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Authors: Federico Moccia
Tags: #Infantil y juvenil, Romántico
En Roma, como en cualquier otra ciudad del mundo, los adolescentes quieren volar, buscan caminar «tres metros sobre el cielo». Las chicas como Babi se esmeran en sus estudios, hablan del último grito en moda y se preparan para encontrar al amor de sus vidas; los chicos como Step prefieren la velocidad, la violencia, el riesgo y la camaradería de las bandas, pero todos ellos se implican en la vida como si cada segundo fuera el último. Pertenecen a mundos distintos, desean cosas distintas pero tienen algo en común: el amor que les hará flotar y sostenerse, el amor que les hará encontrarse y cambiar: ellas se volverán más salvajes; ellos más tiernos. Mientras, allí abajo, la vida real ya les reclama.
A tres metros sobre el cielo
es una comedia romántica y un retrato de la efímera adolescencia. Y tiene una historia muy especial: publicado por primera vez en 1992 en una edición mínima pagada por el propio autor y que se agotó inmediatamente, fue fotocopiado una y otra vez, y circuló de mano en mano hasta que se reeditó en 2004, convirtiéndose en un espectacular éxito de ventas.
«Un libro que conquista tanto a los jóvenes como a los treintañeros que aún recuerdan la magia de sus dieciséis años.» Giogia.
Federico Moccia
A tres metros sobre el cielo
Primera Parte
ePUB v1.6
Mística27.07.12
Título original:
Tre metri sopra il cielo
Federico Moccia, 1992.
Traducción: Patricia Orts García
Editor original:Mística (v1.0 a v1.6)
Corrección de erratas: Gemyta, Mística, Carlos.
ePub base v2.0
A mi padre, un gran amigo, que me enseñó mucho.
A mi madre, una hermosa mujer, que me enseñó a reír.
«Cathia tiene el culo más bonito de Europa.» El rojo grafito resalta con toda su desfachatez sobre una columna del puente de la avenida de Francia.
No muy lejos, un águila real, esculpida hace ya mucho tiempo, ha visto sin duda al culpable pero no hablará nunca. Un poco más abajo, como un pequeño aguilucho protegido por aquellas rapaces zarpas de mármol, está sentado él.
El pelo corto, casi al rape, a ras del peine y alto en el cuello como un marine, una cazadora Levi's oscura.
El cuello levantado, un Marlboro en la boca, las Ray-Ban en los ojos. Tiene aire de duro, aunque no lo necesite. Una sonrisa preciosa, a pesar de que no sean muchos los que han tenido la suerte de poder apreciarla.
Algunos coches al fondo del paso elevado se han detenido amenazadores en el semáforo. Alineados como en una carrera, si no fuera por su variedad. Un Cinquecento, un New Beetle, un Micra, un coche americano no mucho más identificable, un viejo Punto.
En el interior de un Mercedes 200, un dedo fino de uñas diminutas y mordidas da un ligero empujón a un CD. Desde los altavoces laterales Pioneer la voz de un grupo de rock cobra vida de repente.
El coche se pone de nuevo en marcha, arrastrado por la corriente. Ella querría saber «¿Dónde está el amor?». Pero ¿existe realmente? Al menos tiene clara una cosa: le gustaría poder deshacerse de su hermana que, desde el asiento trasero, repite una y otra vez: «Pon el de Eros, venga, quiero oír a Eros.»
El Mercedes pasa justo en el momento en el que ese cigarrillo, ya consumido, cae al suelo, empujado por un movimiento preciso de los dedos y ayudado por un poco de viento. Él baja los escalones de mármol, se arregla sus 501 y luego sube a la Honda azul VF 750 Custom. Como por arte de magia, se encuentra entre los coches. Su Adidas derecha cambia las marchas, retiene o deja ir el motor que, potente, lo impulsa como una ola en el tráfico.
El sol está ascendiendo en el cielo, es una bonita mañana. Ella se dirige al colegio, él todavía no ha ido a dormir desde la noche anterior. Un día cualquiera. Sólo que ambos se encuentran en el semáforo. Y por eso ese día no será como los demás.
