijo:

—¡Ea!, ahora lo primero es hacer las paces con el cadí Sulaymán y con su hermano Salam. Ellos nos ganarán a todos los muladíes. ¡Menuda tranquilidad! Y cuando eso esté bien atado, sacaremos de sus madrigueras a los dimmíes cristianos orgullosos y les daremos un escarmiento; eso, ¡un gran escarmiento!, que sea definitivo… —Sonrió con placer—. Así el emir de Córdoba se alegrará y… ¡todos contentos!

Dicho esto, fue hacia la vela y sopló sobre la llama. En la completa oscuridad, añadió:

—Ahora vete, cerero, y sígueles teniendo bien convencidos a esos necios de que todos los seguirán al toque de las campanas. ¡Que toquen, que toquen sus campanas!

Y soltó una tormenta de risas…

56

Antes de que amaneciera, Marwán entró en el cuarto donde dormía su hijo Muhamad. Llevaba una lámpara encendida en la mano, y sus ojos y sus labios, iluminados por el resplandor, exultaban de entusiasmo.

—¡Despierta, hijo mío Muhamad! —exclamaba—. ¡Despierta, que comienza una larga y dura jornada para nosotros!

Fastidiado, Muhamad se removió entre las mantas y emitió una especie de gemido, como un refunfuño.

Su padre insistió ansioso:

—¡¡¡Muhamad!!!

—Necesito dormir un poco más —rezongó el joven—; anoche tardé en conciliar el sueño, a causa de tanta preocupación…

—¡Será posible! —rugió Marwán—. ¡Preocupaciones las que yo tengo! ¡Sal inmediatamente de la cama! Han pasado cosas grandes, hijo mío, Muhamad; anoche Allah hizo prodigios en favor nuestro. ¿Te das cuenta? ¡El Omnipotente ha resuelto poner fin a nuestros problemas!

El joven sacó la cabeza de entre las mantas, miró a su padre con una mezcla de sorpresa e incredulidad en su rostro somnoliento y preguntó con ironía:

—¿Se han ido todos al infierno? ¿Nos dejan en paz de una vez?

Marwán sonrió, acercó la lámpara y, con voz susurrante, explicó:

—Yo aún no me lo puedo creer, hijo mío, porque parece un milagro: ¡los muladíes han decidido unirse a nosotros! ¡Los dimmíes están solos! Anoche vino al fin el cerero para decírmelo. Ese hombre era mi única posibilidad para entrar en contacto con el cadí Sulaymán y para conocer sus propósitos; pues, si verdaderamente podríamos temer algo, era a que los muladíes y los beréberes se uniesen a los dimmíes cristianos. ¡Eso sí que sería peligroso! Pero esa posibilidad se ha esfumado: Muhamad está ya muy lejos, va camino de Galaecia, y Sulaymán me pide perdón y amistad.

Hizo una pausa para saborear la reacción que causaba en su hijo la noticia y, al cabo, añadió:

—Ese vendedor de cera ha estado informándose sobre lo que unos y otros piensan hacer. Él es muladí, pero los cristianos dimmíes confían en sus gestiones…

—¿Y nosotros? ¿Podemos nosotros fiarnos, padre?

—¡Claro que sí! Lo tenemos de nuestra parte. A él solo le interesa que se arreglen las cosas para poder seguir con sus negocios de abejas y colmenas que se han echado a perder a causa de la revuelta. Por eso fue a ver a Sulaymán, para hacerle comprender que lo mejor para ellos, los muladíes, es volver y acogerse a mi autoridad… ¡Y el cadí se ha convencido al fin! Regresará con toda su gente a la ciudad, pues no quieren saber nada ya de rebeliones ni guerras; los muladíes solo quieren vivir en paz, en su barrio, en su casa, con sus negocios de siempre… Se han dado cuenta de que pueden perderlo todo si se unen a los dimmíes rebeldes… ¡Se acabó el problema!

