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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Aire de Dylan (11 page)

«Le esperan conversaciones que se abren al futuro», había leído aquella mañana en mi oráculo. En esas conversaciones, pensé, no me extrañaría que participara mucho Vilnius. Dentro del avión nos separamos, pero aún le quedó tiempo para decirme que lo estaba ya moviendo todo para irse lo más pronto posible a Hollywood, porque había pensado que allí entre la multitud no se sentiría tan solo y porque, además, podría seguramente seguir investigando quién era el autor de la frase de
Tres camaradas
.

Por cierto, ¿qué era eso que me dijo ayer acerca del motor de esa frase?, preguntó en el momento de dirigirse a su butaca al fondo del avión. Que la frase te puede servir como motor para investigar el mundo, contesté.

Ya en tierra en Barcelona, en el momento de ir a tomar cada uno su taxi, estuve a punto de decirle que, como me cambiaba pronto de barrio y viviría no muy lejos de su hotel Littré, quizás no tardáramos demasiado en vernos. Pero soy algo supersticioso y pensé que, si le decía aquello, al final precisamente por habérselo dicho acabaríamos no volviendo a vernos más. Así que callé, pues prefería volver a encontrarme algún día con él. Tomé el taxi y no me despedí. Vilnius tampoco.

5

Tres semanas después, llegó para mí en Barcelona el tan temido momento del traslado de casa. Advertidos por todo el mundo de que una mudanza era una experiencia traumática, recuerdo que esperábamos mi mujer y yo aterrados a que llegara el gran camión que transportaría nuestras cosas. Luego no pasó nada especial. Llegaron cuatro obreros que a gran velocidad comenzaron a embalar muebles y biblioteca. Unas horas después, mi vieja mesa de trabajo, aquella en la que había escrito mis mejores obras, se hallaba rodeada por doscientas veinte cajas de libros. Y yo, como digno capitán de mi barco personal, sin alterarme, esperando el momento en que me sugirieran que apagara el ordenador, seguía allí escribiendo.

¿Por qué en medio de una mudanza, rodeado de doscientas veinte cajas de libros, seguía yo impertérrito escribiendo sobre el mundo de las huellas en la historia de la humanidad? Pues no sólo porque no se me ocurría que hubiera nada mejor y más entretenido para hacer aquel día, sino también porque había olvidado que hacía tiempo que me habían encargado aquel prólogo y, como deseaba cumplir con los encargos que había aceptado antes de decidir retirarme de la escritura, no veía mejor solución que terminarlo aquel mismo día, pues había rebasado con creces el plazo acordado para la entrega.

Sabía que en cualquier momento me harían apagar el ordenador si no quería ir yo mismo a parar al fondo de otra caja de libros. Pero entretanto iba contando la historia, poco conocida, de Juan Vucetich, un modesto policía argentino de la ciudad de La Plata, que en 1891 había llevado a cabo las primeras fichas dactilares del mundo. Tras haber verificado su método con seiscientos reclusos de la cárcel de La Plata, en 1894 la policía de Buenos Aires había acogido oficialmente el sistema de Vucetich, y no habían tardado nada en adoptarlo enseguida el resto de las policías de Occidente.

«O sea que todo empezó en La Plata, esa ciudad simple y provinciana que…» Me hallaba exactamente en mitad de ese párrafo cuando fui conminado amablemente a apagar el ordenador. No olvidaré el momento en que la vieja casa de la ficción —más de treinta años en ella, siempre sentado ante el mismo escritorio— comenzó a iniciar su desplazamiento hacia otro ámbito. Irremediable. El final de una época. Sólo cabía esperar que la vida continuara más allá del viejo apartamento junto al parque Güell.

6

Al poco de haberme instalado en la casa de la calle Casanova, un mediodía salí a pasear por el barrio para pasar el tiempo —
fazer horas
, que dicen los portugueses— hasta las dos de la tarde, que era cuando había quedado con unos amigos en el café Sándor de la plaza Francesc Macià. No llevaba mucho caminando cuando divisé de lejos al joven Vilnius, que estaba parado ante el quiosco de prensa que hay a la altura de la calle Calvet junto a la Diagonal. Hasta entonces no le había visto por el barrio, pero esto no era algo que me hubiera intrigado demasiado porque hay casos de gente que vive cincuenta años en la misma aldea y no se ve nunca. Y porque, además, le imaginaba en Hollywood y pensaba que lo más probable fuera que no hubiera vuelto aún de allí. Alguna vez, eso sí, había pensado en él y me había preguntado cómo le estaría yendo allí en Los Angeles con sus investigaciones, con su frase-motor, se suponía que válida incluso para llegar hasta el gran secreto del mundo.

No hacía mucho que había vuelto de Los Angeles, me dijo algo seco. Allí todo le había ido raro, por calificarlo de algún modo, pero en el fondo había ido bien. Ya no se sentía tan solo como en San Gallen, pero no podía darme más explicaciones. Seguía viviendo en el Littré, a cuatro pasos de allí. ¿Y yo? ¿Estaba ya instalado en mi nueva casa? ¿Me gustaba el barrio? ¿Me arrepentía de haber dejado atrás mi viejo despacho?