Rojo.
Él la mira. La ventanilla está abierta. Un mechón de pelo rubio ceniza descubre a trozos su cuello suave. Un perfil delicado pero decidido, los ojos azules, dulces y serenos, escuchan embelesados y entornados una canción. Tanta calma lo impresiona.
—¡Eh!
Ella se vuelve hacia él, sorprendida. Él le sonríe, parado junto a ella, sobre aquella moto, los hombros anchos, las manos demasiado morenas para aquella mitad de abril.
—¿Te apetece dar una vuelta conmigo?
—No, voy al colegio.
—Pues no vayas, disimula, ¿no? Te recojo ahí delante.
—Perdona. —La sonrisa de ella es forzada y falsa—. Me he equivocado de respuesta. No me apetece dar una vuelta contigo.
—Mira que conmigo te divertirías…
—Lo dudo.
—Resolvería tus problemas.
—Yo no tengo problemas.
—Esta vez soy yo el que duda.
Verde.
El Mercedes 200 acelera hacia delante dejando que se desvanezca la sonrisa descarada de él. Su padre se vuelve hacia ella.
—Pero ¿quién era ése? ¿Un amigo tuyo?
—No, papá, sólo un imbécil…
Algunos segundos después, la Honda se acerca de nuevo. Él se agarra con la mano izquierda a la ventanilla y con la derecha da un poco de gas, procurando no hacer demasiado esfuerzo, a pesar de que con aquel cuarenta de brazo no debería suponerle un gran problema.
El único que parece tener alguno es su padre.
—Pero ¿quién es ese inconsciente? ¿Por qué se acerca tanto?
—Tranquilo, papá, yo me encargo…
Se vuelve decidida hacia él.
—Oye, ¿no tienes nada mejor que hacer?
—No.
—En ese caso, búscatelo.
—He encontrado ya algo que me gusta.
—¿Se puede saber qué es?
—Ir a dar una vuelta contigo. Venga, te llevo a la Olimpica, iremos a todo gas con la moto, luego te invito a comer y te devuelvo justo a la salida del colegio. Te lo juro.
—Me parece que tus juramentos deben de valer bien poco.
—Eso es verdad —sonríe—, ves, ya sabes muchas cosas sobre mí, di la verdad, te gusto, ¿eh?
Ella se ríe y sacude la cabeza.
—Bueno, ahora basta —y abre un libro que saca de su bolsa Nike de piel—, tengo que pensar en mi verdadero y único problema.
—¿Cuál es?
—La interrogación de latín.
—Creía que era el sexo.
Ella se da la vuelta, enojada. Esta vez ya no sonríe, ni siquiera para bromear.
—Quita la mano de la ventanilla.
—¿Y dónde quieres que la ponga?
Ella aprieta un botón.
—No puedo decírtelo, mi padre está aquí.
La ventanilla eléctrica empieza a subir. Él espera hasta el final, antes de retirar la mano.
—Nos vemos.
No le da tiempo a oír su seco «No». Se ladea ligeramente hacia la derecha. Emboca la curva, reduce la marcha y adquiere potencia desapareciendo veloz entre los coches. El Mercedes continúa su recorrido, ahora más tranquilo, hacia el colegio.
—¿Sabes quién es ése? —La cabeza de su hermana se asoma de repente entre los dos asientos—. Lo llaman 10 y Matrícula de Honor.
—A mí me parece sólo un idiota.
A continuación abre el libro de latín y empieza a repasar el ablativo absoluto. Repentinamente, deja de leer y mira hacia fuera. ¿Es realmente ese su único problema? Por descontado, no es el que dice ese tipo. Y, de todos modos, qué más da, lo más probable es que no lo vuelva a ver. Se concentra de nuevo en su libro. El coche gira a la izquierda, hacia el Falconieri.
«Sí, yo no tengo problemas y no lo volveré a ver».
No sabe, realmente, hasta qué punto se equivoca. Sobre ambas cosas.
