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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Acqua alta (32 page)

—Hablo de esto —dijo Brunetti estirando la pierna y aplastando con el pie uno de los fragmentos.

La Capra, involuntariamente, hizo una mueca de dolor al oírlo, pero insistió:

—No le entiendo. Si se refiere a estos fragmentos, la explicación es bien sencilla. Mientras se desembalaban las piezas, alguien fue muy descuidado con una de ellas. —Mirando los fragmentos, movió la cabeza con tristeza, como si no pudiera creer que alguien fuera tan torpe—. He dado orden de que el responsable sea castigado.

Cuando La Capra acabó de hablar, Brunetti notó el movimiento a su espalda, pero, antes de que pudiera volverse, La Capra se acercó y lo tomó del brazo.

—Pero venga a ver las piezas nuevas.

Brunetti se desasió y dio media vuelta. El joven ya estaba en la puerta. La abrió, sonrió a Brunetti, salió de la habitación y cerró la puerta. Brunetti oyó el sonido inconfundible de una llave al girar en la cerradura.

25

Unos pasos rápidos se alejaron por el corredor. Brunetti miró a La Capra.

—Ya es tarde,
signor
La Capra —dijo Brunetti, esforzándose en razonar con voz serena—. Sé que está aquí. Si intenta hacer algo contra ella, empeorará su propia situación.

—Le ruego que me disculpe,
signor
policía, pero no sé de qué me habla —dijo La Capra sonriendo con cortesía y perplejidad.

—Le hablo de la
dottoressa
Lynch. Me consta que está aquí.

La Capra sonrió otra vez y abrió la mano señalando la habitación y todos los objetos que contenía.

—No comprendo su insistencia. Sin duda, si estuviera aquí, se encontraría con nosotros, gozando de la contemplación de toda esta hermosura. —Su acento se hizo más cálido todavía—. ¿No me creerá capaz de privarla de semejante placer, verdad?

La voz de Brunetti no era menos tranquila.

—Creo que ha llegado el momento de poner fin a la farsa,
signore
.

La carcajada de La Capra cuando Brunetti dijo esto estaba cargada de verdadero gozo.

—Oh, yo diría que el farsante es usted,
signor
policía. Está en mi casa sin haber sido invitado, por lo que yo diría que su entrada es ilegal. De manera que no tiene derecho a decirme lo que debo o no debo hacer. —Su voz fue haciéndose más áspera y, cuando terminó de hablar, casi jadeaba de cólera. Al oírse a sí mismo, La Capra recordó el papel que estaba representando, se volvió de espaldas a Brunetti y dio varios pasos hacia una de las vitrinas.

—Observe, si gusta, las líneas de este jarro —dijo—. Con qué delicadeza serpentean hacia la parte posterior, ¿no le parece? —Dibujó una etérea onda en el aire con la mano, imitando el discurrir de la línea pintada en la parte frontal del alto jarro que contemplaba—. Siempre me ha parecido fabuloso el sentido de la belleza que tenía aquella gente. Miles de años atrás, y ya eran unos enamorados de la belleza. —Sonriendo, pasando de simple entendido a filósofo, miró a Brunetti y preguntó—: ¿Cree que el secreto de la humanidad pueda ser el amor a la belleza?

Como Brunetti no respondiera a esta banalidad, La Capra abandonó el tema y pasó a la siguiente vitrina. Riendo entre dientes, comentó:

—A la
dottoressa
Lynch le hubiera gustado ver esto.

Algo en su voz, un tono de obsceno secreteo, hizo que Brunetti mirara la vitrina frente a la que estaba el otro hombre. Dentro vio una pieza que tenía una forma de calabaza que le recordó la de la foto que le había enseñado Brett. También ésta estaba decorada con la figura de un zorro con cuerpo humano, erguido y en actitud de caminar hacia la izquierda, casi idéntica a la que aparecía en la pieza de la foto.

Espontáneamente, la idea tomó cuerpo. Si La Capra no tenía inconveniente en mostrarle este vaso, estaba claro que ya no tenía nada que temer de Brett, la única persona que podría identificar su origen. Brunetti giró sobre sí mismo y dio dos zancadas hacia la puerta. Antes de llegar, se paró, ladeó el cuerpo dándose impulso y levantó la pierna derecha. Con todas sus fuerzas, dio una patada justo debajo de la cerradura. La violencia del golpe sacudió todo su cuerpo, pero la puerta no se movió.

A su espalda, La Capra rió entre dientes.

—Ah, qué impetuosos son ustedes, los del Norte. Lo siento, pero no se abrirá,
signor
policía, por muy fuerte que le dé. Mal que le pese, tendrá que ser usted mi invitado hasta que Salvatore regrese después de cumplir el encargo. —Con plena confianza, se volvió de nuevo hacia las vitrinas—. Esta pieza data del primer milenio antes de Cristo. Es bonita, ¿verdad?