—¡Es sorprendente! De repente cada cosa se pone en su sitio…

Marwán, contento, revolvió cariñosamente los cabellos de su hijo y afirmó orgulloso:

—Mejor digamos que es… ¡natural! En el fondo nada tenían que ganar los muladíes obstinándose. Ahí, al otro lado del río, acampa una parte del ejército del emir… ¿Cómo pensaban que podían enfrentarse a Córdoba? Esos dimmíes cristianos han sido temerarios y pretenciosos. Y por eso se han quedado solos, como era de esperar. A nadie en su sano juicio se le ocurriría pensar siquiera que, a estas alturas, los musulmanes podamos estar atendiendo a las ínfulas de unas gentes sometidas, de unos siervos nuestros. Al final ha triunfado el sentido común y la cordura. En fin, lo que yo dije…

—¡Padre, eres portentoso! —exclamó el joven riéndose—. Ahora podrás poner en orden la ciudad, como tanto has deseado. El emir se dará cuenta de lo inteligente que eres y se alegrará mucho por haberte nombrado valí. Seguramente también te recompensará.

El rostro de Marwán se iluminó al oír aquel elogio, pero enseguida se puso muy serio y advirtió con reserva:

—Bien. Todavía no tenemos resuelto del todo el asunto. Ahora debemos apresurarnos para recibir cuanto antes a los muladíes y actuar luego con energía, para que no piensen que estábamos deseándolo… —Satisfecho por su perspicacia, se acarició la barba y añadió—: Como no he podido pegar ojo en toda la noche, he estado meditando con detenimiento y ya tengo decidido qué pasos tenemos que dar a partir de este momento y la manera en que debemos responder ante cada incidente que pueda presentarse. Vamos, hijo, sal de la cama de una vez y te lo explicaré todo.

Muhamad se levantó y se estuvo lavando, con los mismos movimientos lentos de siempre, como ajeno a tanta premura como requería el momento. Mientras tanto, Marwán le seguía contando sus planes lleno de excitación:

—A estas horas, el cerero debe haberle transmitido ya a Sulaymán y a Salam Aben Martín que los recibiré hoy mismo, dispuesto completamente a olvidar el disgusto que me dieron y a devolverles sus casas y sus negocios.

—¿Y no se crecerán los muladíes al ver que los tratas como si no hubiese pasado nada, a pesar de que han estado conspirando contra nosotros? —repuso Muhamad.

—Ya he pensado también en eso —contestó el padre—. Pero de momento no me importa lo más mínimo. Atiende a este consejo, hijo mío: para ganar, siempre hay que estar dispuesto a perder algo; esta es una regla de comerciante viejo. No todo van a ser ganancias y algunas pérdidas resultan beneficiosas a la larga.

—No lo comprendo —observó el joven, mientras mojaba sus largos dedos en aceite para repartirlo por su pelo negro y fino.

—Es muy sencillo: ahora lo que más me interesa es no tener enemigos entre los musulmanes, y eso, ¡gracias a Allah!, ya parece solucionado. Sin el peligro de los beréberes de Mahmud y con los muladíes a favor nuestro, no será nada difícil darle el golpe definitivo a los rebeldes dimmíes. Así que, una vez hecha la paz con Sulaymán y Salam, cercaré todo el barrio cristiano y mandaré que entren calle por calle y casa por casa, hasta que hayan apresado a todos sus jefes. Después daremos un escarmiento: aherrojaré al obispo y a los sacerdotes y castigaré ejemplarmente a todos los conspiradores. Recurriré a los tormentos y a la confiscación de sus bienes; les cerraré las iglesias de momento y mandaré ajusticiar a todos los hijos del duc Agildo. El primero que debe caer es ese Claudio que se ha proclamado jefe. Cuando no tengamos enemigos entre los dimmíes, no nos resultará difícil ir metiendo en cintura poco a poco y con paciencia a los muladíes. Pero eso es otro cantar…

Marwán escrutó el rostro de su hijo con mirada penetrante y, comprobando que vislumbraba sus planes, añadió:

—Al fin y al cabo y resumiendo, no es demasiado difícil enderezar todo esto. Pero, ¡eso sí!, debemos ser todavía cautelosos y anticiparnos. Los dimmíes tienen previsto alzarse en cualquier momento. Les caeremos encima sin darles tiempo…

—¿Y los judíos? —preguntó Muhamad.

—No me preocupan. Supongo que estarán advertidos de lo que se avecina y que serán prudentes. No creo que los hebreos estén de parte de los cristianos; pues, si estos llegaran a gobernar la ciudad, ¡pobres judíos!

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