La luna se asoma, alta y pálida, por entre las ramas de un árbol frondoso. Los ruidos se oyen extrañamente lejanos. Desde una ventana llegan algunas notas de una música lenta y agradable. Un poco más abajo, las líneas blancas del campo de tenis resplandecen rectas bajo la palidez lunar y el fondo de la piscina vacía espera melancólico el verano. En el primer piso del edificio una muchacha rubia, no muy alta, de ojos azules y piel aterciopelada, se mira indecisa al espejo.
—¿Necesitas la camiseta negra elástica de Onyx?
—No lo sé.
—¿Y los pantalones azules? —grita Daniela desde su habitación.
—No lo sé.
—Y las mallas, ¿te las vas a poner?
Daniela está ahora en la puerta, mira a Babi. Los cajones de la cómoda abiertos y la ropa esparcida por doquier.
—Entonces cojo esto…
Daniela se adelanta entre algunas Superga tiradas por el suelo, todas de la treinta y siete.
—¡No! Eso no te lo pones porque me gusta mucho.
—Yo lo cojo de todos modos.
Babi se levanta de un salto con las manos apoyadas en las caderas.
—Lo siento, pero no me lo he puesto nunca…
—¡Podías haberlo hecho antes!
—Sí, ¿y si luego me lo desbocas todo?
Daniela mira irónica a su hermana.
—¿Qué? ¿Estás bromeando? Mira que fuiste tú la que el otro día se puso mi falda azul elástica y ahora para ver mis bonitas curvas hay que ser adivino.
—¿Y qué tiene que ver? Esa la ensanchó Chicco Brandelli.
—¿Qué? ¿Chicco lo ha intentado y tú no me has dicho nada?
—Apenas hay algo que contar.
—No me lo creo, a juzgar por mi falda.
—Pura apariencia. ¿Qué te parece la camisa rosa melocotón debajo de esta chaqueta azul?
—No cambies de tema. Cuéntame lo que pasó.
—Bueno, ya sabes lo que pasa en estos casos.
—No.
Babi mira a su hermana pequeña. Es verdad, no lo sabe. Todavía no puede saberlo. Está demasiado rellenita y no hay nada lo bastante bonito en ella como para convencer a alguien de ensancharle una falda.
—Nada. ¿Te acuerdas que el otro día le dije a mamá que iba a estudiar con Pallina?
—Sí, ¿y qué?
—Bueno, pues que me fui al cine con Chicco Brandelli.
—¿Y?
—La película no era nada de especial y, pensándolo bien, tampoco él.
—Sí, pero vayamos al grano. ¿Cómo se ensanchó la falda?
—Bueno, la película llevaba diez minutos empezada y él se revolvía sin parar en su asiento. Pensé: «Es cierto que este cine es incómodo pero me parece que lo que Chicco quiere es meterme mano.» Y de hecho, poco después, se corrió un poco hacia un lado y pasó el brazo por mi respaldo. Oye, ¿qué te parece si me pongo el traje, ese verde con los botoncitos delante?
—¡Sigue!
—En fin, que del respaldo fue bajando, poco a poco, hasta llegar al hombro.
—¿Y tú?
—Yo… nada. Fingía no darme cuenta. Miraba la película como si estuviera con los cinco sentidos puestos en ella. Luego me atrajo hacia él y me besó en la boca.
—¿Chicco Brandelli te besó? ¡Guau!
—¿Por qué te agitas tanto?
—Caramba, Chicco está muy bueno.
—Sí, pero se lo cree demasiado… Siempre está pendiente de él, no deja de mirarse al espejo… Bueno, en resumen, durante el segundo tiempo recuperó casi de inmediato la posición de antes. Me compró un helado Algida. La película había mejorado mucho, quizá fuera en parte gracias a la parte de arriba del helado, la de las avellanas. Era fantástica. Así que me distraje y me lo volví a encontrar con las manos un poco demasiado bajas para mi gusto. Intenté alejarlo pero no sirvió de nada, se agarró a tu falda azul. Y por eso se ha ensanchado.