26

Al salir de la galería, el joven tomó la precaución de cerrar la puerta con llave dejando ésta en la cerradura. Le divertía pensar que su padre estaría perfectamente seguro, nada menos que con un policía. La idea era tan disparatada que iba riéndose por el pasillo. Pero la risa se le heló cuando, al abrir la puerta del fondo, vio que seguía lloviendo. ¿Cómo podía esta gente vivir con este tiempo y con esa agua negra y sucia que brotaba del mismo suelo? Aunque él no lo reconocía, la verdad era que tenía miedo de aquellas aguas, de lo que pudiera tocar su pie al hundirse en ellas o, peor, de lo que pudiera rozarle las piernas o deslizarse al interior de sus botas.

Pero se decía que ésta sería la última vez que metía los pies en el agua. Cuando hubiera hecho aquello, cuando se hubiera resuelto este asunto, podría volver a la casa a esperar que aquellas aguas repugnantes volvieran a los canales, a la laguna, al mar, donde tenían que estar. No sentía ningún afecto por estas frías aguas adriáticas, tan diferentes del amplio y tranquilo horizonte turquesa que se extendía frente a su casa de Palermo. No se explicaba qué podía haber inducido a su padre a comprar una casa en esta ciudad tan sucia. Él decía que era por la seguridad de su colección, porque aquí el peligro de robo era mínimo. Pero en Sicilia nadie se atrevería a robar en casa de Carmello La Capra.

Él sospechaba que la razón no era otra que la que impulsaba a su padre a tener aquella estúpida colección de ollas: para darse importancia y conseguir que lo considerasen un señor. A Salvatore esto le parecía absurdo. Él y su padre eran señores por nacimiento, no necesitaban que esos estúpidos
polentoni
se lo confirmaran.

Miró otra vez el patio inundado, diciéndose que tendría que ponerse botas y meter los pies en el agua para cruzarlo. Pero la idea de la misión que lo aguardaba al otro lado bastó para animarlo: lo había pasado bien jugando con la americana, pero había llegado el momento de poner fin al juego.

Se agachó y se calzó un par de altas botas de goma, tirando con fuerza para introducir el zapato. Le llegaban hasta la rodilla y tenían el borde ancho y un poco ondulado como la corola de una anémona. Cerró la puerta a su espalda y bajó pesadamente la escalera exterior, maldiciendo la lluvia impetuosa. Cortando el agua, cruzó lentamente el patio en dirección a la puerta de madera. Aunque hacía poco rato que había dejado allí a la americana, el agua había subido de nivel y ya cubría el panel inferior. Quizá ella ya se hubiera ahogado. Aunque hubiera conseguido subirse a uno de los grandes nichos de la pared, no le costaría mucho ahogarla. Sólo sentía no tener tiempo para violarla. Nunca había violado a una lesbiana, y le parecía que tenía que gustarle. Bien, otra llamada telefónica podría traer aquí a su amiga la cantante y entonces tendría la oportunidad. Quizá su padre se opusiera, pero no tenía por qué enterarse. La cautela de su padre le había privado de aquel placer en la visita a casa de la americana. Había enviado a Gabriele y Sandro, y entre los dos habían hecho una chapuza. Con este cúmulo de violencia, resentimiento y voluptuosidad en el ánimo cruzaba el patio Salvatore La Capra.

Venía preparado para la oscuridad que lo envolvía, y sacó del bolsillo de la americana una linterna con la que iluminó el pestillo de la puerta. Lo descorrió y tiró de la puerta hacia sí, con fuerza, para vencer la resistencia del agua. Frente a él se abrió un espacio alto y abovedado. En el agua aceitosa flotaban sillas y mesas, almacenadas allí durante la restauración de la casa y abandonadas en lo que fuera un embarcadero interior, situado a medio metro por debajo del nivel del patio y separado del canal por otra gruesa puerta de madera, asegurada con una cadena. Sería cuestión de un minuto, cuando hubiera terminado con ella, abrir la puerta del fondo y empujarla a las aguas más profundas del canal.

A su izquierda oyó un borboteo y hacia él volvió el haz de la linterna. Los ojos que vio brillar eran muy pequeños y estaban muy juntos para ser humanos. Haciendo ondear la larga cola, la rata se volvió de espaldas a la luz y se alejó chapoteando por detrás de una caja que flotaba.

La voluptuosidad se disipó. Lentamente, Salvatore giró la linterna hacia la derecha, parándose a registrar cada uno de los nichos de la pared en los que el agua alcanzaba medio palmo. Al fin la descubrió, acurrucada en uno de ellos, con la cabeza apoyada en las rodillas. Ahora la luz permaneció fija, pero la mujer no se movió.

Así pues, no tendría más remedio que meterse en el agua e ir hasta allí para acabar de una vez. Armándose de valor, bajó el pie despacio hasta asentarlo firmemente en la resbaladiza superficie del primer peldaño y a continuación buscó el segundo. Juró violentamente al sentir que el agua le entraba por el borde de la bota. Durante un momento, pensó en arrancarse la maldita bota, para poder moverse con más soltura, pero al recordar los ojos rojos que había visto a ras de agua cambió de idea. Preparado para lo inevitable, bajó el otro pie y sintió cómo se le inundaba el zapato. Deslizó el pie derecho hacia adelante, sabiendo que no había más que tres peldaños, pero resistiéndose a creerlo hasta que el pie se lo confirmara. Luego enfocó con la linterna la figura encogida en el nicho y fue hacia ella con el agua hasta medio muslo.