Le conté que, en efecto, me había cambiado ya de domicilio y que al mismo tiempo, casi en plena mudanza, había tenido que viajar a Sao Paulo, Brasil, para un congreso en torno a la situación de la prensa cultural, un congreso en el que se había hablado de todo menos de esa situación. Había tenido unas jornadas realmente muy agitadas entre Brasil y la siempre trabajosa instalación en un nuevo piso, le dije. Y Vilnius me contó entonces que al día siguiente le hacían un homenaje a su padre en la librería Bernat de la calle Buenos Aires, enfrente mismo de su hotel. Era una reunión de los veintidós socios del «club de interrumpidores Lancastre», Permitían la asistencia de personas que no fueran socios, siempre que éstos aceptaran que no tenían derecho a la palabra. Por lo visto, querían mantener un poco la apariencia de club privado. Si yo quería acudir a la reunión, a él le encantaría. Pasaban
Radio Babaouo
, su cortometraje, y después había un coloquio con los socios interrumpidores. Habían invitado a su madre, pero por suerte, al saber que pasaban aquella película de su hijo, no había querido asistir. Seguramente no habría ido aunque no hubieran pasado el cortometraje, me dijo Vilnius. Creer que le importaba la obra de su marido era como creer que a Bob Dylan le preocupó alguna vez de verdad la guerra del Vietnam.

¿Le espero?, me preguntó Vilnius. ¿No irás a contarles lo mismo que en San Gallen?, bromeé. No, qué va, en lugar de
Teatro de realidad
, tengo pensado
Teatro de ratonera
, dijo misteriosamente. ¿De ratonera? Pero mi intención, dijo, es no hablar demasiado de mí, sino, como requiere la ocasión, disertar sobre Lancastre, el ídolo de los adoradores de la obra del gran Lancastre. Por cierto, ¿sigue importunándote tu padre?, me atreví a preguntarle. Me dijo que sí con la cabeza y sonrió. Creo que iré a la Bernat, le dije, aunque quizás llegue un poco tarde. Me alegra saber que le veré mañana y que conste que no quiero convertirle en especialista en mis representaciones teatrales, dijo. Son experiencias leves porque por suerte haces teatro sin teatro, le respondí. Pues mañana sí haré teatro, dijo en un tono algo enigmático.

No entendí a qué se refería, pero no quise que me lo aclarara porque le vi con muchas prisas. Vilnius compró una revista en el quiosco y dijo que se había hecho muy tarde para él, y con esas palabras impidió que se creara la atmósfera necesaria para que pudiera cortésmente volver a tocar el tema del fantasma o de ese «algo» que le perseguía. También quedó en el aire saber si en Hollywood había encontrado al autor de la frase de
Tres camaradas
. Vilnius no me dio la oportunidad de una conversación calmada, parecía nervioso, inquieto.

Esperaré a mañana para salir de dudas, pensé viendo que Vilnius me estaba ya tendiendo la mano para despedirse. Estoy enamorado, me dijo de golpe. Tardé en reaccionar, tanto tardé que, cuando volví en mí, Vilnius ya no sólo no me ofrecía la mano, sino que se había alejado y caminaba en dirección al Littré. Aún se giró para repetirme lo que me había dicho. Que estoy enamorado, gritó.

—Y ahora vuélveme a contar lo del dentista —oí que me decía alguien al oído.

Fue un momento que recuerdo horrible. Un amigo de un antiguo amigo del colegio, un tipo que siempre había tenido boca de canguro, me pedía que le repitiera un viejo chiste. Hacía treinta años que no le veía. Reaccioné mal, no supe controlar aquella contrariedad.

—Pero ¿cómo? —dije—. ¿No has envejecido demasiado?

7

Segundos después, viendo a lo lejos a Vilnius torcer por la calle Urgel y caminar como si fuera escopetado, me vino a la memoria un momento de mi reciente viaje a Brasil, el momento en el que, andando muy deprisa con Emilio Fraia y su novia por el Mercado Central de Sao Paulo —muy deprisa porque nos esperaba un taxi afuera—, recibí en mi móvil una llamada de Mario Gas, amigo de juventud y director del teatro Español de Madrid, al que en los últimos tiempos veía muy raramente. Estaba en París, me dijo, y había pensado en mí de pronto, no sabía muy bien por qué, le parecía que era porque en ese momento andaba él por la rue Jacob, una calle que relacionaba conmigo. Llamaba seguramente por eso, porque estaba en esa calle del Barrio Latino, cercana a la casa en la que había vivido yo en otro tiempo, hacía ya más de treinta años. Llamaba por eso y quizás también porque no nos veíamos nunca y porque, pensándolo bien y teniendo en cuenta que estaba hablando en ese momento conmigo, hacía años que quería decirme que escribiera algún día una obra de teatro. No era un encargo que me hacía para el teatro Español de Madrid, no, que quedara claro, ni siquiera era un encargo para él, para cuando dejara de dirigir el Español, no; era tan sólo algo que se le había ocurrido de pronto: yo había escrito mucho, pero nunca para la escena. Quise interrumpirle y contarle que estaba en Brasil y que me alegraba mucho que hubiera tomado la iniciativa de llamarme, pero fue él quien se interrumpió a sí mismo. Y ahora cuelgo, dijo, porque ya sé, me lo dijeron ayer, que estás en Sao Paulo.