Mientras avanzaba, hacía planes, decidido a extraer del acto todo el placer posible. Como no había donde dejar la linterna, tendría que metérsela en el bolsillo, con la bombilla para arriba, y esperaba que la luz le permitiera ver la cara de la mujer mientras la mataba. No parecía que le quedaban muchas fuerzas para luchar, pero en el pasado se había llevado más de una sorpresa, y confiaba en que también esta vez así fuera. Mucho forcejeo, no, desde luego, y menos, con toda esta agua, pero le parecía que él se merecía por lo menos una resistencia testimonial, especialmente, teniendo que renunciar a placeres que en otras circunstancias hubiera podido extraer de ella.

Al oírle llegar, ella levantó la cabeza y lo miró con ojos muy abiertos, deslumbrados por la luz de la linterna.


Ciao, bellezza
—susurró él, y se rió como su padre.

Ella cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en las rodillas. Él, con la mano derecha, puso la linterna en el bolsillo de la americana, inclinada hacia adelante, iluminando a la mujer. La veía sólo vagamente, pero confiaba en que la luz fuera suficiente.

Antes de empezar lo que había venido a hacer, no pudo resistir la tentación de darle un toque en un lado de la mandíbula, con la delicadeza del que golpea una copa de cristal para oírla sonar. Volvió la cabeza, para recolocar la linterna que había resbalado hacia la parte posterior del bolsillo. Como no miraba a la víctima sino la linterna, no la vio levantar el brazo por encima de su cabeza. Ni vio la fíbula que asomaba de su puño. Sólo advirtió su presencia al sentir su punta roma en la garganta, justo debajo de la mandíbula y recibir el impacto del golpe que lo lanzó hacia atrás. Se tambaleó hacia la derecha y miró a la mujer, a tiempo de ver brotar un grueso chorro de sangre. Al darse cuenta de que la sangre era suya, gritó, pero ya era tarde. La luz se apagó cuando él se hundió en el agua.

27

El ruido de la llave al girar en la cerradura hizo que tanto Brunetti como La Capra miraran hacia la puerta, que al abrirse reveló la figura de Vianello que chorreaba.

—¿Quién es usted? —preguntó La Capra—. ¿Qué hace aquí?

Vianello, sin hacerle caso, dijo a Brunetti.

—Creo que debería venir conmigo, comisario.

Brunetti se puso en movimiento al instante y salió pasando por delante de Vianello sin decir palabra. Hasta que llegaron al extremo del corredor, antes de salir a la lluvia que no cesaba, no preguntó Brunetti:

—¿Se trata de la americana?

—Sí, señor.

—¿Está bien?

—Está con su amiga, comisario, pero no sé cómo está. Ha permanecido mucho tiempo en el agua. —Sin esperar a oír más, Brunetti empezó a bajar la escalera rápidamente.

Las encontró al pie de la escalera, muy juntas bajo el impermeable de Vianello. En aquel momento, desde la casa, alguien encendió las luces llenando el patio de una claridad cegadora que convirtió a las dos mujeres en una oscura
Pietà
alzada sobre el zócalo de la pared del patio.

Flavia estaba arrodillada en el agua, con un brazo alrededor de Brett, sujetándola contra la pared con el peso de su propio cuerpo. Brunetti se inclinó sobre las dos mujeres, sin atreverse a tocarlas y llamó a Flavia. Ella lo miró, y el terror que él vio en sus ojos le hizo volverse hacia su compañera. Brett tenía sangre en el pelo, en la cara y en la ropa.


Madre di Dio
—susurró él.

Vianello se acercó haciendo remolinos en el agua.

—Llame a la
questura
, Vianello —ordenó Brunetti—. Pero no desde aquí. Llame desde fuera. Que envíen una lancha con todos los hombres disponibles. Y una ambulancia. Ahora mismo. Rápido.

Vianello ya iba hacia la pesada puerta de madera antes de que Brunetti acabara de hablar. Cuando la abrió una ola recorrió el patio y lamió las piernas de Brunetti.

Arriba se oía la voz de La Capra.

—¿Qué pasa ahí abajo? ¿Quién hay?

Brunetti se apartó de las dos mujeres que seguían abrazadas y miró hacia lo alto de la escalera. El hombre estaba en la puerta, su figura, recortada sobre la luz del interior, parecía la de un cristo malévolo en el umbral de una tumba siniestra.

—¿Qué hacen ahí abajo? —preguntó otra vez, con la voz más perentoria y áspera. Salió a la lluvia y miró fijamente a las dos mujeres y al hombre que no era su hijo—. ¿Salvatore? —gritó—. Salvatore, contesta. —La lluvia tableteaba.

La Capra dio media vuelta y desapareció en el interior del
palazzo
. Brunetti se inclinó y puso una mano en el hombro de Flavia.

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