8

Al día siguiente de mi encuentro en la calle con Vilnius fui a la librería Bernat al caer la tarde, dispuesto, entre otras cosas, a ver en qué consistía el
Teatro de ratonera
.

—Bienvenido a la Bernat, donde aquí todos esperamos que te encuentres como en casa —oí que le decía en aquel momento la librera Montse a Vilnius después de la proyección de su cortometraje
Radio Babaouo
, que había dejado con caras de palo a todos los allí reunidos.

—Aquí me tenéis. Un placer. Trataré de que sepáis lo que no sabéis de mi adorable padre.

—En el nombre de los veintidós socios del club de interrumpidores Lancastre —continuó Montse— recibe nuestros más cálidos saludos.

Me situé en la fila última. De hecho, fui a sentarme en una sección aparte de los socios interrumpidores, que estaban todos en primera fila porque por algo pagaban una cuota. Pero me sentía muy contento de estar allí porque en el fondo —me decía yo— a mí me habían invitado de verdad, es decir, me había invitado el propio Vilnius.

—Qué cálido todo —dijo Vilnius con toda la bondad de la que es capaz un ser que ha conocido de cerca la maldad y huye de ella buscando el lado extremo de la amabilidad.

—Queremos hablar de ti, y también de la obra y vida de tu padre, del que hoy se cumplen cuarenta y nueve días de su muerte, una fecha que el club de lectura Lancastre quiere conmemorar. Decirte que desde esta misma posición en la que ahora me encuentro, así medio ladeada de cara a la puerta de entrada, te he visto tantas veces, en las últimas semanas, salir del hotel de enfrente, que ya formas parte de mi imaginario real de personas ligadas a mi librería. Pero me hace gracia verte aquí, esta noche, a este otro lado de la calle, a este lado del paraíso, junto a nosotros, los interrumpidores… Para empezar, Vilnius, quisiera saber de qué libro de Francis Scott Fitzgerald es la frase que abre
Radio Babaouo
, el cortometraje que acabamos de ver.

—Bueno, la frase no la encontré en un libro, sino en la película
Tres camaradas
, de Frank Borzage. El escritor Francis Scott Fitzgerald figuraba en ella como guionista y me pareció que esas palabras sólo podían ser suyas.

—¿Y lo son?

—No. Investigué recientemente en Los Angeles y no son palabras de Fitzgerald. Merece la pena que sepáis cómo lo averigüé, pero quiero pediros que, si tardara mucho en explicar mi historia, deis por hecho que estoy boicoteando el tiempo que pensabais dedicarle esta noche al gran Lancastre. ¿De acuerdo?

—Te interrumpiremos, no lo dudes, aquí a todos nos gusta interrumpir —le dijo Montse sonriendo.

A Montse no era la primera vez que yo la veía. En otra ocasión había entrado ya en su librería de barrio y le había comprado
Brooklyn
, la novela de Colm Tóibín. Aparte de lo guapa que era, tenía una sonrisa única, muy bella. No parecía que se hubiera contaminado de las ruindades que continuamente asaltan nuestra vida cotidiana. Iba a cumplir pronto los cincuenta años y nunca había sido fácil lograr verla de mal humor. Desde su silla de ruedas había desplegado siempre una importante energía y contagiaba un ánimo que personas con más suerte en la vida no querían o no sabían transmitir: espíritu de ir hacia delante y una forma muy sabia de saber estar en la vida. Quizás en parte por esto, Montse era el corazón del barrio, el centro por donde tenía que pasar toda historia que ocurriera en él. Su admirable permanente buen estado de ánimo le animaba a organizar en su amplia librería —la reciente compra de un
sex shop
vecino le había permitido duplicar el espacio de su local— toda clase de actos culturales y contaba con varios clubs de lectura; el de ese día, el que llevaba el nombre del padre de Vilnius, era el más numeroso y potente y algunos miembros de otros clubs, agazapados en la zona del divertido bar de la entrada, lo venían llamando desde hacía horas, sarcásticamente, el grupo de los Burt Lancaster, tal vez celosos de que Montse hubiera conseguido para esa tarde la presencia del hijo del autor y que allí en la Bernat aquella tarde pareciera no existir otra cosa que la reunión de los lancastreianos.

—Adelante, Vilnius, pero te interrumpiremos, no lo dudes —le repitió Montse viendo que él se había quedado sin continuar, como si no se decidiera a arrancar.

—Durante mucho tiempo —dijo entonces Vilnius y se quedó clavado, como si no supiera por dónde proseguir.

Bebió agua.

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